sábado, 18 de diciembre de 2010

18 de diciembre Día Internacional de las Personas Migrantes- Globalización y migración: ¿Retóricas contradictorias?


Roger Campione
Universidad Pública de Navarra
Estos individuos eran indudablemente indios y en nada se parecían a los Pedros y Panchos del estúpido saber popular americano... tenían pómulos salientes y ojos oblicuos y gestos delicados; no eran idiotas, no eran payasos; eran indios solemnes y graves, eran el origen de la humanidad, sus padres. Las olas son chinas, pero la tierra es asunto indio. Tan esenciales como las rocas del desierto son ellos en el desierto de la “historia”. Y lo sabían cuando pasábamos por allí; unos americanos que se daban importancia y tenían dinero e iban a divertirse a su país; sabían quien era el padre y quien era el hijo de la antigua vida de la tierra y no hacían ningún comentario. Porque cuando llegue la destrucción del mundo de la “historia” y el Apocalipsis vuelva una vez más como tantas veces antes, ellos seguirán mirando con los mismos ojos desde las cuevas de México, desde las cuevas de Bali, donde empezó todo y donde Adán fue engañado y aprendió a conocer.
(Jack Kerouac, En el camino)
Preludio
El irrumpir de los discursos sobre la globalización –término reciente nacido para contenerlo todo y algo más- ha arrojado nuevas luces alrededor de una amplísima serie de cuestiones. Puede que finalmente el interés hacia la sociedad mundializada del futuro se desinfle bajo la batuta del concretísimo presente del mundo real; no obstante, el debate sobre los contornos de la globalización ha tenido en los últimos años un papel que llamaría “actualizador” con respecto a temas que, desde mucho antes de que cobrara vida el mismo término globalización (o mundialización, en su nacimiento castellano), ya atraían los focos de interés de las ciencias sociales. Entre ellos, uno de los más destacados por interés, actualidad y alcance práctico es, desde luego, el de las migraciones y los migrantes.
Al hablar de globalización se está planteando, en términos generales, la problemática de la relación entre el Uno y el Todo. El cambio de época que, según veremos, presupone el discurso teórico dominante, estribaría fundamentalmente en la imposibilidad de analizar los eventos y procesos concretamente situados sin tener en cuenta que las coordenadas históricas, sociales y económicas tradicionales ya no valen. En el plano cartesiano de la aldea global se van haciendo cada vez más borrosas las viejas fronteras del mappa mundi moderno, en el que la relevancia de la dimensión territorial era tan neta que en los mapas que teníamos colgados en las aulas del colegio los colores que separaban los estados colindantes chocaban tanto que los hacían parecer un Kandinsky hortera (y, desde luego, no se apreciaban variaciones de tono en la proximidad de las frontera
La migración transnacional, en cambio, obliga a reflexionar sobre la relación entre el Uno y el Otro. Los pueblos y las culturas están desde siempre en contacto, a través de las migraciones, las guerras, el comercio y las religiones. Con todo, es razonable refinar el marco teórico del fenómeno a la luz de las nuevas perspectivas alimentadas por el debate acerca de la globalización, sobre todo si se entiende ésta, esencialmente, como una aceleración vertiginosa de las interconexiones tecnológicas y económicas internacionales.
Un tratamiento exhaustivo de ambos ejes supera, por supuesto, los límites y la ambición de este trabajo; los ríos de tinta versados sobre la joven globalización y la ya madura migración podrían desbordar la biblioteca de Alejandría. Por eso, en estas pocas páginas me limitaré a señalar algunos aspectos que, creo, no gozan de atención extraordinaria en todo lo que se dice y escribe a propósito del modo en que se enmarca el tema de los flujos migratorios en el nuevo esquema interpretativo de la globalización. Me refiero, en concreto, a algunas contradicciones presentes en los enfoques dominantes entre los especialistas que, además de desembocar en paradojas teóricas, revierten de manera contundente en las gestiones políticas de los países industrializados.

Para adelantar datos, digamos que si por un lado los procesos de globalización se han venido manifestando como procesos de progresiva “apertura” bajo múltiples puntos de vista (mercados, comunicaciones, derechos), el asunto de los flujos migratorios viene hoy en día paulatinamente afrontado con la herramienta del “restringimiento” de las fronteras. Si atendemos a los medios de comunicación de masas parece como si la globalización fuese una oportunidad mientras la migración es un problema, aún cuando se reconozca que en los dos ámbitos hay de todo un poco.

Para analizar más en profundidad esta paradoja social es preciso delinear el marco dentro del cual nos estamos moviendo. No se citarán, en estas páginas, los datos y las estadísticas relativas a los movimientos internacionales de seres humanos, ni se comentará la ley de extranjería de este o aquel país de Europa; más bien, se intentará ilustrar, brevemente, cuál es la relación entre los dos “discursos” dominantes. Ya nadie puede sustraerse a seguir viviendo en un mundo globalizado y cada vez más globalizador; sobre esto casi no quedan dudas. ¿Cómo debe abordarse, por tanto, una cuestión –como es la de los flujos migratorios transnacionales- que tiene que verse necesaria y profundamente afectada por los cambios a escala global a los que me estoy refiriendo?



Tocata



Hasta hace pocos años el vocablo “globalización” ni siquiera existía. Sin embargo en los últimos años, casi no hay debate sociológico, económico o político en el que, antes o después, el término no acabe por acaparar la atención.

Se puede decir, resumiendo y generalizando, que hay fundamentalmente tres enfoques o tesis interpretativas distintas sobre lo que la globalización significa y representa para los actores sociales y las instituciones. La primera es la conocida como la tesis radical, mantenida por los hiper-globalizadores, según la cual, en la actualidad, estamos viviendo en un mundo que en los últimos veinte o treinta años ha cambiado radicalmente. La figura tradicional del Estado-nación –éste sería, en síntesis, el núcleo de la postura- pertenece a “las exigencias de un período histórico ya terminado” (Ohmae, 1998: 105). Los Estados y los gobiernos nacionales no mantienen, a estas alturas, las condiciones para poder dirigir el rumbo de la economía porque la lógica hodierna de los mercados no reconoce y no respeta las fronteras institucionales nacidas con el sistema internacional westfaliano[2]. Los factores determinantes de esta mutación histórica dependen en primer lugar del aumento progresivo del cruce de fronteras por parte de personas, informaciones y capitales, lo cual significa que ante la rapidez de las transacciones en el mercado global los gobiernos nacionales carecen de capacidad para influir en una amplia gama de decisiones. En segundo lugar, la intensificación del flujo de informaciones hace que sea mucho más fácil saber cómo se vive en los demás países y esto homogeniza los gustos de los consumidores de todo el mundo. Finalmente, el Estado nacional ya no crea riqueza, al contrario, pues los líderes políticos deben satisfacer las peticiones de los grupos de interés y al mismo tiempo seguir proporcionando a toda la población ciertos servicios públicos, al margen de los costes de abastecimiento (Ohmae, 1998: 104). La consecuencia de todo ello sería que los Estados tradicionales ya no constituyen un agregado económico natural porque en un sistema que no acepta las fronteras habituales las unidades de mercado relevantes se configuran a nivel regional: por ejemplo, Hong Kong con la China meridional, Cataluña con el sur de Francia o la zona septentrional de Italia. Lo que nos viene a decir este planteamiento es que en la economía global el Estado nacional ya no puede determinar de forma independiente los baremos de la actividad mercantil o del empleo dentro de su territorio; más bien, tales parámetros están conformados por las opciones de la movilización internacional del capital. Esto es lo que subyace en la idea de que los “Estados nacionales están realmente desapareciendo, como sujetos económicos, y están cobrando forma los estados-región” (Ohmae, 1998: 111).

La segunda tesis ha sido definida como la de los escépticos y se caracteriza por sostener un punto de vista exactamente opuesto al que se acaba de presentar. La globalización, opinan los escépticos, no estrena una época nueva y tan distinta de las anteriores. Al evaluar la internacionalización económica que efectivamente se ha producido, mantienen que ésta “no ha disuelto en absoluto las distintas economías nacionales de los principales países avanzados ni ha impedido el desarrollo de nuevas formas de gobierno de la economía a nivel nacional o internacional” (Hirst/Thompson, 1997: 7). La globalización, tal como la presentan los radicales, no sería nada más que un mito, inventado por los neo-liberales, para arrojar golpes mortíferos al Estado de bienestar y sacrificar a la sociedad planetaria al dios mercado. La postura se sustenta, en un sentido general, en el convencimiento de que una economía tan internacionalizada como la actual no está exenta de precedentes y no encarna una novedad absoluta. Antes bien, encaja en una sucesión de coyunturas que existe desde que empezó a difundirse una economía basada en la moderna tecnología industrial, esto es, a partir de 1860. Es más, en cierto aspectos –afirman Hirst y Thompson- “la economía internacional actual es menos abierta y menos integrada que el sistema económico que prevaleció entre 1870 y 1914” (Hirst/Thompson, 1997: 4). La globalización, por lo tanto, existe como mito, pero el mito ha sido efectivamente creado. Los escépticos son concientes de ello y procuran explicar el advenimiento de la supuesta globalización de la economía remontándose a algunos sucesos importantes que han estancado el crecimiento económico general después de la segunda guerra mundial, como por ejemplo la caída del sistema de cambios fijos de Bretton Woods, las consecuencias en las economías nacionales de la crisis petrolífera de la OPEC en los años setenta, las repercusiones internacionales de la implicación estadounidense en la guerra de Vietnam y el paso de una producción estandarizada de masas a métodos de producción más flexibles[3].

Una tercera tesis rehuye de los extremismos contenidos en las dos opciones brevemente ilustradas y se sitúa en un punto intermedio, lo cual no quiere decir equidistante. Diría que el denominador común de esta interpretación más moderada se halla en un cierto des-economismo con respecto a la globalización, en el sentido de que se mantiene que tal fenómeno no consiste principalmente en la interdependencia económica sino ante todo en la intensificación de las relaciones sociales e institucionales a través del tiempo y el espacio. Es decir, que nuestras vidas se ven cada vez más afectadas por acontecimientos que ocurren muy lejos de nuestros lugares cotidianos de acción (Giddens, 1997: 561; 1999: 43; Held, 1997: 42). Es bien cierto que los factores económicos tienen cierta relevancia en el desarrollo de esta dinámica; no obstante, no se debe olvidar que en la globalización asumen protagonismo los aspectos tecnológicos, políticos y culturales[4]. En síntesis, se la debe entender fundamentalmente como una reordenación del tiempo y la distancia en la vida social. En este proceso la comunicación electrónica instantánea ha desarrollado y sigue desarrollando un papel cardinal, pues reorganiza ciertas pautas vitales sin estar sujeta a los tradicionales parámetros territoriales[5]. Una vez asentado este punto, los sostenedores de esta interpretación no vacilan en alinearse al lado de los radicales en lo que respeta a la catalogación de la globalización como fenómeno no sólo absolutamente novedoso sino, en muchos aspectos, revolucionario (Giddens, 2000: 22-23). Puede que haya elementos de continuidad o incluso de repetición respecto a épocas pasadas, pero aunque esto fuera cierto los escépticos estarían equivocados porque el período actual es en todo caso muy distinto del que caracterizó el Estado de bienestar keynesiano de la posguerra mundial (Giddens, 1999: 42). También desde un punto de vista político e institucional –ya que el económico no es el único ni el más importante- el hecho de que haya elementos de continuidad en la formación y la estructura de los Estados nacionales no quiere decir que no se registren novedades en sus dinámicas (Held, 1997: 41). Nuevos aspectos que sin embargo –y aquí los moderados se alejan de los radicales- no suponen un desgaste histórico del Estado nacional en un sentido unidireccional. Está claro que hay que superar la visión anterior del Estado y la economía nacional, porque se ha venido moldeando un ámbito de vida político-económica internacional que ha desplazado los viejos ejes territoriales, empujando hacia una política y un derecho cosmopolitas. A pesar de todo, estas importantes transformaciones no implican que el Estado-nación vaya a desaparecer, pues la sociedad no es un mercado y no puede regirse únicamente por los impulsos de los flujos comerciales y financieros. Digamos, para sintetizar, que esto no significa “abandonar el Estado moderno como tal –nos seguirá acompañando en el futuro previsible- sino concebirlo como un elemento de un contexto más amplio de condiciones, relaciones y asociaciones políticas” (Held, 1997: 45).

De las tres posturas la escéptica es, con toda seguridad, la que ha tenido menor éxito en el panorama no sólo académico sino también a nivel de sentido común general, impulsado principalmente por los medios de comunicación de masas, probablemente porque las otras interpretaciones comparten un mayor número de ideas acerca del concepto de globalización. Podemos afirmar razonablemente que existe hoy en día un discurso dominante que subraya in primis el carácter nuevo y sin precedentes de la época que nos es dado vivir en estos años. La intensificación de la interdependencia global a todos los niveles “abre” los equilibrios sociales mantenidos hasta hace poco y obliga a superar los viejos esquemas de la autonomía del Estado-nación y la centralidad de la dirección pública nacional para el mantenimiento del Estado de bienestar y, con ello, barre las reivindicaciones históricas y políticas ligadas a tales instancias. Las autoridades nacionales pueden, como mucho, encauzar o contener, dentro de ciertos límites, los efectos inadecuados de un proceso globalizador sin control social y político. En cualquier caso, la idea de que sea el Estado, con su dialéctica interna, el principal impulsor de la vida social, política y económica se ha visto abocada al ocaso. El fukuyamano ‘fin de la historia’ está servido. Ya no parece sensato que el Estado y la política nacional puedan seguir regulando fenómenos que se producen en una escala global. Como se decía al principio, parece obvio que la globalización es un inevitable proceso de apertura que penetra y difumina los antiguos contornos territoriales. Que esto sea cierto –y si acudimos a ejemplos paradigmáticos como la crisis de la moneda mexicana en las navidades de 1995 se ve cómo la política e incluso las organizaciones supranacionales terminan por secundar los dictados del capital internacional[6]- no significa, sin embargo, que de las oportunidades que ofrece este imparable camino de “apertura” se beneficie todo el mundo. El punctum dolens en el debate sobre la globalización no es tanto el futuro papel del Estado nacional (al fin y al cabo su eventual y progresiva disolución tendrá que pasar por su propio tamiz) o la supuesta primacía de la economía sobre la política y el derecho (un problema que puede ser todo menos nuevo), como el problema de ¿qui prodest?, es decir, sea lo que sea la globalización ¿actúa de la misma manera para todos? Las palabras de Bauman condensan la mejor respuesta a la pregunta: “más que homogeneizar la condición humana, la anulación tecnológica de la distancias espacio-temporales tiende a polarizarla” (Bauman, 1998: 18). La afirmación sugiere que si por un lado la globalización globaliza, esto es, abre más horizontes a una parte de la población mundial, por el otro localiza, es decir, reduce las perspectivas de otra parte. Nadie ignora que la porción más rica del mundo es cada vez más rica mientras que la más pobre es cada vez más pobre; esta sí que es una tendencia innegable y hasta la fecha imparable.

Fuga



Dejando de lado las valoraciones personales, volvamos al mensaje “oficial” contenido en la reflexión acerca de los procesos de globalización: interdependencia mundial a todos los niveles, progresiva borrosidad de las tradicionales fronteras nacionales y anulación de las distancias. Por estas razones aquí se ha definido el discurso de la globalización como un discurso de apertura. Ahora procede averiguar si el tema de las migraciones transnacionales es tratado con las consecuentes herramientas analíticas. Si las comunicaciones, las instituciones y los capitales se movilizan con tanta facilidad y legitimidad de un punto a otro del planeta sería más bien razonable suponer que lo mismo ocurre con las personas. Considerando, además, que las empresas transnacionales, a través del papel que revisten en la internacionalización de la producción, sustituyen a los pequeños productores locales creando una mano de obra móvil y que la formación de polos productivos dirigidos a la exportación contribuye al surgimiento de conexiones entre países importadores y exportadores de capitales (Sassen, 2000). Y, en efecto, se apuntaba al principio que de los datos que se manejan resulta que el número de seres humanos que cruzan fronteras ha crecido en una medida importante. Así todo, entrado ya el siglo XXI, se sigue tratando la migración internacional como si fuese un fenómeno enteramente necesitado de reglamentación jurídica y de pertinencia exclusiva de la soberanía nacional unilateral. La cosa debería sorprender al conjunto ciudadano y, sin embargo, en el debate público se da por sentado que el Estado ha de intervenir en la organización de los flujos migratorios, del mismo modo que se considera normal que, en cambio, no tiene que meter baza en la circulación de mercancías.

Una de las contradicciones típicas de la globalización contemporánea consiste precisamente en el hecho de que, mientras son eliminadas muchas barreras a la libre circulación de bienes y capitales, surgen nuevas fronteras destinadas a contener la libre circulación del trabajo[7] (Mezzadra, 2001: 56). La atención, por parte de la comunidad internacional, hacia los flujos migratorios transnacionales ha sido siempre muy escasa si la comparamos con la constante elaboración de normas y convenciones que han disciplinado el intercambio comercial internacional. Investigaciones de considerable nivel apuntan, en este sentido, un hecho absolutamente fundamental: a la vez que los procesos de globalización desencadenan mecanismos de des-territorialización de las relaciones sociales con respecto a las fronteras internas, también impulsan la re-territorialización de las fronteras externas (Santos, 1998)[8]. Lo cual quiere decir que si por un lado se acepta, y se fomenta, ese proceso de apertura y de libre circulación puesto en marcha por el nivel de interconexiones globales, por otro se reafirma el papel de la soberanía nacional, a través de las políticas de inmigración, mediante el restringimiento de las fronteras frente al extracomunitario. El punto central de la paradoja está precisamente en la asimetría existente entre los principios internos de una teoría política liberal que invoca la abolición de las fronteras para sus “ciudadanos” y sus principios restrictivos externos aplicados al tratamiento de los no ciudadanos[9]. Por una parte se predica el ideal cosmopolita enarbolando la bandera de los derechos universales mientras por la otra se aplica a los inmigrantes, sobre todo irregulares, una noción estricta de ciudadanía que en realidad termina por impedir la formación de un espacio público consecuente con aquel ideal (De Lucas, 2001: 42)[10].

La incoherencia metódica con la que se acostumbra encarar la cuestión de los flujos migratorios en el marco de la sociedad mundializada, se revela en otro aspecto general que demuestra el carácter fundamentalmente discriminatorio de los procesos de globalización. Cuando los analistas enumeran las principales causas que están en la base de los movimientos migratorios suelen referirse, grosso modo, a la articulación de los factores económicos, las catástrofes naturales, los conflictos armados, la hambruna, la miseria, etc. Se trata, naturalmente, de una lista acertada en todo lo que comprende; todos los factores mencionados favorecen la salida masiva de personas de un área geográfica en busca de mejores oportunidades. Sin embargo, hay algo que llama la atención desde el punto de vista, podríamos decir, de una auténtica sensibilidad liberal: todos los aspectos que se traen a colación a la hora de explicar la fuente de los flujos migratorios son aspectos objetivos. Se olvida, sistemáticamente, la dimensión subjetiva de las dinámicas migratorias y con ello la posibilidad de “poner de relieve la individualidad, la irreducible singularidad de las mujeres y los hombres que de las migraciones son los protagonistas” (Mezzadra, 2001: 9). La dimensión subjetiva aplicada a los migrantes constituye una categoría política que este autor ha definido, muy atinadamente, como un “derecho de fuga” cuyo ejercicio práctico no es otra cosa que la huida de aquellos problemas objetivos. Esto, claro está, no significa obviar ni olvidar las condiciones de profunda privación y explotación material que se sitúan en el origen de las migraciones, pero es cuanto menos curioso, que caiga en el olvido la subjetividad de las experiencias y exigencias de los migrantes[11]. Sobre todo si tenemos en cuenta -aquí está el meollo de la paradoja- que la libertad de movimiento ha sido y es una de las columnas de la moderna civilización occidental y uno de los ejes alrededor de los que se ha erigido la retórica de la globalización.

Vuelve a tener razón Bauman al decir que la globalización globaliza a los ricos pero localiza a los pobres. La gestión de los flujos migratorios transnacionales da buena prueba de ello. La legislación, tanto a nivel europeo como nacional, sobre el permiso de residencia para los inmigrantes (el “derecho a tener derechos”) sintetiza tragicómicamente la paradoja social y política en la que desemboca el encuentro, más bien desencuentro, entre las retóricas de la globalización y de la migración. Por un lado se nos advierte -a nosotros, los comunitarios- de que ha llegado la hora de abandonar la obsoleta búsqueda de una posición laboral fija y a tiempo indefinido, debido a la imperiosa necesidad de amoldarnos a las nuevas coordenadas impuestas por la economía global; por el otro, se supedita el reconocimiento jurídico del extracomunitario a la satisfacción de ciertos requisitos, el trabajo fijo y estable, que en cambio no valen para nosotros[12]. No cabe duda de que el proceso de construcción europeo pone de manifiesto la dificultad para que puedan convivir la libre circulación de los capitales con la libre circulación de los migrantes (Sassen, 2000). El del permiso de residencia es el ejemplo probablemente más sintomático de cómo la política de inmigración vive en profunda contradicción con el modelo social y cultural de los procesos de globalización, anclados en un progresivo abatimiento del papel normativo de las fronteras nacionales. En cualquier caso, las paradojas no se reducen al solo mundo laboral, aunque es cierto que es el ámbito donde más retruena la retórica del discurso globalizador. La genealogía de la globalización también lleva consigo el abatimiento de los contornos de otras instituciones tradicionales: hasta la familia, por citar otro ejemplo, se ve expuesta a una reconceptualización de su forma histórica bajo la transformación de las pautas de conducta no sólo a nivel institucional sino también en lo relativo a la textura de la vida cotidiana, personal y familiar. “De todos los cambios que ocurren en el mundo” –se ha dicho- “ninguno supera en importancia a los que tienen lugar en nuestra vida privada –en la sexualidad, las relaciones, el matrimonio y la familia-” (Giddens, 2000: 65). Ello se debe esencialmente a los factores que han impulsado lo que este autor llama “la democratización de las emociones”, brotada en el camino hacia la igualdad entre sexos y la afirmación de la libertad sexual. Hoy en día, en algunos países, ya tiene reconocimiento normativo el matrimonio homosexual. Sin embargo, pese al fuerte estímulo modernizador de esta aceleración cultural ocurre que, por ejemplo, en Suiza el permiso de residencia del cónyuge extranjero depende de la “estabilidad” del matrimonio durante cinco años. Si se rompe antes de este “período de gracia” el cónyuge extranjero puede ser expulsado (Misa Hefti, 1997)[13].

En resumidas cuentas, la dinámica de los flujos migratorios transnacionales no encuentra un lugar en la tesis recurrente de la globalización como fundición del mundo entero en un único espacio público cosmopolita. La pretendida filiación directa que el discurso de la globalización reclama con respecto a la teoría liberal-democrática choca, en el terreno de las migraciónes, con escollos insuperables que ponen al descubierto todas las contradicciones típicas de la coexistencia histórica, entre liberalismo y autoritarismo, que en realidad constituye el verdadero nervio del capitalismo avanzado. La emoción proteccionista y el rechazo etnocentrista de la diversidad, del otro y de las relaciones sociales complejas no son atribución exclusiva de los que se declaran en contra del nuevo orden mundial rotulado como globalización, pese a lo que sostiene Habermas (Habermas, 1999). Más bien vale lo contrario, visto que los gobiernos que con más decisión aprontan políticas de inmigración del tipo descrito son los que con más entusiasmo se han encaramado al fructífero árbol de la globalización. La cuestión migratoria parece que desmorona la fábula liberalizadora de la mundialización económica, pero bien mirada ayuda a que nos percatemos del doble rasero connatural a la supervivencia del orden global capitalista: libertad y cosmopolitismo para las relaciones comerciales, ensalzamiento nacionalista y autoritarismo hacia el ser humano extracomunitario. Y, como dice un viejo refrán popular italiano, citémoslo pese a la raíz machista, un marido no puede tener al mismo tiempo a la mujer borracha y el tonel lleno.

Bibliografía citada



BALIBAR, E., 1995, “La ciudadanía europea”, en Revista Internacional de Filosofía Política, 1995/3.

BAUMAN, Z., 1998, Globalization. The Human Consequences, Cambridge: Polity Press.

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HABERMAS, J., 1999, “Els estats europeus davant la globalització”, en L’Espill, n. 3, pp. 15-26.

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OHMAE, K., 1998, “La logica dell’economia globale”, en OHMAE, K. (ed.), Il senso della globalizzazione. Prospettive di un nuovo ordine mondiale, Milán: R.C.S.

SANTOS, B. de SOUSA, 1998, La globalización del derecho. Los nuevos caminos de la regulación y la emancipación, Bogotá: Universidad Nacional de Colombia – I.L.S.A.

SASSEN, S., 2000, “Mais pourquoi émigrent-ils?”, en Le Monde Diplomatique, noviembre.

STALKER, P., 2000, Workers without Frontiers. The Impact of Globalization on International Migration, Ginebra: International Labour Office.





[1] Los datos sitúan alrededor de los 120 millones de personas las que se desplazan en la actualidad cada año, cuando en 1965 eran aproximadamente 75 millones. Naturalmente, hay que tener en cuenta también que los instrumentos de control y cómputo son hoy más sofisticados que antes (vid. Stalker, 2000).



[2] El papel primordial del Estado nacional se habría visto suplantado por la incursión en la economía mundial de nuevos sujetos protagonistas que relegan la gestión del gobierno público a un nivel, como mucho, secundario: las fuerzas globales del mercado y las compañías transnacionales (vid. Ohmae, 1991).



[3] Se refieren, además, a la progresiva deregulation de los mercados, la tendencia a la des-industrialización en el Reino Unido y EE. UU., junto con el crecimiento del paro de largo período en Europa, y al relativamente rápido desarrollo industrial de algunos países del Tercer Mundo que han penetrado en los mercados del Primer Mundo (Hirst/Thompson, 1997: 9).



[4] Como explica uno de los máximos exponentes de este enfoque, la globalización “es política, tecnológica y cultural, además de económica. Se ha visto influida, sobre todo, por cambios en los sistemas de comunicación, que datan únicamente de finales de los años sesenta” (Giddens, 2000: 23).



[5] Held, por ejemplo, recuerda que hasta 1830 “una carta sellada en Inglaterra tardaba entre cinco y ocho meses en llegar a la India, y un intercambio de cartas podía requerir dos años cuando sufría el hostigamiento de una temporada de monzones” (Held, 1997: 42).



[6] La historia de la llamada operación “Peso Shield” (escudo del peso) es relatada con cierto lujo de detalles en Martin/Schumann, 1998: 55-62: frente a la repentina y consistente devaluación de la moneda mexicana que ponía en peligro los ingentes capitales de los inversores, sobre todo norteamericanos, el director del Fondo Monetario Internacional no tuvo más remedio que conceder en pocas horas, y sin seguir los cauces burocráticos pertinentes, una ayuda de gran cuantía a las arcas públicas mexicanas para salvar el dinero de los inversores y evitar una crisis financiera de dimensiones mundiales.



[7] El control sobre las fronteras nacionales empezó a intensificarse después de la Primera Guerra Mundial; de hecho, en la segunda mitad del siglo XIX era posible viajar de Portugal a Rusia sin pasaporte ni visado (Santos, 1998: 135-136).



[8] “Los estados europeos”, explica Boaventura de Sousa Santos, “son a este respecto especialmente reveladores porque se encuentran en un doble proceso: por una parte, un proceso de disminución del control sobre la entrada y la pertenencia en el territorio nacional dentro de la Unión Europea (las fronteras internas) y, por otra, un proceso de fortalecimiento de aquél en relación con los países que no hacen parte de la Unión (las fronteras externas)” (Santos, 1998: 136).



[9] Así Mezzadra, 2001: 98. La reflexión de Mezzadra es interesante, entre otras cosas, en cuanto argumenta que esto puede considerarse como una “recaída poscolonial en las lógicas de dominación “espacial” que históricamente han acompañado la construcción del liberalismo como sistema de pensamiento hegemónico de la modernidad”



[10] Sobre este punto vid. Balibar, 1995.



[11] Para resaltar la dimensión subjetiva de los procesos migratorios Mezzadra reconstruye la interpretación que dio el joven Weber de las migraciones de los campesinos alemanes de las provincias prusianas orientales a finales del siglo XIX (cfr. Mezzadra, 2001: 23-46).



[12] Cfr. en este sentido De Lucas, 2001: 39; Mezzadra, 2001: 79.



[13] Téngase en cuenta que Suiza es uno de los países con la tasa más alta de población extranjera, casi el 20%.



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