miércoles, 20 de abril de 2011

SIRIA: ¿REFORMAS O REVOLUCIÓN?


Por Natalia Sancha
Cuestión de números. Esto ha sido lo que ha determinado la caída o supervivencia de los dirigentes árabes desde que comenzara el año. Con cuenta gotas salieron los primeros manifestantes sirios a la calle el mes pasado, superados en cifras por los mercenarios, pero ahora lo hacen a raudales.

Miedo al cambio
A pesar de que Ben Alí no disfrutó de la ventaja que da no ser el primero en caer tras tres décadas de autocracia, ni en dar un fatídico discurso, el patrón de respuesta en Siria ha sido el mismo: más palos, muertos, entierros, detractores y sobre todo, menos miedo al cambio. Porque el pavor ha jugado un papel crucial tanto en la supervivienda de las autocracias como en su derrocamiento. “La estabilidad o la guerra civil” es el ultimátum del régimen frente al de los opositores “reformas o revolución”. Si bien las sombras de la guerra civil en Líbano e Irak, naciones multiétnicas y multiconfesionales al igual que Siria, planean sobre las cabezas de los manifestantes a la hora de asistir a las protestas, las de Ben Alí y de Mubarak lo hacen sobre las de los autócratas cuanto tiene que abrir o cerrar el puño. Pánico en un país donde la tortura es el pan de cada día en los sótanos de los edificios de mukhabaraat (servicios secretos), pero un terror que se pierde en Oriente y prevalece y resurge en Occidente ante el abismo que deja el cambio en una región estratégica.
Tras 171 muertos en tres semanas, Bashar al Assad ha dado el brazo a torcer. El mismo que en una entrevista en el periódico Wall Street Journal hace dos meses, se echara un farol afirmando que Siria era diferente a Túnez o Egipto porque “su régimen era cercano a la gente”. Además, añadió que “si se quiere ir hacia la democracia, lo primero que hay que hacer es involucrar a la gente en la toma de decisiones”. Un lema que se ha aplicado para empezar por atender a promesas en materia de libertad social, ley de emergencia, de partidos o libertad de prensa y para continuar con la nacionalización de 250.000 kurdos hasta ahora apátridas. De ahí ha pasado a los clérigos, hoy más poderosos que ayer ya que es en las mezquitas, los viernes y tras la hora del rezo, donde los opositores se creían seguros y de donde salían en grupo a manifestarse. Un nuevo set de concesiones que incluye, entre otros, aceptar el velo en las administraciones o cerrar el único casino en el país. Pero estas promesas, y tras el reguero de féretros que va dejando la represión, llegan demasiado tarde.

Una autocracia estable
Bashar se mueve hoy como un candidato ante las elecciones temeroso de perder la silla que le dejó su padre y buscando apoyos en lugares en los que antes bastaba con imponer. Eso ya es un cambio. A pesar de que el régimen se tambalea, es difícil conocer si lo hace de una sola pieza o si se resquebraja por dentro. Considerado cautivo de su propio Gobierno, o más bien del ala dura que le legó su progenitor, se acusa a sus asesores de boicotear las reformas que el presidente reclama y proclama desde que llegó accidentalmente al poder.

Tal vez por temor a un golpe de palacio convirtió su régimen en un autoritarismo plural construido sobre cuatro pilares: el partido Baaz, el Ejército, los servicios secretos y la elite político económica. Colocó a sus más allegados, como su hermano Maher a la cabeza de la guardia presidencial, a otros menos cercanos, como su cuñado Asef a Shawkat en los servicios secretos, a generales alauíes en las fuerzas de seguridad y a un número reducido de hombres de negocios -que se han beneficiado de la privatización económica- al frente de la nueva burguesía siria. Entre ellos su multimillonario primo Rami Makhlouf, dueño de Syriatel y pesadilla para todo inversor en el país. A pesar de que nada más llegar al poder hizo una criba entre antiguos compañeros de su padre, otros compañeros de filas de su progenitor, como Faruk al Sharaa, viceministro y originario de Deraa, mantienen un perfil activo en el Ejecutivo. Incluyó a unas minorías, como los cristianos, en el deal económico, pero dejó fuera a otras como los kurdos y la mayoría suní. Nombró a gente cercana en cada pilar creando interdependencias y asegurándose así que si se hunde unos se hunden todos. De ahí que los militares y las diferentes ramas de policías secretas y guardias presidenciales tengan más interés en preservar al régimen que en otros países vecinos, ya que su futuro está ligado al del presidente y viceversa. Pero Bashar ha sido también el precursor de una liberalización. Optó por una transición económica redistributiva (aunque no equitativa), basada en las subvenciones, a una liberalización de mercado. Una transformación plagada de sacrificios para la población sin que se aumentara, proporcionalmente, la representación política ni las libertades sociales. Y todo ello, en un camino sembrado de desafíos políticos regionales, en un país que no exporta petróleo y que está sometido a embargo desde 2003. Con cuatro años de sequía en un sector que constituye el 25% del PIB y que en 2006, con la retirada de sus tropas de Líbano, perdió el comercio y los beneficios libaneses, llevándose además de vuelta a casi 300.000 trabajadores sirios que se sumaron al 20% oficial de paro. El primer plan quinquenal logró romper muchas barreras, sobre todo en el acceso a licencias para abrir negocios, bares, tiendas y mejorar las infraestructuras. No obstante, la corrupción y el nepotismo del liberalismo han propiciado la atomización de su burguesía (sobre el 7% de la población) y urbanitas que se concentran en grandes ciudades como Damasco o Alepo en detrimento de las zonas rurales.
La capital ha sufrido también una metamorfosis social visible al crear una nueva generación de jóvenes dispuestos a exteriorizar esas nuevas libertades seculares e individuales propiciadas por la era Assad hijo, mientras que se han seguido suprimiendo los derechos colectivos e imponiendo la ley del miedo a la imagen de la era Assad padre. Esta controversia crea escenarios curiosos como que los jóvenes, que no pueden hablar de política ni surfear muchos sitios de la red, se reúnan para hacer botellón en un parque público de Bab Sharquí. También, el número de ONG se ha triplicado bajo la iniciativa de la primera dama, así como la aparición de nuevas publicaciones, la mayoría económicas. En el plano político, el país goza de una gran popularidad, no sólo entre su pueblo sino en toda la región, por la coherencia de una política de puertas abiertas para los “hermanos” árabes, de oposición a Israel y de no sometimiento al “imperialismo americano”.

Anatomía de las protestas
Desde el inicio de las protestas dos ciudades sembraron el desconcierto. Por un lado las manifestaciones en Latakia cuna de los Assad (a pesar de que Bashar nació y creció en Damasco) y de la minoría alauí que encarna el poder. Tal vez precisamente por eso han sido las barriadas suníes de esta ciudad las que han vivido los levantamientos más violentos y numerosos. Apartados del poder tanto político como económico, los suníes sirios pueden ver más ventajas que desventajas en el cambio del status quo que en la estabilidad. La otra ciudad que sorprendía, esta vez por la calma, estaba en la zona kurda que ha sido una de las regiones más contestatarias, reprimidas e incluso castigadas por la sequía. Esta última contradicción se fue desvaneciendo con el anuncio de una nacionalización masiva. No obstante, la minoría kurda también está dividida y seguramente muchos no olviden la represión a manos de las fuerzas de seguridad que en marzo de 2004 dejaron en un solo día en la ciudad de Qamishli 30 cadáveres.
El resto de las protestas por su localización o por su simbolismo transmiten el cansancio del pueblo sirio ante unas demandas específicas. Deraa es una región castigada por la sequía pero también por la corrupción constante y aleatoria, que es más visible en la expropiación de tierras a las tribus locales bajo la idea de mantener la seguridad en un zona fronteriza con Jordania. También hay hastío en Hama, por haber sido bastión de los Hermanos Musulmanes sirios y objetivo de la represión que en 1982 se zanjara, tras años de revueltas, con entre 15 y 20.000 muertos. En Damasco, las protestas estallan en las barriadas pobres cuya marginación económica no deja de crecer. En el resto del país, los manifestantes queman las sedes del partido Baath como símbolo contra la opresión política, los cuarteles de servicios secretos contra las torturas aleatorias y las oficinas de Syriatel contra el nepotismo y corrupción.
Cuestión de números sigue siendo el futuro del régimen Assad. Por un lado, muchos de aquellos que optan por la estabilidad y valoran las reformas -entre ellos se calcula el 40% de la población funcionariada que acaba de obtener un histórico aumento de entre el 20 y 30% de sus sueldos. Y por otro, una cifra menor de opositores, expatriados, intelectuales, jóvenes, activistas y sobre todo pobres. Esta cantidad va ganando adeptos entre aquellos que entierran a un primo, a un padre o a un hermano hasta que ya no les baste solo con las reformas.

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