jueves, 30 de junio de 2011

Amartya Sen: Pobreza Global y Justicia Social


Amartya Sen, Premio Nobel de Economía
¿Y la desigualdad y la pobreza globales? Las cuestiones concernientes a la distribución que figuran -de modo explícito o implícito- en la retórica tanto de los manifestantes antiglobalización como de los firmes defensores “pro globalización” necesitan un examen crítico. Acepto que este tema se ha visto perjudicado con la popularidad de algunas cuestiones extrañamente fuera de foco.
Algunos manifestantes “antiglobalización” argumentan que el problema central es que los ricos del mundo están volviéndose más ricos, y los pobres más pobres. Esto no es de ninguna manera algo uniforme (aunque hay una serie de casos, en particular en América latina y en África, donde esto realmente ocurrió), pero la cuestión esencial es si es ésta la manera correcta de entender los temas centrales de justicia y equidad en la actual economía global.
Por otro lado, los defensores de la globalización a menudo invocan y recurren a su interpretación de que los pobres del mundo en general están menos pobres, no (como se aduce muchas veces) más empobrecidos. Se refieren en particular a la evidencia de que aquellos pobres que participan en el comercio y en el intercambio no están más pobres sino todo lo contrario.
Dado que se están enriqueciendo gracias a que participan en la economía global, ergo (sigue el argumento) la globalización no es injusta con los pobres: “Los pobres también se benefician así que, ¿cuál es la queja?”. Si se aceptara la centralidad de esta pregunta, todo el debate se reduciría a determinar cuál es el lado correcto en esta disputa mayormente empírica: “¿Acaso los pobres que participan de la globalización están más pobres o más ricos? (Dígannos, dígannos, ¿cuál es la respuesta?)”.
Sin embargo, ¿acaso es ésta la pregunta adecuada? Yo argumentaría que no lo es en absoluto. Existen dos problemas en esta forma de considerar el tema de la injusticia. El primero es la necesidad de reconocer que dados los recursos globales que hoy existen, incluidos los problemas de omisión tanto como los de comisión (que se analizarán en breve), a muchas personas les resulta difícil ingresar en la economía global.
Tener en cuenta sólo a aquellos que ganan participando en el comercio deja afuera a millones que permanecen excluidos de las actividades de los privilegiados y que, de hecho, no son bienvenidos. La exclusión es un problema tan importante como la exclusión desigual, y su solución exigiría cambios radicales en las políticas económicas internas (tales como mayores recursos para la educación básica, la salud y los microcréditos familiares), pero también, cambios en las políticas internacionales de otros países, sobre todo de los más ricos.
Por un lado, los países económicamente más avanzados pueden marcar una gran diferencia recibiendo de mejor grado los productos -agrícolas, textiles y otros industriales- exportados por los países en desarrollo. También están las cuestiones concernientes al tratamiento humanitario -y realista- de las deudas pasadas, que tanto limitan la libertad de los países más pobres (se recibió de buen grado el hecho de que se hayan tomado algunas medidas iniciales en esa dirección en años recientes), así como el gran tema de la ayuda y la asistencia al desarrollo, acerca de lo cual difieren las opiniones políticas, pero que de ninguna manera es un foco de atención irrelevante.
Hay muchos otros temas que enfrentar, incluida la necesidad de volver a pensar las disposiciones legales vigentes, como el actual sistema de derechos de patentes.
Sin embargo, el segundo tema es más complejo y requiere una comprensión más clara. Aun cuando los pobres que participan en la economía globalizada se estuvieran enriqueciendo en cierta medida, ello no necesariamente implica que estén recibiendo una parte justa de los beneficios de las interrelaciones económicas y de su vasto potencial. Tampoco es adecuado preguntar si la desigualdad internacional es marginalmente mayor o menor.
Para rebelarse contra la atroz pobreza y las pasmosas desigualdades que caracterizan al mundo actual, o para protestar contra la división injusta de los beneficios de la cooperación global, no es necesario afirmar que la desigualdad no sólo es terriblemente grande sino que también se está volviendo marginalmente más grande.
La cuestión de la justicia en un mundo de grupos diferentes y de identidades dispares exige una comprensión más completa.
Cuando hay ganancias derivadas de la cooperación, puede haber muchos acuerdos alternativos que beneficien a cada parte en mayor medida de lo que ocurriría si no hubiera cooperación. La división de los beneficios puede variar ampliamente a pesar de la necesidad de cooperación (esto a veces se llama “conflicto cooperativo”). Por ejemplo, puede haber considerables ganancias como consecuencia de la creación de nuevas industrias, pero sigue existiendo el problema de la división de los beneficios entre los trabajadores, los capitalistas, los vendedores de insumos, los compradores (y consumidores) de productos, y quienes se benefician indirectamente por los ingresos mayores de las zonas involucradas.
Las divisiones pertinentes dependerían de los precios relativos, de los salarios y de otros parámetros económicos que regirían el intercambio y la producción. Por tanto, es apropiado preguntar si la distribución de ganancias es justa o aceptable, y no si existen ganancias para todas las partes en comparación con una situación de ausencia de cooperación (que puede ser el caso de muchos acuerdos alternativos).
Como John Nash, matemático y teórico de juegos (y ahora también un nombre conocido gracias al tan exitoso film basado en la maravillosa biografía de Sylvia Nasar, “Una mente brillante”), analizó hace más de medio siglo (en un trabajo publicado en 1950, que estaba entre sus trabajos citados por la Real Academia Sueca cuando ganó el Premio Nobel de Economía en 1994), el tema central no es si un arreglo en particular es mejor para todos que la falta total de cooperación, que es lo que sucede con muchos acuerdos alternativos.
Más bien, la cuestión principal es si las divisiones que surjan de las diversas alternativas disponibles son divisiones justas, teniendo en cuenta lo que en cambio podría elegirse. La crítica que sostiene que los arreglos distributivos derivados de la cooperación son injustos (manifestada en el contexto de las relaciones industriales, los acuerdos familiares o las instituciones internacionales) no puede ser refutada simplemente advirtiendo que todas las partes están en mejores condiciones de lo que estarían en ausencia de cooperación (bien reflejada en el argumento supuestamente contundente: “Los pobres también se benefician, así que ¿cuál es la queja?”).
Como esto sucedería en muchos –posiblemente infinitos acuerdos alternativos, el verdadero ejercicio no radica aquí, sino más bien en la elección entre estas diversas alternativas con diferentes distribuciones de ganancias para todas las partes.
El punto puede ilustrarse con una analogía. Para argumentar que un arreglo familiar particularmente desigual y sexista es injusto, no hay que mostrar que a las mujeres les habría ido comparativamente mejor si no existiera la familia (”Si piensa que las divisiones familiares actuales son injustas para las mujeres, ¿por qué no se van a vivir fuera de las familias?”).
Ese no es el tema: las mujeres que buscan un arreglo mejor dentro de la familia no están proponiendo como alternativa la posibilidad de vivir sin ella. El centro de la contienda es si en los acuerdos institucionales existentes la división de beneficios dentro del sistema familiar es gravemente desigual en comparación con otros acuerdos alternativos posibles.
La consideración en la que se concentraron muchos de los debates sobre la globalización, a saber, si los pobres también se benefician del orden económico establecido, es un enfoque completamente inadecuado para evaluar lo que hay que evaluar. Lo que se debe preguntar, en cambio, es si es factible que obtengan un arreglo mejor -y más justo-, con menos disparidades de las oportunidades económicas, sociales y políticas y, de ser así, a través de qué nuevos acuerdos internacionales e internos esto podría llevarse a cabo. Allí radica el verdadero compromiso.

La posibilidad de mayor justicia

Sin embargo, antes tenemos que discutir algunos temas. ¿Acaso es posible un arreglo global más justo sin trastornar totalmente el sistema globalizado de relaciones económicas y sociales? En particular, debemos preguntar si el arreglo que los diferentes grupos obtienen de las relaciones económicas y sociales globalizadas puede cambiarse sin socavar o destruir los beneficios de la economía de un mercado global.
La convicción, que muchas veces se invoca de manera implícita en las críticas antiglobalización, de que la respuesta debe ser negativa desempeñó un papel importante al generar pesimismo respecto del futuro del mundo con mercados globales, y éste es el origen del nombre elegido por las protestas antiglobalización.
Hay una suposición extrañamente común de que existe “el resultado del mercado”, sin importar cuáles son las reglas de la operación privada, de las iniciativas públicas y de las instituciones que no pertenecen al mercado que están combinadas con la existencia de mercados. En efecto, esa respuesta está totalmente equivocada, como puede fácilmente verificarse.
La economía de mercado es coherente con muchos patrones de propiedad, disponibilidades de recursos, recursos sociales y reglas de operación diferentes (tales como leyes de patentes, reglamentos antimonopolios, disposiciones para el cuidado de la salud y apoyo económico, etc.). Y según estas condiciones, la propia economía de mercado generaría distintos grupos de precios, condiciones comerciales, distribuciones de ingresos y, más en general, muchos diferentes resultados globales.
Por ejemplo, cada vez que se establecen hospitales públicos, escuelas o universidades, o se transfieren recursos de un grupo a otro, los precios y las cantidades reflejadas en el resultado del mercado se alteran en forma ineludible. Los mercados no actúan solos, ni pueden hacerlo. No existe “el resultado del mercado” más allá de las condiciones que rigen los mercados, incluida la distribución de los recursos económicos y de la propiedad. La introducción o la mejora de acuerdos institucionales para la seguridad social y otras intervenciones públicas también pueden producir diferencias significativas en el resultado.
La cuestión central no es –y no puede ser– si aceptar o no la economía de mercado. Esa pregunta superficial es de fácil respuesta. En la historia mundial, ninguna economía logró jamás una prosperidad generalizada que fuera más allá del nivel de vida elevado de la élite, sin hacer un uso considerable de los mercados y de las condiciones de producción dependientes de ellos.
No es difícil llega a la conclusión de que es imposible lograr una prosperidad económica general si no se hace un uso extensivo de las oportunidades de intercambio y especialización que ofrecen las relaciones del mercado. Esto no niega en absoluto el hecho básico de que la operación de la economía de mercado puede ser significativamente defectuosa en muchas circunstancias debido a la necesidad de tratar con productos que se consumen en forma colectiva (tales como los establecimientos de salud pública) y también (como se analizó recientemente) debido a la importancia de la información asimétrica y en general imperfecta que pueden tener los diferentes participantes en la economía de mercado.
Por ejemplo, el comprador de un automóvil usado sabe mucho menos acerca del auto que el dueño que lo vende, de modo que las personas deben tomar sus decisiones de intercambio con una ignorancia parcial y con un conocimiento desigual. Sin embargo, estos problemas, que son importantes y serios, pueden tratarse mediante políticas públicas apropiadas que complementen el funcionamiento de la economía de mercado. Pero sería difícil prescindir por completo de la institución de los mercados sin socavar del todo las perspectivas de progreso económico.
Sin duda, usar los mercados no es tan distinto de hablar en prosa. No es fácil prescindir de ella, pero mucho depende de qué prosa escojamos para hablar.
La economía de mercado no funciona sola en las relaciones globalizadas; de hecho, no puede operar sola ni siquiera dentro de un país dado. No se trata sólo de que un sistema global que incluye el mercado pueda generar resultados ampliamente distintos según diversas condiciones (tales como de qué manera se distribuyen los recursos físicos, de qué manera se desarrollan los recursos humanos, qué reglas de relaciones comerciales prevalecen, qué seguros sociales existen, cuán extensivamente se comparte el conocimiento técnico, etc.), pero también estas condiciones dependen críticamente de las instituciones económicas, sociales y políticas que operan en el ámbito nacional y global.
Como se demostró ampliamente en estudios empíricos, la naturaleza de los resultados del mercado está muy influida por las políticas públicas en educación y alfabetización, epidemiología, reforma agraria, facilidades para microcréditos, protección legal apropiada, etc., y en cada uno de estos campos hay mucho por hacer a través de la acción pública que puede alterar de manera radical el resultado de las relaciones económicas locales y globales.
Es necesario comprender y utilizar esta clase de interdependencias para superar las desigualdades y las asimetrías que caracterizan a la economía mundial. Por sí sola, la mera globalización de las relaciones de mercado puede ser un medio totalmente inadecuado para alcanzar la prosperidad mundial.

miércoles, 29 de junio de 2011

LA RADICALIDAD DEL MAL BANAL


Ppor Julián Marrades
(Universitat de València)
1. Introducción
En su libro Eichmann en Jerusalén, Hanna Arendt acuñó el concepto de banalidad del mal para caracterizar una forma de perversidad que no se ajustaba a los patrones con que nuestra tradición cultural ha tratado de representarse la maldad humana. Polemizando con Gersholm Scholem, quien le reprochó haber defendido aquí una tesis contradictoria con el análisis desarrollado en su obra anterior Los orígenes del totalitarismo, Arendt le reconoció haber rectificado de opinión: "Ahora estoy convencida de que el mal nunca puede ser «radical», sino únicamente extremo, y que no posee profundidad ni tampoco ninguna dimensión demoníaca. Puede extenderse sobre el mundo entero y echarlo a perder precisamente porque es un hongo que invade las superficies. Y «desafía el pensamiento», tal como dije, porque el pensamiento intenta alcanzar cierta profundidad, ir a la raíz, pero cuando trata con la cuestión del mal esa intención se ve frustrada, porque no hay nada. Esa es su «banalidad». Solamente el bien tiene profundidad y puede ser radical".
La expresión 'mal radical' remite a Kant, quien la introdujo en su obra La religión dentro de los límites de la mera razón para referirse a una propensión de la voluntad a desatender los imperativos morales de la razón. La propia Arendt aludía expresamente a Kant en la segunda edición revisada de Los orígenes del totalitarismo: "Es inherente a toda nuestra tradición filosófica el que no podamos concebir un «mal radical», y ello es cierto tanto para la teología cristiana, que concibió incluso para el mismo demonio un origen celestial, como para Kant, el único filósofo que, en término que acuñó para este fin, debió haber sospechado al menos la existencia de este mal, aunque inmediatamente lo racionalizó en el concepto de una «mala voluntad pervertida», que podía ser explicada por motivos comprensibles". Arendt emplea aquí la expresión 'mal radical' para referirse a los crímenes perpetrados en los campos de concentración nazis. Aunque no explica en qué consiste la radicalidad de ese mal, sitúa su especificidad en que era "anteriormente desconocido para nosotros" y en que es "un mal absolutamente incastigable e imperdonable que ya no puede ser comprendido ni explicado por los motivos malignos del interés propio, la sordidez, el resentimiento, el ansia de poder y la cobardía". En todo caso, al referirse a Kant insinúa una discrepancia importante: mientras que el mal radical designa en Kant una perversión que podemos entender por referencia a motivos, el mal radical al que Arendt se refiere no es racionalizable.
Entre la publicación de la segunda edición de Los orígenesdel totalitarismo, en 1958, y la confesión a Scholem de 1964, tuvo lugar en Jerusalén el juicio contra el criminal de guerra nazi Adolf Eichmann, a cuya vista asistió Arendt. El concepto de banalidad del mal surgió precisamente para dar cuenta de un modo de proceder que, en su opinión, respondía al perfil de un delincuente de nuevo cuño. Años más tarde, en la introducción a La vida del espíritu, Arendt diría a propósito de Eichmann: "Me impresionó la manifiesta superficialidad del acusado, que hacía imposible vincular la incuestionable maldad de sus actos a ningún nivel más profundo de enraizamiento o motivación. Los actos fueron monstruosos, pero el responsable —al menos el responsable efectivo que estaba siendo juzgado— era totalmente corriente, del montón, ni demoníaco ni monstruoso". En Eichmann descubrió Arendt un agente del mal capaz de cometer actos objetivamente monstruosos sin motivaciones malignas específicas. La falta de correlación entre el daño causado y los motivos subjetivos está en la base del desplazamiento conceptual de Arendt desde el mal radical al mal banal: los peores crímenes no requieren un fundamento positivo en el agente, sino que pueden surgir de un déficit de pensamiento.
No entraremos aquí a valorar si ese desplazamiento significó una revisión de su análisis tan decisiva como la propia Arendt afirma. Nuestro interés se orienta en otra dirección. Con su idea de la banalidad del mal Arendt reemplazó su anterior idea del mal radical, la cual, a su vez, difería de la concepción kantiana. La cuestión que nos proponemos abordar es en qué medida la nueva posición de Arendt se aproxima a la teoría kantiana del mal radical.
2. Arendt: del mal radical a la banalidad del mal
Hanna Arendt analizó en Los orígenes del totalitarismo la institución concentracionaria como un instrumento característico del sistema totalitario. De su análisis se desprende que el Lager no era un fenómeno aislado y excepcional, destinado a neutralizar o eliminar elementos más o menos marginales de la población, sino una institución esencial del sistema, que desempeñaba funciones específicas en el programa de dominación total de la sociedad. El campo de concentración era un terreno de entrenamiento donde élites adoctrinadas podían aplicar aquel programa en condiciones de laboratorio, para obtener conclusiones generalizables al conjunto de la sociedad a partir de su experimentación controlada. Contemplado bajo esta perspectiva, el sistema de dominación impuesto a los deportados en el interior del Lager constituía una radicalización extrema, realizada a pequeña escala, de un programa orientado a destruir la personalidad jurídica, la conciencia moral y la individualidad personal de todos los miembros de la sociedad totalitaria.
La destrucción de la persona jurídica en el ser humano se lleva a cabo al desvincular de sus actos su condición de víctima. Los campos no están destinados a individuos inculpados de delitos que deben cumplir una pena previamente definida y sancionada, sino a masas inocentes de la población que han caído en desgracia ante los dirigentes, no por lo que han hecho, sino por lo que son. Quien ha sido detenido arbitrariamente, sabe que ha pasado a depender de otro de tal modo que nada puede reclamarle. Sabe que no es objeto de injusticia, pues ello presupondría el reconocimiento de un orden normativo que en el Lager no existe. El verdugo no justifica el trato que dispensa a la víctima, pues si reconociera que el daño que le causa es justo, estaría apelando a un marco compartido de normas y valores, y esto es precisamente lo que pretende destruir al negar todo derecho a la víctima. Ningún valor tiene, pues, lo que el individuo decida libremente hacer. Negar el principio de responsabilidad de los propios actos es desmantelar la base sobre la que se asienta el orden jurídico.
La destrucción de la personalidad moral se lleva a cabo mediante la anulación de la capacidad de juzgar y elegir entre el bien y el mal. En las condiciones del Lager, ese objetivo se alcanza poniendo al individuo en situaciones en que, haga lo que haga, tendrá motivos para lamentar lo que ha hecho. La víctima del poder totalitario no puede elegir entre el bien y el mal, pues la única alternativa que le queda para evitar un mal es cometer otro: colaborar con el verdugo, para eludir su propia muerte; suicidarse, para no dañar a otros. Allí donde resulta imposible hacer el bien, la víctima acaba asumiendo la conciencia de ser un cómplice de su verdugo en su propio envilecimiento. Suprimir la frontera entre el bien y el mal, de manera que cualquier cosa pueda resultar aceptable; borrar los límites entre la verdad y la mentira, de tal modo que cualquier cosa sea creíble. Así es como intenta el sistema totalitario liquidar la conciencia del individuo como instancia última de juicio moral.
La destrucción de la individualidad personal se orienta a la negación de la espontaneidad, del poder del ser humano, en cuanto ser vivo, de iniciar por sí mismo cursos de acción, y no sólo de reaccionar pautadamente a estímulos externos. En el Lager, la negación de la individualidad se lleva a cabo mediante un conjunto de prácticas orientadas a anular las diferencias individuales, a dañar la integridad física y mental, a minar la autoestima y la conciencia de la propia dignidad. Ese proceso destructivo culmina cuando el hombre queda reducido a un muñeco fantasmal, cuyo comportamiento no es más que un haz de reacciones, la última de las cuales es dirigirse como un robot hacia su propia muerte en la cámara de gas. El musulmán es el caso límite, producido artificialmente en condiciones de laboratorio, del individuo a quien se ha logrado extirpar la espontaneidad como expresión del comportamiento humano. El resultado no es la animalización del hombre, sino su cosificación. Pues el perro de Pavlov, aunque fuera un animal pervertido —había sido preparado para comer aun cuando no tuviera hambre—, era aún un ser vivo, pues comía, mientras que el musulmán es una marioneta con rostro humano que ya no actúa, sino sólo reacciona. Borrar la frontera entre lo probable y lo improbable, de manera que pueda esperarse cualquier cosa. Así puede expresarse el ideal totalitario de negación de la individualidad del hombre.
¿Dónde está la novedad de este programa de aniquilación de lo humano? Contra toda apariencia, no hay que buscarla en el capítulo de los horrores. La historia nos presenta ejemplos de matanzas desenfrenadas de poblaciones hostiles tras una victoria militar; de exterminio de poblaciones nativas tras procesos de conquista y colonización; de esclavización de masas humanas. Ni siquiera los campos de concentración fueron una invención de los nazis. Lo verdaderamente peculiar de la dominación totalitaria queda ejemplificado en el cambio que se produjo cuando el control de los campos pasó de las SA a las SS. Arendt lo caracteriza en estos términos:
En los primeros campos de concentración y en las celdas de la Gestapo [se dio] una tortura irracional y de tipo sádico. Utilizada en su mayor parte por los hombres de las SA, no perseguía objetivos ni era sistemática, sino que dependía de la iniciativa de elementos considerablemente anormales. La mortalidad era tan alta que sólo unos pocos internados de los campos de concentración de 1933 sobrevivieron a aquellos primeros años. Este tipo de tortura parecía ser, no tanto una calculada institución política, como una concesión del régimen a sus elementos criminales y anormales, que eran así premiados por los servicios prestados. Tras la ciega bestialidad de las SA existía a menudo un odio y un resentimiento profundos contra los que social, intelectual o físicamente eran mejores que ellos, quienes ahora, como si se hubiesen hecho realidad sus sueños más salvajes, se encontraban en el poder. Ese resentimiento, que nunca se extinguió enteramente en los campos, nos sorprende como el último vestigio de un sentimiento humanamente comprensible.
El verdadero horror comenzó, sin embargo, cuando los hombres de las SS se encargaron de la administración de los campos. La antigua bestialidad espontánea dio paso a una destrucción absolutamente fría y sistemática de los cuerpos humanos, calculada para destruir la dignidad humana. La muerte se evitaba o se posponía indefinidamente. Los campos ya no eran parques de recreo para bestias con forma humana, es decir, para hombres que realmente correspondían a instituciones mentales y a prisiones; se tornó cierto lo opuesto: se convirtieron en «terrenos de entrenamiento» en los que hombres perfectamente normales eran preparados para llegar a ser miembros de pleno derecho de las SS.
La filosofía, la teología y la literatura occidentales nos suministran diferentes conceptualizaciones y encarnaciones del mal. En sus expresiones extremas, el agente del mal se mueve por orgullo (Lucifer), por envidia (Caín), por odio (Yago), por resentimiento (Ricardo III), por instinto de destrucción (Sade). En este marco explicativo pueden encajar las brutalidades de las SA, pero no cuadra el informe del testigo presencial de una ejecución masiva perpetrada por una unidad de las SS, que elogiaba a ésta por haber sido tan "idealista" como para "haber soportado todo el exterminio sin la ayuda del licor". Aquí nos encontramos ante una forma del mal que no responde a motivos perspicuos. Arendt la considera, en este sentido, como una manifestación nueva: de una parte, porque se muestra reticente a las categorías tradicionales, que explican las formas extremas del mal como perversiones de sentimientos humanos; de otra, porque responde a objetivos inéditos, que se resumen en la destrucción de la idea misma de humanidad.
Acabamos de caracterizar, siguiendo a Arendt, el programa de dominación totalitaria a través del intento de borrar las fronteras entre inocencia y culpabilidad, bien y mal, verdad y mentira, probabilidad e improbabilidad, de manera que cualquier cosa pueda resultar aceptable, creíble y esperable. El lema 'Todo es posible' es la expresión del nihilismo del sistema totalitario. Ese lema mina la confianza en la razón como legisladora de la naturaleza y fuente de normas, pues la idea de un orden racional excluye ciertas cosas como imposibles porque reconoce otras como necesarias. La creencia de que todo es posible es el corolario de la tesis de que no existe ninguna estructura de necesidad, ningún orden normativo. Si el antiguo agente del mal presuponía una legalidad divina o natural para poder rebelarse contra ella, el nihilista totalitario niega la existencia de cualquier orden trascendente. En aquél, el lema 'Todo está permitido' expresaba la voluntad de infringir cualquier norma que impidiese la satisfacción de los propios deseos; en éste, en cambio, es la consecuencia práctica de que no hay ninguna instancia de validez universal que pueda ser infringida. La destructividad del agente demoníaco era compatible con una voluntad de autoafirmación que se realizaba mediante la infracción de toda ley. El nihilista totalitario, en cambio, destruye al hombre real porque, no habiendo ninguna estructura normativa, es posible diseñar y fabricar otro hombre a voluntad de quien tiene el poder. La facultad de crear no es prerrogativa de Dios, sino de quien detenta el poder absoluto. El hombre nuevo que hay que fabricar es alguien que carece de personalidad jurídica, de conciencia moral y de espontaneidad vital, y se reduce a ser una pieza de una entidad colectiva —la nación, el pueblo, el sistema—, que usurpa las cualidades del verdadero individuo. El hombre nuevo es una 'pieza', por cuanto es intercambiable y sustituíble, y porque no actúa espontáneamente, sino que sólo reacciona. Es y sólo debe ser una cosa, pues sólo en cuanto tal puede ser fiablemente dominado en cada aspecto de su vida.Todos los rasgos que exceden de este concepto del hombre-cosa —es decir, todas las cualidades que definen el ideal clásico de humanidad— son superfluas y, en consecuencia, es normal que sean eliminadas por el sistema totalitario:
Los hombres, en tanto que son algo más que reacción animal y realización de funciones, resultan enteramente superfluos para los regímenes totalitarios. El totalitarismo busca, no la dominación despótica sobre los hombres, sino un sistema en que los hombres sean superfluos. El poder total sólo puede ser logrado y salvaguardado en un mundo de reflejos condicionados, de marionetas sin el más ligero rasgo de espontaneidad. Precisamente porque los recursos del hombre son tan grandes, sólo puede ser completamente dominado cuando se convierte en espécimen de la especie animal hombre.
Podemos conjeturar que este programa totalitario constituía para Arendt una forma de 'mal radical', en tanto que no era explicable por referencia a las motivaciones usuales por las que se nos hace inteligible el daño causado a otros. Esas motivaciones se resumen en alguna forma de egoísmo o interés propio, en virtud del cual el daño se le aparece al agente como un medio para lograr algún tipo de bien. Lo que Arendt destaca es que el agente del mal ejemplificado por las SS no obraba por ningún motivo de esta naturaleza. Él se veía a sí mismo como instrumento de un programa de eliminación de lo humano del que formaban parte el asesinato y la tortura como simples técnicas de gestión o como efectos colaterales exigidos por el funcionamiento del sistema. La dificultad que plantea explicar y comprender esos crímenes puede inducir a situar aquéllos fuera del umbral de lo 'humano' y a relegarlos al plano de lo 'bestial', lo 'monstruoso' o lo 'diabólico'. Pero nada hay en la caracterización arendtiana del agente del mal radical que autorice esta asimilación. Si hay un sentido en el cual el mal radical puede considerarse inhumano, es en la acepción corriente de no dejarse explicar por referencia a móviles pasionales. Pero hay otro sentido en el cual esos crímenes son obviamente humanos: en tanto que cometidos por hombres perfectamente normales que habían sido entrenados para obrar de acuerdo con un plan racional de liquidación de lo humano en tanto que material desechable.
En 1961, diez años después de la publicación de Los orígenes del totalitarismo, Hanna Arendt fue comisionada por el New Yorker para informar a sus lectores del curso del juicio a celebrar en Jerusalén contra Adolf Eichmann. Una de las consecuencias teóricas que tuvo para Arendt el conocimiento de este caso, fue la revisión de su anterior teoría sobre el agente de la dominación totalitaria. A pesar del grado que ostentaba y de los crímenes que se le atribuían, Eichmann no encajaba en el análisis del mal ofrecido en Los orígenes del totalitarismo. Lo interesante del nuevo enfoque es que dibuja un agente del mal que, lejos de reducirse a sectores minoritarios bien regimentados y fuertemente ideologizados, se extiende a una amplia masa social desideologizada y anónima que contribuyó, activa o pasivamente, a la implantación del régimen nazi.
Recordemos algunos hechos. Adolf Eichmann ingresó en 1932, cuando contaba 26 años de edad, en el partido nacionalsocialista y en las SS. Kaltenbrunner, un abogado de Linz, le había dicho: «¿Por qué no ingresas en las SS?», a lo que Eichmann contestó: «¿Y por qué no?». Así ocurrió. En la vista oral del juicio dijo: "Fue como si el partido me hubiera absorbido en su seno, sin que yo lo pretendiera, sin que tomara la oportuna decisión. Ocurrió súbita y rápidamente". Eichmann no se tomó interés en informarse sobre el partido, cuyo programa ni siquiera conocía, y tampoco había leído Mein Kampf. Lo que sintió el 8 de mayo de 1945, fecha oficial de la derrota de Alemania, lo describió ante el tribunal con estas palabras: "Comprendí que tendría que vivir una difícil vida individualista, sin un jefe que me guiara, sin recibir instrucciones, órdenes ni representaciones, sin reglamentos que consultar, en pocas palabras, ante mí se abría una vida desconocida, que nunca había llevado".
En el período de trece años que media entre esas dos fechas, Eichmann hizo carrera en el Servicio de Seguridad de las SS, en cuyo departamento destinado a los judíos desempeñó, como funcionario de grado medio, tareas de planificación y organización en las deportaciones masivas de judíos a los campos de concentración. El tribunal que lo juzgó consideró probada su participación en la muerte de millones de seres humanos, condenándole a la pena de muerte por la comisión de quince delitos, varios de ellos contra la humanidad y contra el pueblo judío. Eichmann, que durante el proceso sólo se reconoció culpable de ayudar y tolerar la comisión de los delitos de los que se le acusaba, pero que alegó no haber realizado nunca ni un solo acto directamente encaminado a su consumación, al conocer la sentencia hizo una última declaración, en la que expresó que sus esperanzas de justicia habían quedado defraudadas, porque el tribunal no le había comprendido ni había creído sus palabras. "Él jamás odió a los judíos, y nunca deseó la muerte de un ser humano. Su culpa provenía de la obediencia, y la obediencia es una virtud harto alabada. Él no formaba parte del reducido círculo directivo, él era una víctima, y únicamente los dirigentes nazis merecían el castigo [...] Eichmann dijo: «No soy el monstruo en que pretendeis transformarme..., soy la víctima de un engaño»".
A pesar de que, en efecto, el fiscal había presentado a Eichmann como una personalidad perversa y sádica, los jueces no compartieron esta opinión, pues en tal caso hubieran debido enviarle a un manicomio. Tras los informes periciales de seis psiquiatras que habían certificado que Eichmann era un hombre normal, el tribunal consideró "un hecho indiscutible que Eichmann no constituía un caso de enajenación en el sentido jurídico, ni tampoco de insania moral". ¿Cómo se explicaron, entonces, que Eichmann rechazara haber tenido pleno conocimiento de la naturaleza criminal de sus actos? La respuesta de Arendt es que los jueces prefirieron concluir que se hallaban ante un embustero. Como persona normal que era, Eichmann fue consciente de sus crímenes, pero trató de ocultarlo sistemáticamente ante el tribunal para evadir responsabilidades.
Arendt no cuestiona la normalidad de Eichmann, en tanto en cuanto no constituía una excepción en el régimen nazi (aunque no era éste, evidentemente, el sentido en que peritos y jueces consideraban normal a Eichmann). Y tampoco pone en duda su sinceridad cuando, a la pregunta de si no sentía ningún cargo de conciencia por lo que había hecho, respondió que "hubiera llevado un peso en ella en el caso de que no hubiese cumplido las órdenes recibidas, las órdenes de llevar a la muerte a millones de hombres, mujeres y niños, con la mayor diligencia y meticulosidad". Como es difícil de admitir que una persona normal —en el sentido del tribunal, es decir, alguien que no sea débil mental, sádico, fanático o cosas por el estilo— reconozca esto sinceramente, resultaba bastante lógico concluir, como hizo el tribunal, que sólo podía tratarse de un mentiroso. Arendt, en cambio, propone otra explicación: puesto que Eichmann no era un estúpido, ni un monstruo, ni un doctrinario, y en conjunto su testimonio podía considerarse veraz, su conclusión es que fue "la pura y simple irreflexión" la que le hizo "totalmente incapaz de distinguir el bien del mal" y le predispuso a convertirse en el mayor criminal de su tiempo.
Para entender su punto de vista, conviene señalar que la incapacidad que Arendt atribuye a Eichmann no es una especie de insensibilidad moral, en virtud de la cual la distinción entre bondad y maldad careciera de sentido para él. Dicho de otro modo, Eichmann no era un idiota moral. La clave adecuada para entender el tipo de incapacidad de que se trata se halla en una teoría del juicio que Arendt elaboró a partir del análisis del gusto desarrollado por Kant en la Crítica de la facultad de juzgar. Kant había sostenido ahí que el juicio estético no se basa en algún concepto o regla que nos permite deducir si un objeto es bello o feo, sino en un sentido común (gemeine Menschenverstand) que se orienta hacia la objetividad en tanto en cuanto adopta la máxima intersubjetiva de tomar en cuenta los puntos de vista de los demás. Yendo más allá de Kant, Arendt extiende esta función reflexionante de la facultad de juzgar al juicio moral y al juicio político. En su opinión, el juicio moral sobre la bondad o maldad de una acción particular no descansa en la posibilidad de subsumirla bajo alguna norma general, pues, así como los enunciados que expresan leyes naturales tienen por anticipado un sentido que permite explicar los fenómenos como casos particulares de dichas leyes, en cambio las reglas o principios prácticos no determinan el valor moral de las acciones humanas, sino que sólo a partir de un discernimiento de las circunstancias particulares podemos tratar de elevarnos hacia un punto de vista más general. De este modo, la formación del juicio moral y del juicio político es concebida por Arendt como un proceso de pensamiento genuinamente discursivo basado en lo que Kant llamaba una 'mentalidad amplia', que Arendt entiende como la capacidad de considerar un asunto desde diversos puntos de vista, teniendo en cuenta los criterios de los que están ausentes, no para adoptarlos, sino tratando "de ser y de pensar dentro de mi propia identidad tal como en realidad no soy". En la medida en que consideraba esencial para la formación del juicio el ejercicio de esta capacidad, Arendt rechazó la idea de que las costumbres y normas socialmente aceptadas pudieran constituirse en fundamento del comportamiento moral, y sostuvo que, en última instancia, éste ha de basarse en el juicio considerado como un acto del pensamiento independiente, como una toma de posición libre y responsable del individuo que ha reflexionado sobre el problema desde un modo de pensar amplio que aspira a ser representativo e imparcial.
Aquí es, precisamente, donde entran en juego las consideraciones de Arendt sobre el cambio que impuso el totalitarismo nazi en relación con las pautas sociales de comportamiento moral. Es un hecho indiscutible que, con rapidez y facilidad sorprendentes, el sistema moral vigente hasta entonces fue reemplazado durante la época nazi por un sistema nuevo que invertía muchos de los antiguos valores, imponiendo frente al 'no matarás' el 'debes matar'. ¿Cómo fue ello posible? En opinión de Arendt, el nuevo sistema pudo imponerse como lo hizo, en la medida en que una amplia masa de gente se había orientado hasta entonces en su comportamiento moral por el seguimiento ciego de las costumbres y pautas establecidas. Carentes de un pensamiento independiente en asuntos morales y políticos, esas personas pudieron adoptar el nuevo sistema sin mayores conflictos, pues con ello no hacían más que seguir refugiándose en las normas aceptadas. Ciertamente, hasta entonces lo normal había sido no matar judíos. Pero, quienes habían observado esta máxima irreflexivamente, podían ver ahora como normal el matar judíos, si habían sucumbido a la nueva norma de anteponer la particularidad alemana —el interés de la nación alemana, de su cultura, de su raza— a cualquier otra consideración. Para quienes aceptaron esta visión y se dejaron además convencer por la propaganda nazi de que los judíos constituían una amenaza para el pueblo alemán, matar judíos podía llegar a convertirse incluso en un deber. No es acertado suponer que esta gente había sucumbido a alguna especie de perversión que los había convertido en seres insensibles y monstruosos, pues en otros aspectos de sus vidas seguían manifestando sentimientos morales similares a los que habían tenido hasta entonces. Tampoco cabe conjeturar que habían padecido una suerte de enajenación moral transitoria que les había hecho cerrar sus oídos a la voz de su conciencia, pues antes tampoco habían atendido a esa voz; simplemente, esa falta de atención no había tenido las consecuencias dañinas que ahora tenía. Para explicar cómo la sociedad respetable había acatado el nuevo sistema de normas nazi y llegado a ver como normal matar judíos por el mero hecho de serlo —es decir, por el hecho de ser diferentes de ellos, los alemanes—, puede resultar más orientador apelar a una dejación culpable de su capacidad de juzgar. Si enjuiciar una determinada acción como buena o mala implica pensarla en conexión con el punto de vista de otros, entonces para ver un mal en matar judíos hay que ser capaz de pensar la acción también desde el punto de vista del judío, lo cual implica ensanchar reflexivamente la propia identidad para dar cabida en ella a algo que inicialmente le era ajeno. Por el contrario, quien acepta por norma que lo verdaderamente importante y decisivo entre 'ellos' y 'nosotros' es lo diferenciador, renuncia a emprender mediante el pensamiento aquel movimiento de ampliación de lo propio y, no viendo en el otro más que a un extraño, se incapacita para ver nada malo en el hecho de destruirlo.
Es esta renuncia a juzgar lo que Arendt descubrió en Eichmann y consideró que podía ayudar a entender, no sólo el nuevo tipo de criminal que encarnaba en cuanto cooperador activo de una política de asesinato masivo, sino también la colaboración, en formas y grados diversos, de una amplia masa de la población alemana en el mantenimiento del régimen nazi. Su noción de la banalidad del mal debe entenderse, más que como una pieza de una teoría general del mal, como un instrumento conceptual para dar cuenta del daño que puede seguirse de la abdicación de la facultad de juzgar. Lo que tiene de banal el mal cometido por Eichmann no está en lo que hizo, sino en por qué lo hizo. El daño que causó, y del cual Arendt le considera responsable, fue monstruoso. Pero todavía resulta más aterrador cuando se advierte que la raíz subjetiva de sus crímenes no estaba en firmes convicciones ideológicas ni en motivaciones especialmente malignas. La banalidad del mal apunta precisamente a esta ausencia en el agente de un fundamento positivo del daño que inflige. En este punto, Eichmann se asemejaba inquietantemente al hombre del montón. La única característica notable que se podía detectar en su comportamiento pasado y en el que manifestó a lo largo del juicio y de los exámenes policiales que le precedieron, fue algo enteramente negativo: falta de reflexión. Como lo hiciera durante el régimen nazi, Eichmann se desenvolvía bien en el juicio siempre que pudiera recurrir a procedimientos rutinarios, frases hechas, estereotipos y códigos estandarizados de conducta y expresión. Pero se encontraba bloqueado ante los requerimientos que los acontecimientos ordinarios ejercen sobre nuestra atención en virtud de su misma existencia. Era incapaz de atender a esos requerimientos, de pensar por sí mismo, de tomar decisiones razonadas. Y no cabía atribuir su falta de reflexión ni a olvido ni a estupidez. La ausencia de pensamiento funcionaba, más bien, como un escudo que lo protegía de la realidad.
3. Kant y el mal radical
Siendo así que el bien moral consiste, según Kant, en la libre sujeción de la voluntad a la ley dictada por la razón, bastará con que la voluntad no se determine a obrar por el solo respeto al deber para que no sea buena, es decir, para que el bien no se realice. La cuestión es si una voluntad no buena es necesariamente mala, o cabe la posibilidad de que sea indiferente. La respuesta de Kant es que una voluntad no buena es una voluntad mala, y que la negación del bien que el mal comporta no consiste en la mera ausencia de bien, en cuyo caso cabría representarse la transición del uno al otro como una gradación continua, sino que exige ser conceptualizada como una oposición real entre dos términos contrarios. En consecuencia, la falta de buena voluntad no denota una indiferencia con respecto al móvil moral del respeto a la ley, sino que indica la presencia de un motivo contrario. Siendo así que el acuerdo de la voluntad con la ley moral en que consiste el bien no se produce espontáneamente, sino que resulta de una elección por la cual la ley llega a ser el único motivo determinante del libre albedrío, el mal sólo puede producirse como resultado de un motivo opuesto, tras el cual se esconde la intención positiva de convertir ese motivo en una máxima de conducta.
El problema para Kant consiste, entonces, en determinar cuál es el motivo contrario a la moralidad y dónde arraiga. En cuanto a lo primero, ese motivo no se encuentra en las inclinaciones mismas, que se resumen en el móvil sensible del amor a sí mismo. Pero tampoco consiste en una voluntad anti-racional, es decir, animada por la sola intención de rebelarse contra la ley moral y de hacer de esa rebelión el motivo determinante de su libertad. Kant descarta esta posibilidad, sobre la base de que la libertad se le presenta al hombre como constitutivamente ligada a la ley moral que la razón le dicta, y no como indiferencia entre la obediencia a la ley o la rebelión contra ella. Siendo así que ni la mera sensibilidad ni la sola razón proporcionan el motivo positivo por el que la voluntad elige el mal, Kant opta por situarlo en la conexión entre sensibilidad y razón que caracteriza a la condición humana. Dada la supremacía ideal de la razón, el bien consiste en subordinar el amor a sí mismo al respeto a la ley, mientras que el mal consiste en invertir este orden de iure y en subordinar el imperativo racional al sensible.
Por lo que respecta a su arraigo en el hombre, Kant sostiene que el mal moral no deriva de las disposiciones originales del hombre a la animalidad, la humanidad y la personalidad, pues éstas son disposiciones al bien, aunque algunas de ellas puedan dar origen a vicios. Más bien inhiere en una propensión contingente del libre albedrío a determinarse por motivos diferentes al solo respeto a la ley. Tal propensión es natural e inextirpable, aunque ha de ser posible prevalecer sobre ella, pues es compatible en el hombre con una voluntad buena en general. En la base de tal propensión hay un acto intencional, una decisión libre, aunque es imposible determinar su origen y el modo en que ha sido contraída, pues cualquier explicación en este sentido implicaría un intento de franquear el abismo insalvable que separa el orden nouménico de la libertad del orden fenoménico de la necesidad causal.
Dejando de lado las razones que pudieran haber impulsado a Kant a injertar en la naturaleza humana una tendencia al mal moral, es importante señalar que la propensión al mal que Kant llama mal radical no es una disposición a querer contrariar la ley moral, sino a desentenderse de la pureza de intención y a subordinar el seguimiento de la ley a motivos no morales. Concretamente, él describe este mal radical como una tendencia a
engañarse a sí mismo acerca de las intenciones buenas o malas y, con tal que las acciones no tengan por consecuencia el mal que conforme a sus máximas sí podrían tener, no inquietarse por la intención propia, sino más bien tenerse por justificado ante la ley. De aquí procede la tranquilidad de conciencia de tantos hombres [...] Esta deshonestidad consistente en mostrarse a sí mismo fantasmagorías, que impide el establecimiento de una genuina intención moral en nosotros, se amplía al exterior en falsedad y engaño a otros.
Kant contempla aquí el mal radical desde una perspectiva fenomenológica. Llama la atención que su descripción no contenga ninguna referencia explícita a la relación entre sensibilidad y razón que ha servido de base para su explicación de la estructura antropológica del mal moral. Siendo así que éste consiste en una inversión del orden que debe prevalecer entre el móvil sensible y el móvil racional, quizás cabría esperar que Kant definiera la propensión al mal como una tendencia del hombre a elegir el amor a sí mismo con preferencia al respeto a la ley moral. Pero no lo hace así, tal vez porque, si la perversidad del corazón humano consistiera en guiarse por una intención expresa de hacer prevalecer el amor a sí mismo, entonces, dado que esa perversidad es preponderante, los hombres habrían de tener una imagen de sí mismos como seres inmorales. Sin embargo, pese a la dificultad que experimentan para ser buenos, los hombres, por lo general, se sienten justificados. Puesto que Kant ve en esta necesidad de justificación un rasgo de sensibilidad moral, y por otro lado reconoce que también existe en el corazón humano una tendencia a anteponer el móvil sensible al racional, entonces ha de explicar esta tendencia en conexión con aquella necesidad. Y su explicación consiste en caracterizar la tendencia al mal en términos de una proclividad a separar la preocupación por la intención de ajustar nuestro obrar al deber que nos dicta la razón, de la preocupación por la justificación derivada del cumplimiento de la ley. Esa separación se lleva a cabo mediante un doble mecanismo: por un lado, despreocupándose de si el motivo de la acción es racional o sensible, e incluso persuadiéndose falsamente a sí mismo de que se obra por un motivo moral; por otro lado, cifrando el acuerdo con la ley en una mera conformidad externa entre la acción, objetivamente considerada, y la ley, positivamente interpretada.
Hay dos aspectos de la explicación de Kant que interesa destacar aquí. El primero afecta a su conceptualización del mal radical como una disposición o propensión. Kant distingue el mal, en cuanto propensión, de los actos que la realizan, o sea, aquellos actos en los que el individuo antepone de hecho el amor a sí mismo al respeto al deber. La distinción entre propensión y acción no responde al propósito de trazar una línea de separación entre el mal —la mala acción— y una disposición al mal que no sería propiamente mala. Pues Kant considera la propensión misma como un mal y, por tanto, como surgida de la libertad e imputable. ¿Qué sentido tiene, entonces, esa distinción? Parte de la explicación puede ser que Kant esté interesado en defender que el mal moral no hace irrupción en el mundo sólo bajo la forma de actos puntuales de la voluntad en los que buscamos expresamente satisfacer un impulso sensible, sino también, y aún antes, bajo una forma más difusa, que consiste en desatender la formación de una actitud moral. Categorizar esta forma de mal como una disposición o propensión sugiere la existencia de una continuidad con el mal actual. Kant describe el paso de la disposición al acto como un proceso gradual en que se empieza rebajando la importancia del motivo racional, se pasa luego a condicionar la obediencia a la ley al principio del amor a sí mismo y se acaba anteponiendo el motivo sensible al moral. Así pues, quien trata de justificarse cumpliendo la ley sin preocuparse de que su intención sea buena, deja un vacío de motivación moral que será ocupado por una motivación inmoral. Mientras sus actos no entren en contradicción con la ley, podrá alimentar la falsa opinión de que obra bien. Pero, como su criterio es el cumplimiento externo de la ley, el lugar que inicialmente ésta ocupaba en el fuero de su conciencia podría llegar a ser reemplazado, en función de las circunstancias, por otra instancia normativa de carácter positivo que careciera de validez racional o universal.
El otro aspecto de la explicación de Kant que interesa destacar afecta precisamente a la radicalidad de esa tendencia al mal que acabamos de caracterizar. Las acciones puntuales motivadas por el amor a sí mismo son malas, pero no radicalmente malas. En cambio, desentenderse de las verdaderas intenciones por las que se actúa es radicalmente malo, por cuanto afecta al fundamento de todas las máximas que guían la conducta, impidiendo que se forme una genuina intención moral. Ahora bien, atenerse a una norma de conducta que impide que el germen del bien se desarrolle, es contribuir a que se desarrolle el germen del mal. Para ello no se requiere una intención expresa de contravenir la ley moral; basta con que no haya interés en formar una voluntad buena.
Quizás sorprenda que Kant considere como un mal radical algo que, como él mismo reconoce, todos "nosotros hacemos diariamente". ¿Acaso no es más radical el mal que afecta a la intención expresa de subvertir el orden moral mismo, es decir, querer el mal por el mal? Rüdiger Safranski se ha preguntado si a Kant no le faltó precisamente radicalidad, al no haberse atrevido a elevar el mal al mismo nivel de absolutez que el bien. Siendo así que el bien se deja oir en nuestra conciencia como un deber categórico, es decir, como una obligación que vale porque puede sustraerse a todos los intereses empíricos, ¿por qué el mal no podría imponerse también al amor a sí mismo y hacerse valer absolutamente, por la voluntad del mal mismo? ¿Por qué, sigue preguntándose Safranski, Kant retrocede ante lo que representa Sade —la voluntad de lo absolutamente malo— como una posibilidad correlativa a la del bien?
Lo primero que habría que cuestionar es que Sade sea un buen ejemplo de lo que Kant llama "una voluntad absolutamente mala" o "un ser diabólico". El edificio entero de la ética kantiana descansa en el dato incuestionable de que la razón dicta al hombre en su conciencia la ley moral. Todo hombre siente la obligación de ser bueno. Pero la razón sólo puede dictar la ley moral si tiene eficacia para hacerla cumplir. La libertad es, precisamente, la causalidad requerida para cumplir la ley moral dictada por la razón. Ser libre significa, entonces, poder seguir la ley, o sea, tener la causalidad necesaria para seguirla; no significa poder seguirla o no seguirla, en el sentido de estar indeterminado frente a la ley. Por tanto, pensar al hombre como libre es incompatible con representárselo con la capacidad racional de negar la autoridad de la ley. La razón que dicta la obligación de la ley no puede, a la vez, desligar al hombre de tal obligación. La libertad, que es la causalidad necesaria para seguir la ley, no puede, a la vez, ser pensada como liberada con respecto a la ley que ella hace posible. Un ser diabólico sería aquél cuya razón legisladora negara la obligación que emana de ella; sería un sujeto racional cuyo único motivo de su voluntad fuera extinguir la autoridad de la ley porque es la autoridad de la ley. Un ser así tendría una razón intrínsecamente corrompida o autodestructiva. Pero el hombre no puede ser naturalmente malo en este sentido, pues tal posibilidad entra en contradicción con el Faktum de la conciencia moral. Por tanto, tampoco Sade es un ser diabólico en el sentido kantiano.
Con todo, negar que el hombre tenga una disposición natural a querer el mal no es negar que pueda cometer las mayores atrocidades. Kant habla, por ejemplo, de los "vicios bestiales" que se siguen de "la salvaje ausencia de ley", entre los cuales incluye los actos de "crueldad no provocada". No menos horribles pueden ser ciertos "vicios de la cultura" que se cometen en las guerras entre estados civilizados. Si, a pesar de ello, niega que tales actos sean diabólicos, es porque considera que el hombre sólo puede realizarlos por algún interés. Y si puede hacerlo así, es debido a su constitución heterogénea, en virtud de la cual su voluntad está siempre sometida al doble influjo de móviles racionales y móviles sensibles.
Se podría objetar a esto que hay individuos que obran el mal fríamente, es decir, sin obedecer aparentemente a ningún móvil sensible. ¿No se dice del individuo psicopático que es un ser insensible a los requerimientos morales? Desde premisas kantianas, cabe replicar que, si el psicópata tiene sentido del bien y del mal, entonces su opción por el mal no es independiente de todo móvil sensible (sólo es 'fría' comparativamente, no en términos absolutos); y si carece del sentido del bien y del mal, entonces no puede atribuírsele un móvil moral o antimoral a lo que hace —el móvil de oponerse al bien—, sino que se comporta como un ser meramente bestial (como alguien que sólo actúa por móviles sensibles, como un ser amoral, no como una persona). Bajo ninguno de los dos supuestos encaja esta figura en el concepto kantiano del 'ser diabólico'. Con todo, podemos aún preguntarnos si no sería más radical el mal cometido con voluntad de cometerlo, aunque tal voluntad no sea puramente racional, que el mal que consiste en seguir la máxima suprema del amor a sí mismo. ¿No habría que reconocer, pues, con Safranski, que "la imagen del mal en Kant es sorprendentemente ingenua"? Sin duda, al negarse a reconocer la posibilidad de una corrupción intrínseca de la voluntad humana, Kant conserva ciertos rasgos del optimismo ilustrado que veía en el hombre una disposición originaria al bien. Sin embargo, Kant se aleja de una interpretación ingenua de esa confianza en la naturaleza humana, al afirmar que también hay en ella una tendencia a que la voluntad del bien no impere, en la forma de una propensión a desentenderse de la pureza de intención.
Lo inquietante de esa propensión, cuando una persona la convierte en máxima suprema de su vida, es que la empuja, de manera casi imperceptible, por una pendiente que puede llevarla a cometer las mayores atrocidades sin perder la tranquilidad de conciencia. No creo que Kant necesitara recurrir a dos teorías diferentes para explicar el comportamiento de Eichmann y el de otros muchos compatriotas suyos que, sabiendo lo que estaba ocurriendo, miraron hacia otro lado para poder seguir viviendo con la conciencia tranquila. Hay, sin duda, una diferencia moral importante entre contribuir activamente a construir un mundo donde millones de seres humanos no tengan cabida, y consentir a esa construcción. Pero para explicar esa diferencia no se requiere apelar a instintos bestiales ni a una voluntad diabólica. Intervenir en el exterminio y consentirlo pasivamente pueden constituir dos modos diferentes en que se manifiesta una misma actitud de deshonestidad, que consiste en no inquietarse sobre las propias intenciones y buscar la tranquilidad de conciencia en la sumisión irreflexiva a un orden externo que establece lo que debe y no debe hacerse.
No hay necesidad de suponer que, si Eichmann llegó a ingresar en las SS y aceptó la misión que sus jefes le asignaron en la 'solución final', fue porque su talante moral ya no era el mismo que antes de 1933. Tampoco hace falta conjeturar que, si Hitler hubiera llegado a encomendarle una participación material en el exterminio de los judíos, sólo hubiera aceptado esa nueva misión si hubiera cambiado de talante moral. Quizás hubiera tenido que vencer cierta resistencia física o psicológica (por ejemplo, la repugnancia a matar); pero su facultad de juicio no requería mayores perturbaciones para dar ese paso. Puede haber una continuidad inquietante entre esa semiconsciente deshonestidad para consigo mismo con que podemos comportarnos correctamente con los otros sin necesidad de reconocer que no nos importan, y la abierta perversidad que conduce a engañarlos, utilizarlos, explotarlos, torturarlos y matarlos. Lo inquietante, de nuevo, es que, en todos los casos, los otros han sido rebajados al plano de meros medios de satisfacción de nuestro amor propio. Ese egoísmo se satisface de diferentes maneras en unos casos y en otros. Pero para pasar de un extremo al otro de la escala no se requiere apelar a motivos de nuevo tipo.
La teoría kantiana del mal radical contempla, sin duda, la posibilidad de causar daño por la voluntad expresa de causarlo. Pero también da cuenta de la posibilidad de producirlo como consecuencia de una culpable despreocupación de la intención moral. Tal vez haya quien piense que no se pueden cometer actos criminales con buena conciencia, por lo que la falta de remordimiento de un Eichmann debería atribuirse a una carencia de sentido moral, es decir, a su condición inhumana o monstruosa. Pero este punto de vista no sólo despliega un manto de incomprensibilidad sobre su conducta, sino que además choca con los hechos, pues hay evidencia de que Eichmann no era insensible a todo requerimiento moral. La teoría kantiana del mal radical, en cambio, puede dar cuenta del hecho de que una persona —un ser susceptible de respeto a la ley moral, no una bestia ni un demonio— llegue a cometer con buena conciencia los peores actos criminales. Parte de la explicación consiste en interpretar la tranquilidad de conciencia, en tales casos, como consecuencia de un desistimiento del juicio moral, siendo esta despreocupación una expresión más del amor a sí mismo en que el sujeto cifra su norma de vida.
Según Kant, el mal radical es inextirpable, pues pertenece a la naturaleza de nuestra racionalidad, en tanto que está vinculada a nuestra existencia sensible. Pero es posible oponerse a él; más aún, debemos hacerlo, si hemos de poder ser mejores. ¿Y cómo se le hace frente? Puesto que el mal radical consiste en condicionar la pureza de intención al propio interés, no puede representarse como un objeto. Por tanto, no se combate contra él realizando acciones objetivamente buenas o acordes con la ley (extirpando vicios particulares, adoptando buenas costumbres, etc.), como si se tratara de un enemigo real. Para hacerlo, habrá que ir a la raíz y cambiar el modo de pensar (Denkungsart), es decir, transformar el fundamento subjetivo de la acción. Ello exige aclararse constantemente acerca de cómo obramos. Aclararse apunta aquí a enjuiciar nuestras acciones en función de los motivos que realmente las impulsan, sin autoengañarse acerca de las propias intenciones. Y ello, además, habrá que hacerlo constantemente, porque la posibilidad del mal está siempre latente, ya que, no siendo la buena intención objeto alguno, nunca podemos estar seguros de ser realmente buenos, ni sentirnos satisfechos moralmente de nosotros mismos. Por tanto, es consustancial al nuevo modo de pensar lo que Jaspers llama "la imposibilidad de suprimir la intranquilidad". Puesto que el fundamento subjetivo del bien y del mal no puede sernos dado como objeto, el modo de pensar exigido por el mejoramiento moral del hombre encierra el reconocimiento de que ni siquiera es autotransparente, pues "la profundidad del corazón del hombre es insondable para él mismo". De ahí la exigencia de ejercer una vigilancia permanente sobre él.
4. Conclusiones
En la introducción de este ensayo hemos hecho notar que, a partir del juicio de Jerusalén, Hanna Arendt rechazó abiertamente la idea de que el mal pudiera ser radical. Con ello pretendía decir que el mal carece de profundidad y de toda dimensión demoníaca, no pudiendo ser explicado por referencia a motivos comprensibles. En la medida en que Kant había acuñado su concepto del mal radical para designar una propensión natural del hombre que podía explicarse en términos de una perversión de la voluntad, Arendt sostuvo que su nueva comprensión del mal implicaba un distanciamiento, no sólo de su propia posición anterior, sino también del enfoque kantiano.
De la reconstrucción que hemos hecho de sus respectivas posiciones se infiere, sin duda, la existencia de divergencias significativas. Tal vez la más evidente sea que Arendt tiene un concepto absolutamente negativo del mal moral, mientras que Kant le atribuye un contenido positivo, en la medida en que concibe la negación del bien como una oposición real que remite a un motivo antagónico. El mal es banal, según Arendt, por cuanto es una negación del bien que corresponde a una mera nada, y su faz horrible no es adecuadamente percibida cuando se lo intenta explicar por referencia a móviles positivos, sino sólo cuando se muestra el vacío de pensamiento que lo rodea. Kant, en cambio, pensó el mal moral como una inversión del orden ideal de los motivos de la voluntad. Además, sostuvo que hay en el hombre una disposición permanente a llevar a cabo esta inversión, que él llamó 'mal radical'. Arendt reprocha a Kant haber racionalizado este mal radical, al concebirlo como "una «mala voluntad pervertida», que podía ser explicada por motivos comprensibles", sugiriendo así que su propia idea de la banalidad del mal se mueve en una órbita diferente del mal radical kantiano. Sin embargo, si los 'motivos comprensibles' a los que alude Arendt son del tipo de los subsumibles bajo la rúbrica kantiana de 'impulsos sensibles', entonces su argumento no es concluyente. Lo sería, si Kant hubiera caracterizado el mal radical por los actos mismos en que la voluntad antepone el amor a sí mismo al respeto al deber. Pero el mal radical no consiste en esos actos de maldad, sino en la actitud que los origina, o en la disposición de la voluntad a realizar el mal moral. Esa disposición es ella misma mala. Pero es significativo que Kant no la refiera a una intención positiva de contravenir la ley moral, sino al móvil negativo de no prestar atención a las verdaderas intenciones y despreocuparse de que el motivo por el que se actúa sea bueno. Ahora bien, si ello es así, entonces Arendt no parece estar tan alejada de Kant en este punto como ella cree, pues su idea de la banalidad del mal apunta justamente al daño que puede desencadenar la ausencia de reflexión. Sus respectivos análisis concuerdan básicamente en detectar una manifestación del mal a la que todos estamos expuestos y que resulta especialmente inquietante porque, no dependiendo de motivaciones específicamente malignas, malogra en su integridad la vida moral de la persona.
Esa coincidencia se extiende también al hecho de que ambos conectan esa forma de mal con algún factor cognitivo de la estructura motivacional del sujeto. Arendt apela, en este punto, a la abdicación de la facultad de juzgar. Kant vincula la falta de buena voluntad a la actitud de desentenderse de la pureza de intención, sobre todo cuando no se siguen consecuencias dañinas del propio obrar. Mediante esta autodisimulación de sus verdaderos motivos, el sujeto tranquiliza su conciencia y forja una imagen de sí mismo como una buena persona, como suele decirse: alguien que, si no es enteramente bueno, al menos no es malo. Aquí hallamos un nuevo motivo de aproximación. Pues, al igual que para Kant sucumbir al mal radical es compatible con la buena conciencia, así también el agente del mal banal puede mantener una imagen respetable de sí mismo en cuanto adolece de mala fe, es decir, en cuanto enmascara la perversidad de sus actos tras el velo de normalidad que le proporciona el sistema de normas y valores sancionado por la gente socialmente respetable. Al arraigar el mal en una perversión del juicio moral, ambos coinciden, además, en que la oposición al mal sólo será radical si se basa en un modo de pensar imparcial e independiente que no puede refugiarse en instancias objetivamente dadas (normas sociales, costumbres, etc.) y que exige una atención constante a los verdaderos motivos de la acción.
Por último, también sus diferentes puntos de vista sobre la radicalidad requieren matizaciones. Cuando Arendt niega que el mal pueda ser radical, quiere decir que carece de profundidad, o sea, de un fundamento positivo en el sujeto. Esto parece chocar con la idea kantiana de que hay en el corazón humano una disposición a invertir el orden moral. Sin embargo, Kant considera radical esa disposición, no por ser profunda (en el sentido de Arendt), sino porque pervierte el fundamento subjetivo de todas las máximas particulares, al inducir al sujeto a seguir la regla general de subordinar la ley moral al propio interés. Lo que hay de radicalmente malo en esta disposición es que impide que se desarrolle en el sujeto el germen del bien, invadiendo su alma de una indiferencia con respecto a los genuinos móviles morales que, sin pretenderlo, puede llegar a tener las peores consecuencias. Ahora bien, cuando Arendt habla de la banalidad del mal, parte de lo que quiere destacar es precisamente la capacidad de éste para contaminar en su conjunto la conducta individual y social echándola a perder, sin necesidad de apelar a motivaciones malignas. De un modo similar a Kant, Arendt refiere la idea de la banalidad del mal, no a acciones puntuales, sino a una dimensión de la personalidad moral del individuo que da un tono general a toda su vida moral. En este preciso sentido, también el mal banal puede considerarse radical.
Donde la divergencia se hace irreductible es en las respectivas ontologías que respaldan esta radicalidad. Pues en Kant la malignidad del corazón es radical también en el sentido de ser una propensión natural del hombre, lo cual apunta a una disposición innata —previa a todo uso empírico de la libertad—, universal e inextirpable. Kant pretende explicar así por qué, a pesar de tener en su voluntad la causalidad necesaria para obedecer la ley moral que emana de su razón, el hombre antepone, por lo general, el móvil sensible al racional. A él no le basta constatar la dificultad que experimentamos para hacer prevalecer la soberanía de la ley, sino que trata de explicar ese hecho apelando a una perversión de la naturaleza humana que nos predispone a subordinar el móvil racional al sensible.
También Arendt destaca que todos estamos expuestos a incurrir en el mal banal. La tentación de renunciar a la propia reflexión nos asalta de manera tan persistente, que nadie se halla a salvo de caer en ella, sobre todo en circunstancias políticas y sociales dominadas por el principio totalitario de la cosificación del hombre. Pero ese peligro no deriva de una corrupción de la naturaleza humana. Una explicación de este tipo, además de las dificultades filosóficas que comporta, puede servir incluso de coartada para justificar la inevitabilidad del mal. Cuando Arendt habla de la banalidad del mal, trata también de llamar la atención sobre el hecho de que éste desafía toda racionalización, y de que eso lo vuelve aún más peligroso e inquietante.
La primera edición del libro apareció en 1962 con el título Eichmann in Jerusalem: A Report on the Banality of Evil (New York, Viking Press). Aquí lo citaremos por la traducción castellana de Carlos Ribalta, hecha sobre una edición posterior corregida y aumentada, y publicada con el título Eichmann en Jerusalén. Un estudio sobre la banalidad del mal, Barcelona, Lumen, 1999. (Se citará como EJ).
El texto pertenece a una carta de Arendt a Scholem incluida en R. H. Feldman (ed.), The Jew as Pariah: Jewish Identity and Politics in Modern Age, Nueva York, Grove Press, 1978, pp. 250-251. Tomo la cita del artículo de Richard J. Bernstein «¿Cambió Hanna Arendt de opinión? Del mal radical a la banalidad del mal» en F. Birulés (ed.), Hanna Arendt. El orgullo de pensar, Barcelona, Gedisa, 2000, pp. 237 (traducción de Javier Calvo).
H. Arendt, Los orígenes del totalitarismo. 3: Totalitarismo, traducción de Guillermo Solana, Madrid, Alianza, 1999, p. 680. (Se citará como OT3).
H. Arendt, OT3, p. 660.
H. Arendt, OT3, p. 680.
H. Arendt, La vida del espíritu. El pensar, la voluntad y el juicio en la filosofía y en la política, traducción de R. Montoro y F. Vallespín, Madrid, Centro de Estudios Constitucionales, 1984, p. 14. (Se citará como VE).
En el artículo citado, Richard Bernstein da sólidos argumentos a favor de la compatibilidad entre lo que Arendt entendía por mal radical en Los orígenes del totalitarismo y lo que dice sobre la banalidad del mal en Eichmann en Jerusalén.
H. Arendt, OT3, pp. 673-4.
H. Arendt, OT3, p. 674.
H. Arendt, OT3, p. 677.
H. Arendt, EJ, p. 56.
H. Arendt, EJ, p. 55.
H. Arendt, EJ, p. 375.
H. Arendt, EJ, p. 46.
Ibid.
H. Arendt, EJ, p. 434.
H. Arendt, EJ, p. 47.
Las máximas que sirven a la facultad de juzgar como guías para el juicio del gusto son: "1) pensar por sí mismo; 2) pensar en el lugar de cada uno de los otros; 3) pensar siempre acorde consigo mismo. La primera es la máxima del modo de pensar desprejuiciado, la segunda lo es del amplio, y la tercera, del consecuente" (Kant, Crítica de la facultad de juzgar, § 40).
Tener mentalidad amplia (erweiterte Denkungsart) consiste para Kant en "reflexionar sobre el propio juicio desde un punto de vista universal que uno sólo puede determinar colocándose en el punto de vista de otros" (Crítica de la facultad de juzgar, § 40). Sobre la aplicación arendtiana de este criterio al ámbito del pensamiento moral y político, cf. H. Arendt, ¿Qué es la política?, traducción de Rosa Sala, Barcelona, Paidós, 1997, p. 112; VE, apéndice, pp. 517ss.
H. Arendt, «Verdad y política», Entre el pasado y el futuro, traducción de Ana Poljak, Barcelona, Península, 1996, p. 254.
Cf. H. Arendt, EJ, p. 226.
El carácter presuntamente 'legal' o 'normal' de los delitos cometidos siguiendo las órdenes del gobierno totalitario no exime de responsabilidad a los individuos que los cometieron o consintieron, pues éstos no eran 'ruedas de una máquina', sino seres humanos como quienes opusieron resistencia a esos crímenes: "Los pocos individuos que todavía sabían distinguir el bien del mal se guiaban solamente mediante su buen juicio, libremente ejercido, sin la ayuda de normas que pudieran aplicarse a los distintos casos particulares con que se enfrentaban. Tenían que decidir en cada ocasión de acuerdo con las específicas circunstancias del momento, porque ante los hechos sin precedentes no había normas" (EJ, pp. 444-445).
Cf. H. Arendt, VE, p. 14.
Jean Nabert ha destacado la vigencia que en La religión dentro de los límites de la mera razón (1793) sigue teniendo para Kant la tesis defendida en su Ensayo para introducir en filosofía magnitudes negativas (1763), según la cual para destruir una fuerza, física o moral, es necesaria una fuerza antagonista (cf. J. Nabert, Essai sur le mal, Paris, Aubier, 1970, p. 181).
"El hombre (incluso el mejor) es malo solamente por cuanto invierte el orden moral de los motivos al acogerlos en su máxima: ciertamente acoge en ella la ley moral junto a la del amor a sí mismo; pero, dado que echa de ver que no pueden mantenerse una al lado de la otra, sino que una tiene que ser subordinada a la otra como su condición suprema, hace de los motivos del amor a sí mismo y de las inclinaciones de éste la condición del seguimiento de la ley moral, cuando es más bien esta última la que, como condición suprema de la satisfacción de lo primero, debería ser acogida como motivo único en la máxima universal del albedrío" (Kant, La religión dentro de los límites de la mera razón, traducción de F. M. Marzoa, Madrid, Alianza, 1986, p. 46. Se citará como RL).
Aquí 'natural' no significa 'causado por impulsos sensibles' (por oposición a la causalidad libre de la voluntad), sino específico, o atribuíble a todo hombre, e innato, no en el sentido de causado por el nacimiento —y, por tanto, no causado por el hombre mismo—, sino en el de "puesto a la base antes de todo uso de la libertad dado en la experiencia... y de este modo representado como presente en el hombre a una con el nacimiento" (Kant, RL, p. 32).
No deja de llamar la atención que Kant recurra en esta obra tardía a una noción de naturaleza que choca con el esquema conceptual de la Crítica de la razón pura, donde 'naturaleza' no significa otra cosa que el orden de los fenómenos según leyes causales. Pues la propensión al mal de la que se habla en La religión dentro de los límites de la mera razón no puede ser 'natural' en el sentido de ejercer un influjo causal sobre la voluntad, pues tal propensión no es un fenómeno; pero tampoco puede interpretarse en un sentido trascendental, ya que el único fundamento subjetivo del mal, en este sentido, se encuentra en la libertad, que pertenece a un orden completamente heterogéneo al de la naturaleza. Si la propensión natural al mal no es ni empírica ni trascendental, ¿cuál es su status teórico y cómo se justifica? Kant no da una respuesta satisfactoria a esta pregunta. Sin embargo, si tenemos en cuenta que el contexto en que plantea la teoría del mal radical pertenece a su filosofía de la religión, y que según ésta la religión expresa objetivamente el contenido mismo de la ética, entonces podemos conjeturar que la tesis de la propensión natural al mal podría responder a la exigencia de concordar su ética con el dogma cristiano del pecado original. Aunque Kant trata de desprenderse de los elementos pseudo-causales del dogma, como la transmisión del pecado de Adán por vía genética (cf. RL, p. 52), no obstante sigue manteniendo la tesis del carácter específico e innato del pecado de origen, en la cual se resume la doctrina religiosa de la corrupción de la naturaleza humana. Lo sorprendente es que esta idea de la naturaleza humana, que es la que parece esconderse en la expresión 'propensión natural' empleada por Kant, es una idea metafísica (en el sentido específicamente kantiano de que se refiere a una instancia supuestamente real que pertenecería al hombre en cuanto cosa en sí). En nuestra opinión, la ética kantiana proporciona, a través de la tensión entre razón y naturaleza (entendida como orden de la causalidad empírica), una fundamentación suficiente de la teoría del mal radical, sin necesidad de postular una propensión cuasi-metafísica al mal en el hombre. Esta idea sólo desempeña un papel en el intento de conciliar la ética de Kant con la dogmática cristiana, proyecto del que ni siquiera para el propio Kant dependía la validación de su ética.
Kant, RL, p. 48.
Cf. Kant, RL, p. 47.
Kant, RL, p. 52.
Cf. R. Safranski, El mal o el drama de la libertad, traducción de Raúl Gabás, Barcelona, Tusquets, 2000, pp. 165 ss.
Kant, RL, p. 45.
Cf. Kant, RL, pp. 44-45, 47.
Kant, RL, p. 35.
Kant, RL, p. 42.
Cf. Kant, RL, p. 43.
Por ejemplo, Norbert Bilbeny dice de algunos jerarcas del III Reich responsables de la 'solución final' que "gustaban de la vida hogareña y de escuchar conciertos, mientras se preciaban, por otra parte, de tener una lámpara de piel humana en su salón. El dato compartido era la insensibilidad moral" (N. Bilbeny, El idiota moral. La banalidad del mal en el siglo XX, Barcelona, Anagrama, 1993, p. 23).
R. Safranski, op. cit., p. 168.
Sin embargo, esa diferencia no implica que en un caso haya culpa moral y en el otro no, sino sólo diferentes grados de participación en esa culpa. Cosa distinta es enjuiciar esas posiciones desde el punto de vista de la culpa criminal, lo que puede dar lugar a veredictos judiciales opuestos. Sobre esta distinción, véase K. Jaspers, El problema de la culpa. Sobre la responsabilidad política de Alemania, traducción de Ramón Gutiérrez, Barcelona, Paidós, 1998, pp. 71-95.
Por ejemplo, la forma en que apeló ante el tribunal a la virtud de la obediencia como una norma de su comportamiento (ver nota 13), revela cierto sentido del deber y una necesidad de justificarse por conformidad a él.
Kant, RL, p. 57.
K. Jaspers, «El mal radical en Kant», en Balance y perspectiva, traducción de Fernando Vela, Madrid, Revista de Occidente, 1953, p. 76.
Kant, RL, p. 60.
H. Arendt, OT3, p. 680.
Cf. H. Arendt, EJ, p. 417.
Kant mismo dice que la deshonestidad radical del corazón humano en relación con sus verdaderas intenciones "perturba el juicio moral respecto a aquello por lo que se debe tener a un hombre, y hace del todo incierta interior y exteriormente la imputación" (RL, 48).

lunes, 27 de junio de 2011

La "megamáquina" y la destrucción del vínculo social – Serge Latouche (1998)


La megamáquina infernal

Lewis Mumford, y aún más Cornelius Castoriadis, nos enseñaron que la máquina más extraordinaria inventada por el genio humano no es otra que la organización social misma. Después de la metáfora del organismo, la metáfora de la máquina ha sido utilizada ad nauseam para referirse a la sociedad. Lo cierto es que, conforme a la visión cartesiana del animal máquina, las dos metáforas remiten a una misma visión mecanicista de la sociedad.
El proyecto de racionalización siempre ha apuntado en último término, bien a través del orden técnico bien a través del orden económico, a la organización de la Ciudad. Frank Tinland señala, con razón, a propósito de la tecno-ciencia, que ésta de hecho siempre tiene que ver con un triángulo tecno-económico-científico [1]. La dinámica tecno-económica planetaria ha adquirido el aspecto de un macrosistema descentralizado bastante diferente de la megamáquina centralizada (como el Estado faraónico o la falange macedonia consideradas por Lewis Mumford), pero de buena gana la calificaría de infernal. Algo que merece ser precisado. Se trata, por un lado, de identificar dicha máquina, de especificar sus características y, por otro, de mostrar qué es lo que puede justificar el calificativo de infernal.

La máquina humana

El carácter maquínico del funcionamiento del mundo contemporáneo se manifiesta por el ascenso de la sociedad técnica y, al mismo tiempo, por el ascenso del sistema técnico, pero también por el hecho de que los hombres mismos se han convertido en engranajes de un gigantesco mecanismo. Cada vez con mayor razón se puede hablar de una cibernética social [2]. Ésta destaca, en un primer momento, por la emancipación, con respecto a lo social, de la técnica y de la economía y, más adelante, por la absorción de lo social por lo tecno-económico.

La emancipación y el desencadenamiento de la técnica y de la economía

Si la técnica es, en su esencia abstracta y, como tal, insignificante, tan vieja como el mundo, la aparición de una sociedad en la que la técnica ya no es un simple medio al servicio de los objetivos y valores de la comunidad, sino que se convierte en el horizonte insuperable del sistema, en un fin en sí misma, data del periodo de la ‘emancipación’ de las regulaciones sociales tradicionales, es decir, de la modernidad. No alcanza toda su amplitud más que con el hundimiento del compromiso entre mercado y espacio de socialidad realizado en la nación, o lo que es lo mismo, con el fin de las regulaciones nacionales, sustitutos provisionales y finalmente últimas secuelas del funcionamiento comunitario. Se puede datar con mucha precisión este salto, paso de la cantidad a la cualidad, de lo que ha dado en llamarse tercera revolución industrial. El coste de las técnicas, sus efectos positivos o negativos (piénsese en Chernobil), sus dinámicas son inmediatamente transnacionales. Si el mundo obedece a las leyes del sistema técnico, tal como las analiza Jacques Ellul, la capacidad de su legislador se encuentra reducida en igual medida. Lo que quiere decir que el soberano, ya se trate del pueblo o de sus representantes, se ve notablemente desposeído de su poder en beneficio de la ciencia y de la técnica. Las leyes de la ciencia y de la técnica se sitúan por encima de las del Estado. Es en gran parte por haber olvidado este hecho por lo que los totalitarismos del Este, que se encontraban en contradicción con las leyes de la ciencia y de la técnica tal como éstas funcionaban en el mundo moderno, terminaron por derrumbarse. Entre las consecuencias de este aumento del poder de la técnica se encuentra la abolición de la distancia, la creación de lo que Paul Virilio llama la ‘teleciudad’ mundial y el surgimiento de la ciudad-mundo, lo que provoca el efecto inmediato de un hundimiento del espacio político. “A partir del momento –declara Virilio- en que el mundo queda reducido a nada en cuanto extensión y duración, en cuanto campo de acción, de forma recíproca, no hay nada que pueda ser mundo; es decir que yo, aquí, en mi torreón, en mi ghetto, en mi apartamento (cocooning), puedo ser el mundo. Dicho de otro modo, el mundo está en todas y en ninguna parte. Esto fue lo que el feudalismo, más tarde la monarquía y finalmente la república rompieron” [3].
Una de las consecuencias de este repliegue sobre uno mismo es la reaparición de las guerras privadas. Lo feudal y lo privativo van de la mano. Fue necesaria la monarquía, y más tarde el Estado-nación y la Revolución para que se superase esta noción de conflicto privado. Ha resurgido ayer mismo en el Libano, y hoy en Yugoslavia o en Ucrania. La desaparición de las distancias que crea esta teleciudad mundial crea inmediatamente también la desaparición del espacio nacional y la reemergencia de ese caos que destruye la base del Estado-nación y engendra esos fenómenos de descomposición con los que los media nos entretienen a lo largo de la jornada.
La transnacionalización de la economía es el complemento indispensable de la emancipación de la técnica. Se trata también de algo extremadamente antiguo que reaparece bajo formas nuevas. Desde los orígenes, el funcionamiento del mercado ha sido transnacional, incluso mundial. Durante muchos siglos se dio un concubinato entre el mercado y el Estado-nación. A partir de una base local, aunque ya en parte transnacional (Liga Hanseática, funcionamiento de los mercados financieros entre Génova y el norte de Europa desde los siglos XII y XIII), fue preciso que la economía se crease progresivamente un mercado nacional. La nación fue el espacio de compromiso sobre el que se desarrolló el mercado. Sin embargo, una vez concluida la conquista del espacio nacional, el mercado siguió su curso. Sobre todo después de los años 70, la economía fundamentalmente se ha transnacionalizado. Siempre han existido firmas transnacionales bajo el capitalismo (los Fugger, Jacques Coeur, los Medici); lo novedoso es que, ya no sólo las finanzas o el comercio son transnacionales, sino también la producción misma. Renault fabrica sus motores en España. Los ordenadores IBM se fabrican en Indonesia, se montan en Saint Omer, se venden en Estados Unidos, etc. La división del trabajo se ha internacionalizado, y las empresas se han transnacionalizado por completo.
Cuando yo empezaba mis estudios, distinguíamos dos tipos de economías: las economías autocentradas y las economías extrovertidas. Las economías desarrolladas eran economías nacionales que presentaban un cuadro de input-outpout ‘negro’, es decir, que los distintos sectores nacionales eran interdependientes (la industria química francesa consumía materias primas francesas, etc.). Se decía que existía un tejido industrial coherente y muy sólido. Por oposición, las economías del Tercer mundo presentaban cuadros vacíos, es decir, que importaban lo que consumían y exportaban lo que producían. Se decía que tales economías eran extrovertidas, mientras que las economías occidentales eran autocentradas.
Todo ha cambiado. La propia dinámica de las economías autocentradas las ha llevado a extrovertirse. Lo que producimos (productos agrícolas, armamento, etc.) lo exportamos; lo que consumimos (productos electrónicos), en gran medida, lo importamos. Estadísticamente, nuestras economías son tan extrovertidas como las del Tercer mundo. Una de las apuestas del Tratado de Mastrique consiste no sólo en impulsar dicha transnacionalización a nivel europeo, sino en permitir además que las firmas japonesas, estadounidenses, etc. colonicen el espacio europeo y en aumentar la fluidez de los intercambios económicos, o lo que es lo mismo, en obedecer a las leyes de la economía. Sin duda, el principal objetivo del GATT y del Uruguay Round es extender dicha liberalización de los intercambios a la agricultura y los servicios. Al igual que la ciencia y la técnica, las leyes de la economía desposeen al ciudadano y al Estado-nación de la soberanía, pues se presentan como una constricción que no se puede más que gestionar y, en ningún caso, poner en cuestión. Si no se puede hacer otra cosa que gestionar las constricciones, entonces el gobierno de los hombres es substituido por la administración de las cosas; el ciudadano ya no tiene razón de ser. Se le podría reemplazar por una máquina de votar –o sea, de decir siempre que sí- y el resultado sería el mismo.

La maquinización de lo social

La emancipación de lo técnico y de lo económico no significa que lo social se mantenga al margen de tales mecanismos, ni que conserve su autonomía, que la política, en particular, podría y debería utilizar tales máquinas en función de sus propios proyectos. Muy al contrario y como ya se ha sugerido, la autonomización de lo técnico y de lo económico, su desinserción de lo social, vacían a este último de toda substancia. La autonomización no puede producirse más que al precio de una incorporación y de una absorción de lo social por las máquinas y, finalmente, del hundimiento de aquél. Los hombres, su voluntad, sus deseos, son captados, desviados, por la lógica del todo. Los ciudadanos son convertidos en usuarios. Ciertos aspectos de esta megamáquina ya son bien conocidos y fueron analizados hace tiempo. Marx, en particular, analizaba el mundo moderno como un sistema cuyo núcleo, el modo de producción capitalista, era una auténtica mecánica. Marx habla incluso de un doble molinillo que reproduce a los proletarios como fuerza de trabajo siempre condenada a ser triturada por el capital y, al mismo tiempo, mediante el mismo mecanismo que reproduce al propio capital, siempre dispuesto a utilizar cada vez más fuerza de trabajo. Adam Smith, con su mano invisible, es el gran profeta de la gran maquinaria moderna, gracias al esclarecimiento de los maravillosos automatismos del mercado. Los hombres de las Luces, fascinados por los autómatas, desearon conscientemente que lo social estuviese regulado de forma maquínica. Dicha maquinización participa del proyecto de la modernidad de una racionalización total de lo social. El resultado ha superado con creces sus esperanzas.
Estos mecanismos y automatismos, ya antiguos, han conocido nuevos perfeccionamientos, y la incorporación de nuevos engranajes ha permitido dar aún más amplitud a la máquina. Los consumidores, condicionados por la publicidad, responden a las solicitaciones del sistema de producción del mismo modo que los productores reaccionan ante las exigencias y las señales del mercado. Los ingenieros, al dar de sí todo lo que pueden, contribuyen –llegado el caso, contra su voluntad- al crecimiento ilimitado de las técnicas. Estas técnicas generan medios cada vez más novedosos y refinados para desposeer a los ciudadanos del dominio de sus propias vidas. Por otro lado, acrecientan las desigualdades entre el Norte y el Sur y alimentan la carrera de los medios de destrucción. Los propios responsables políticos funcionan como engranajes del mecanismo. Se convierten en ejecutantes de obligaciones que les superan. La mediatización de la política profesional acentúa el fenómeno de forma caricaturesca. La dimensión esencial actual del juego político ya no es el savoir-faire, sino el faire-savoir. La política se transforma cada vez más en mercado (desarrollo del marketing político). Esto es algo relativamente nuevo y deriva del carácter ahora transnacional del funcionamiento de la máquina. La mundialización de la máquina y su mecanización total son fenómenos recientes y en vías de conclusión. Las nuevas tecnologías aceleran un proceso de desterritorialización puesto en marcha por la abstracción del mercado desde el siglo XII. Los satélites de telecomunicaciones, la interconexión de los bancos de datos, los servidores de gestión de las bolsas y las agencias de todo tipo crean esferas inmediatamente transnacionales. Ya hoy en día, la velocidad de los medios de comunicación vuelve cada vez más arcaicas las reglamentaciones nacionales y exige la aparición de una organización mundial. El espacio aéreo europeo parcelado constituye un auténtico rompecabezas para los responsables del tráfico y representa un despilfarro financiero enorme. El anonimato generalizado de la megamáquina tecno-social desmoraliza las relaciones sociales y políticas de las colectividades humanas. Las constricciones que pesan sobre el hombre político, así como sobre el ingeniero, el productor o el consumidor, concluyen en una renuncia a toda consideración ética. La eficiencia es el único valor que circula por la máquina reconocido por todos. Sin embargo, esta eficiencia convertida en un fin en sí misma es autodestructora y hace de la máquina una máquina infernal. Una máquina puede ser calificada de infernal cuando escapa al control de sus constructores. Ahora bien, esto es precisamente lo que ha ocurrido con la máquina social de la que hablamos: anónima e irresponsable, se ha convertido en indomeñable en la práctica.
Esta rebelión de la máquina se manifiesta de tres maneras diferentes y complementarias: escapa a toda regulación política, conduce a un callejón sin salida y es profundamente injusta. Cuando la dinámica económica funcionaba en el marco de los espacios nacionales, todavía era concebible someter la máquina al control de las fuerzas sociales y políticas y mantener un mínimo de vigilancia de las autoridades políticas; en pocas palabras, una influencia de la sociedad tanto sobre el mercado y el uso de las técnicas como sobre la velocidad, la orientación y las modalidades de la acumulación nacional de capital. Con la mundialización de la economía y la transnacionalización cada vez más avanzada de las fuerzas sociales, desde las telecomunicaciones hasta la cultura, la ilusión de un dominio sobre la megamáquina ya no es posible. Las lógicas de su funcionamiento se sitúan a niveles que superan los de las organizaciones sociales. Éstas no tienen más opción que someterse o dimitir, y generalmente hacen las dos cosas. Ya en su obra Que la crise s’aggrave, François Partant escribía: “La economía francesa no tiene más realidad e independencia que la economía bretona, corsa u occitana… El aparato productivo francés es indisociable del aparato mundial de producción. La economía francesa ya no tiene existencia propia” [4].
Una de las consecuencias de este acontecimiento es un cierto “fin de lo político”, es decir, la pérdida del dominio sobre el propio destino de las colectividades ciudadanas en beneficio de un hipercrecimiento de la administración tecnocrática y burocrática. Las autoridades políticas de los mayores Estados-nación industriales se encuentran ahora en la situación de los subprefectos de provincia de antaño: todopoderosos contra sus administrados en la puntillosa ejecución de reglamentos opresivos, pero totalmente sometidos a las órdenes y estrechamente dependientes del poder central y jerárquico, revocables ad nutum en todo momento. Sólo que, y no es poca cosa, ese poder central a lo Big Brother se ha convertido en un poder completamente anónimo y sin rostro.

El callejón sin salida

La carrera por el progreso en la que estamos atrapados es, hablando con propiedad, delirante. La acumulación ilimitada de capital, el crecimiento indefinido de las técnicas, la producción por la producción, la técnica por la técnica, el progreso por el progreso, ese ‘siempre más’ que constituye la ley de las sociedades modernas no puede proseguir eternamente. Esta huida hacia delante, necesaria para el equilibrio dinámico del sistema, viene a chocar con la finitud relativa del mundo. Los límites naturales están cerca de ser franqueados, como testimonian la crisis ambiental y el ascenso de las preocupaciones ecológicas. Acaso sea más fundamental la pertinencia misma de esta tensión entre necesidad y escasez en el corazón mismo del sistema, que se alcanza cuando una tasa de crecimiento anual del nivel de vida del 10% durante un siglo multiplica este último por 736. ¿Podemos seguir manteniéndonos ciegos de forma sostenible y no ver que lo mejor es el enemigo del bien? Entiéndase bien, no se trata de cultivar una nostalgia romántica por un universo pre-técnico. En sí mismas, las técnicas actuales, incluso las más audaces, como los proyectos de ciber-ántropos, los cyborgs, las mutaciones genéticas, la colonización del espacio, no son más delirantes, ni más ni menos que la invención de la rueda, del fuego, de la máquina de vapor o que el descubrimiento de América. La inquietud nace de la inadecuación entre el nivel técnico alcanzado y la máquina humana encargada de fabricar socialmente a los ciudadanos. Podemos concebir la idea de fabricar socialmente personas sanas incorporando montones de prótesis en un mundo sano poblado de máquinas. Resulta angustioso ver técnicas superpoderosas utilizables sin control por empresas que no tienen otra ley que el beneficio, a los señores de la guerra que sólo sueñan con su control, a los burócratas que no buscan más que la eficacia, en un mundo sin alma, sin coherencia y sin proyecto.

La injusticia

Finalmente, la dinámica de la máquina social planetaria es infernal por ser gravemente injusta. Programada para realizar la mayor felicidad para el mayor número, está en trance de realizar la infelicidad de la mayoría, si no de todos, tras haber favorecido de forma escandalosa el bienestar de unos pocos. ¡El millardo de habitantes más afortunado del planeta, según el propio Banco Mundial, dispone de cien veces más recursos que el millardo más pobre! En tales condiciones, el universalismo, que tanto ha puesto en valor Occidente, es una estafa. “El proceso de enriquecimiento del que se han beneficiado hasta hoy las naciones industriales –escribe François Partant- no puede generalizarse y beneficiar a la humanidad entera. Los pueblos del Tercer mundo no pueden superar en ningún caso la brecha que los separa de dichas naciones, es decir, producir tanto como ellas y consumir tanto como ellas” [5]. No es que estén atrasadas, pues esto implica que todavía se puede seguir al pelotón; es que, sencillamente, están fuera de la carrera. Nos topamos aquí con una de las consecuencias más dramáticas de la megamáquina: el hecho de que no sólo produzca la uniformización, sino también la exclusión. La megamáquina uniformiza, desarraiga y, finalmente, destruye lo político.

La uniformización / conformización

Ya he descrito y analizado con amplitud el proceso de uniformización planetaria en La occidentalización del mundo [6]. La megamáquina tecno-científica, la apisonadora occidental, aplasta culturas, lamina las diferencias y homogeniza el mundo en nombre de la Razón. Dicho proceso tiene efectos desculturizadores en el Sur y acarrea un peligro de conformismo para todos mediante al mundialización de la cultura o de aquello que ocupa su lugar, mediante la pérdida de referentes morales y su sustitución por las modas y los sondeos. Estamos asistiendo a una universalización planetaria de los modos de vida y de consumo, al mismo tiempo que a una dictadura de la mediocridad, junto con la banalización de lo excepcional y la exaltación de lo banal. Esto de nuevo no es más que la realización del programa de la modernidad, en la medida en que la modernidad concibe a la humanidad como una colección abstracta de hombres idénticos, el hombre universal de las Luces. Ya no hay, pues, razón para comer, vestirse y consumir de forma diferente: todo el mundo lleva vaqueros y bebe Coca-Cola. Los acontecimientos ‘culturales’ se convierten en acontecimientos mundiales (Dallas, los Juegos Olímpicos). La universalización cultural no excluye el surgimiento de rivalidades entre iguales, al contrario. Cuanto más se asemejan los hombres, más aparecen las hostilidades, más persisten las diferencias en el seno de la identidad. En todo momento se observa que los conflictos se producen, no cuando las diferencias alcanzan su máximo, sino cuando las condiciones se aproximan (quebequeses y anglófonos en Canadá; descomposición del Imperio otomano; serbios, croatas y bosnios hoy en día).

El desarraigo

La dinámica tecno-económica mundial desarraiga a los pueblos y acarrea una desculturización dramática de todas las sociedades ‘tradicionales’. La pérdida de las identidades culturales, el desencantamiento del mundo y la exclusión económica y social mediante la desvalorización de las competencias, la deslegitimación de los estatus y el imposible acceso al nivel de vida americano, favorecen un desencadenamiento desesperado de explosiones identitarias, del que la ex Yugoslavia ofrece un trágico y lamentable ejemplo.
Arrancados de su matriz originaria (la historia europea), el Estado moderno y el orden nacional-estatal son injertos artificiales. El derecho de los pueblos a disponer de ellos mismos sobre el que descansa la Sociedad de Naciones termina con la destrucción de esa misma sociedad debido al vacío de la noción de pueblo. Un pueblo, en efecto, sólo puede definirse por el sentimiento subjetivo de pertenencia. Cada grupo humano, unido por un rasgo cualquiera, lengua, religión, territorio, costumbres… puede reivindicar la etiqueta de ‘pueblo’ y reclamar el reconocimiento como estado, condición de su existencia como sujeto de derecho en el seno del concierto internacional de las potencias. Se acaba así en la degeneración ‘nacionalitaria’ o en el ‘tribalismo’, y a menudo en los dos a la vez.
La reivindicación nacional se confunde con una reivindicación particularista y provoca el nacimiento de un Estado a la vez fantoche y fanático, sin que haya madurado una sociedad civil de ciudadanos. El individualismo, que corroe las sociedades modernas, y la mundialización de la economía hacen que vuelen en pedazos las anteriores agrupaciones históricas y se transformen en grupúsculos cada vez más microscópicos. No hay más límite a esta inevitable tendencia que la unión sagrada de los Estados ya reconocidos, que intentan bloquear por todos los medios el acceso de los demás al muy restringido club de la Sociedad de Naciones. Cada tribu, cada clan, cada capilla puede argüir su particularismo como único fundamento legítimo del vínculo social. La isla de Nauru, en el Pacífico, con sus siete mil habitantes, es un Estado, incluso si la explotación de los fosfatos la vacía de toda sustancia y condena a largo plazo a su población a vivir en Australia.

La destrucción de lo político

La transformación de los problemas por su dimensión y tecnicismo, la complejidad de las intermediaciones y la simplificación mediática de las puestas en escena han desposeído a los electores, y a menudo a los elegidos, de la posibilidad de conocer y de poder decidir. La manipulación combinada con la impotencia ha vaciado a la ciudadanía de todo contenido. El propio funcionamiento de la megamáquina implica dicha abdicación por razones muy pedestres: la desposesión productiva y la ausencia del deseo de ciudadanía.

La desposesión productiva

La abundancia al más bajo coste, condición del mayor bienestar para el mayor número, supone que la máxima energía se despliega y capta en el manejo de las técnicas, y gracias a éstas. Al convertirse en trabajador, consumidor y usuario, el ciudadano se somete en cuerpo y alma a la máquina. Taylor tenía el mérito de la claridad cínica. “No se te pide que pienses; ¡ya tenemos gente a la que pagamos para eso!”, parece que le contestó un día a un obrero. Al separar las tareas de concepción de las tareas de ejecución, el fordismo / taylorismo realiza la producción de masas, condición del consumo masivo, al precio de la reducción del trabajador al estado de servidor ciego de la máquina. ¿Devolverán las nuevas tecnologías la ciudadanía en el interior de las empresas? Tal vez, pero a costa de una exclusión de la vida de la ciudad. En efecto, reclaman un compromiso activo de los trabajadores, una atención voluntaria y, si es posible inteligente. En el taller flexible, la máquina-útil de mando numérico ya no deja libertad de decisión alguna a su servidor. Aquí, como en el resto del sistema, ya ni siquiera hay gentes a las que se pague por pensar; ¡las máquinas se encargan de ello! El trabajador, por su parte, se convierte en su propio “perro guardián, gestor de su auto-explotación y auto-gestor de su explotación [7]”. El trabajador de los círculos de calidad obtiene, sin duda, el sentimiento de un reconocimiento en el colectivo de su empresa, pero a costa de la renuncia a una parte importante de su vida privada. En Japón, como es sabido, la única ciudadanía que queda es la de la empresa, por la que, cada año, morirían 40000 cuadros de una forma de estrés a la que se ha bautizado como karoshi.

La ausencia del deseo de ciudadanía

Así, en la fábrica, en la oficina, en el mercado, en su vida cotidiana, el ciudadano, convertido en agente de producción, consumidor pasivo, elector manipulado, usuario de servicios públicos, es el simple engranaje de la gran máquina tecno-burocrática. Incluso si su soberanía no estuviera herida de impotencia por todos los mecanismos que hemos analizado, ¿cómo podría tener todavía el tiempo libre y el deseo de ejercerla? Al término de jornadas de trabajo o de ocupaciones que agotan los nervios, el ciudadano vuelve a casa para encontrarse con innumerables problemas que hay que solucionar, desde los estudios de los niños hasta los impresos de la Seguridad Social que es preciso rellenar, pasando por los impuestos que hay que pagar, etc. Sólo piensa en relajarse y, para eso, prefiere los concursos a lo telediarios. ¿Qué tiempo le queda, qué disponibilidad tiene para acercarse al ágora o al forum e informarse de los asuntos de la ciudad, sopesar los argumentos, desmontar discursos retóricos y entregarse a una prudente deliberación para determinar su elección? La avalancha mediática de mensajes, cuya calidad no es momento de discutir ahora, conduce a una desinformación de hecho. Y esto concierne tanto al alto responsable como al elector de base. He llevado a cabo en mi entorno una encuesta sobre el voto de la Ley sobre la Contribución Social Generalizada (C. S. G.). Excepcionalmente, la cuestión había suscitado un debate público en el Parlamento, la aparición de numerosos artículos de prensa e incluso manifestaciones en la calle. Pregunté a mis estudiantes de Derecho público, así como a mis estudiantes de tercer ciclo, todos ellos electores: ¿quién conocía los textos votados? ¿Quién había comprendido los mecanismos de deducción? No apareció más que uno [8]. Y sin embargo, la cuestión afecta a un punto sensible: el bolsillo. Las lógicas de la megamáquina no incitan al ciudadano a cumplir con sus deberes ni a ejercer sus derechos. El hermoso proyecto de la democracia se ve privado así de toda substancia en beneficio de una tecnocracia anónima; ésta hace un uso moderado de un despotismo que consideramos ilustrado porque no es consciente de sí misma y porque nos satisface desembarazarnos, con el menor gasto posible, de preocupaciones suplementarias.

Conclusión

Quisiera suscitar tan sólo dos problemas: los límites de la megamáquina y las perspectivas abiertas.

- Los límites

Le megamáquina no está exenta de fallos, no es totalmente homogénea. Los análisis de Jacques Ellul sobre la sociedad técnica son justos en su conjunto, pero su muy pesimista conclusión me parece un poco excesiva. El hundimiento del mundo soviético demuestra que la sociedad técnica y el totalitarismo ‘duro’ no constituyen la mejor combinación para asegurar la permanencia del sistema técnico. Si es preciso un totalitarismo para asegurar el desarrollo de la sociedad técnica, se trata más bien de un totalitarismo ‘blando’. El suave condicionamiento de los consumidores-usuarios de la sociedad de mercado le es más conveniente que la burocracia rígida. Tampoco hay que subestimar los resultados de la técnica. Los fracasos y los fallos de los grandes sistemas técnicos son numerosos. Se trata, ciertamente, de catástrofes, y no se puede descartar el riesgo mayor. Con todo, tales catástrofes también suponen otras tantas ocasiones para replantearnos, al menos parcialmente, tanto la técnica como las creencias subyacentes a la ciencia y el progreso. Las ya considerables dudas que han quebrantado la fe tecnicista bien podrían transformarse en una crisis profunda.
Es sin duda en la tecnificación del hombre y en el funcionamiento de la ingeniería social donde tales debilidades resultan más flagrantes. La máquina tecno-burocrática soviética, que era la que más se había aproximado al mito de la cibernética social, se reveló como completamente contraproducente y, finalmente, muy frágil a pesar de las apariencias. Hay que tomarse muy en serio las críticas a las máquinas sociales, incluso si se presentan bajo formas humorísticas como la ley de Parkinson o el principio de Peter. Estos fenómenos acechan, en efecto, a toda organización social, incluso en una economía de mercado ultraliberal. Es en la maquinización de lo social donde los granos de arena más numerosos penetran en los engranajes y amenazan con averiar la mecánica global.
Así pueden explicarse en parte las increíbles debilidades de ciertas realizaciones técnicas por negligencias y errores humanos. Chernobil es un espectacular ejemplo de los estragos que pueden producir la incompetencia combinada con la irresponsabilidad burocrática. Aleksandr Zinoviev ya había puesto en escena este funcionamiento ubuesco en El radiante porvenir. En la sociedad liberal, donde persiste un mínimo de democracia formal, las organizaciones ciudadanas pueden poner en cuestión la concepción y, sobre todo, el uso de la técnica, incluso apoyándose en los propios técnicos. Puede verse una ilustración de lo anterior (con sus límites incluidos) en lo que ocurre con el debate ecológico. La manipulación de la opinión gracias al fulminante desarrollo de los media no es – o no lo es todavía- completa, ni –lo que es más importante- irreversible. Las crisis económicas, los dramas ecológicos, las catástrofes técnicas pueden suscitar el cuestionamiento de la omnipresencia y de la omnipotencia de la técnica. Este cuestionamiento podría verse facilitado tal vez si el mecanismo analizado por Nicholas Rescher, bajo el nombre de principio de Planck, se viese confirmado. Bajo su forma falsamente rigurosa, dicho principio enuncia lo siguiente: el rendimiento de la investigación científica no se corresponde más que con el logaritmo de la cantidad de los recursos asignados. Lo que significa que asistiríamos a una deceleración ineluctable del progreso científico pesado. Más pronto o más tarde, nos toparíamos con un crecimiento cero del progreso científico, cualquiera que sea el montante de las inversiones [9]. Los investigadores admiten en general esta caída del rendimiento de la investigación científica. Los grandes descubrimientos del siglo XX se produjeron con pocos medios. Los enormes presupuestos de que están dotados los laboratorios han desembocado fundamentalmente en progresos en el campo del software, es decir, de las aplicaciones derivadas de los grandes descubrimientos. Aquí, el terreno está lejos de haberse agotado. Sin embargo, si dicho principio resultase fundado, la huída hacia delante de la técnica no sería ilimitada.

- Las perspectivas abiertas

Al evocar estas perspectivas de salida de la sociedad técnica, estoy lejos de caer en los sueños optimistas de esa ‘tecnodemocracia’ tan querida por Pierre Levy [10]. La emancipación de la técnica con relación a la economía, en la que se basan sus análisis, resulta de lo más problemática. Y no traerá necesariamente más libertad; más bien al contrario.
A partir de lo dicho, simplemente quisiera sugerir que la tecnificación total del mundo tiene más que ver con la ciencia ficción y lo fantasmático que con la realidad observable y previsible. Es razonable contar con el fracaso de la organización social para suspender el proyecto del mejor de los mundos, llevarlo hasta el límite e incluso hacerlo funcionar. El hiato entre sistema técnico y sociedad puede ser la fuente de disfunciones trágicas, pero también la ocasión para que los hombres vuelvan a hacerse con las riendas de la técnica con el fin de construir una auténtica posmodernidad, es decir, una sociedad que reintegraría lo económico y lo técnico en lo social, que volvería a encadenar a Prometeo, que devolvería a lo económico y lo técnico al lugar subalterno que le pertenece, antes que confiar a una dominación ilimitada de la naturaleza y a una competencia generalizada y ciega la solución de todos los problemas humanos.

[1] Franck Tinland, L’autonomie technique, en La technoscience. Les fractures des discours, bajo la dirección de Jacques Prades, L’Harmattan, 1992.
[2] En cuanto proyecto, dicha cibernética social en ninguna parte y en ningún lugar fue llevada tan lejos como en la ex URSS. El escritor comunista Lion Feuchtwanger, exiliado por los nazis y convertido en ayudante del fiscal en la URSS durante el segundo proceso de Moscú, escribe en su obra Moscú 1937 (publicada en Ámsterdam en 1937) a propósito de los 17 encausados trotskistas del entorno de N. Bujarin después de las deliberaciones: “Los acusados no son verdaderos acusados, sino científicos a los que se exige que expliquen sus errores técnicos relativos a la teoría científica que se está aplicando en la URSS. Jueces, fiscales y acusados están unidos por un fin común. Eran como ingenieros que tuviesen que someter a prueba alguna especie complicada de nueva maquinaria. Algunos de ellos, los acusados, habían deteriorado la máquina, no por maldad, sino por obstinarse en probar concepciones visiblemente falsas. Sus métodos revelaron ser falsos; ésta es la razón por la que habían sido condenados. Y puesto que para la máquina no son más importantes que los jueces, tales científicos aceptan su condena. Ésta es también la razón de que deliberen sinceramente con los otros. Lo que les hace solidarios a todos es el amor a la máquina, el amor a la máquina del Estado y su idolatría por la eficacia”.
[3] Paul Virilio, Entrevista en Le Monde, enero de 1992.
[4] François Partant, Que la crise s’aggrave, Solin, 1978, p. 107.
[5] Op. Cit., p. 77.
[6] Serge Latouche, L’occidentalisation du monde, essai sur la signification, la portée et les limites de l’uniformisation planétaire, La découverte, Paris, l989.
[7] Michel Perraudeau, citado en Michel Kamps, Ouvriers et robots, Ed. Spartacus, Paris, 1983, p. 36.
[8] Y, sin embargo, nemo censetur ignorare legem (no se considera que se ignore la ley).
[9] Se trataría de la formalización de una observación de Planck: “Cada avance de la ciencia acrecienta la dificultad de la tarea”.
[10] Pierre Levy, Vers une citoyenneté cosmopolite, en La technoscience, Op. Cit.