miércoles, 24 de noviembre de 2010

Malraux y el sueño invencible por Valentí Puig


Reconocer que André Malraux supo dejarse fotografiar con mucho acierto no implica que La condición humana sea sólo un maquillaje. Para todo pensamiento trágico, calzar coturno da mayor alcance a la voz y agrega nobleza a la forma. Así fue como el aventurero mitómano encauzó su personalidad al lado del general De Gaulle. Ahora que "pensar el mundo" viene a ser casi un requisito diario, Malraux reafirma una visión de ciclos y divinidades que todavía sirve para cartografiar la tierra de nadie entre el destino y la libertad. Fue más dandy que guerrero, más escenógrafo que hombre de acción, más enigma que sistema. Cien años han pasado desde su nacimiento y una reciente biografía de Olivier Todd ha practicado el habitual ejercicio de demolición, según el conocido método de confundir la caspa en las solapas con la decadencia moral: mentir en la vida real no exime a nadie de alcanzar la grandeza del escritor. Hay a la vez quien todavía no le perdona a Malraux su lealtad a la figura del general De Gaulle.
Para Malraux, De Gaulle creía haber hecho algo verdaderamente grande por Francia: "Afirmar que Francia existía". Ese fue el llamamiento del 18 de junio de 1940, cuando Hitler dominaba la Francia que tanta energía había perdido en la Gran Guerra y que se entretenía escuchando a Maurice Chevalier. De Gaulle había advertido prontamente de los anacronismos estratégicos de Francia. En su mensaje para la Francia ocupada, De Gaulle se refrendaba en aquella legitimidad que —según escribe Denis Tillinac en Las máscaras de lo efímero— significaba reconocer que ningún orden político, ni tan siquiera con el respaldo público que tuvo el régimen de Vichy en sus orígenes, puede prevalecerse de una legalidad si ofende la integridad moral de un pueblo.
Por entonces, Malraux ya había deambulado por China, había estado en la Guerra Civil Española y tenía el premio Goncourt. En algún momento siente la tentación del comunismo. Pasa ligeramente por la resistencia y conoce a De Gaulle en un encuentro casi fortuito. Será su escritor de guardia, portavoz y ministro de cultura, la declamación subyugante para los grandes mítines del gaullismo. Como conglomeración de un movimiento más que como partido político, el rpf tiene en Malraux al orador que arrebata a las masas con un enfatismo implacable y lujoso. Su capacidad de seducción a la distancia corta se transfigura en actos públicos en un verbo que con los años entra en declive y se hace patético en televisión.
"Lo que quiere ante todo el gaullismo es devolver a Francia una arquitectura y una eficacia. Nosotros no afirmamos que lo lograremos, pero sí afirmamos —de la manera más firme—
que nuestros adversarios no lo lograrán". De Gaulle le dice a Malraux que la razón no será de Marx sino de Nietzsche al afirmar que el siglo XX será el siglo de las guerras nacionales. Paralelamente, Malraux tendía a creer que el creador del individualismo había sido Napoleón.
En una de sus conversaciones entrecruzadas de paréntesis sombríos y síntesis fulgurantes, Malraux intenta precisar cuándo comenzó a sentir la metamorfosis del mundo: "Ninguna época tendrá tan cabal conciencia como ésta de su carácter provisional, de hecho, de que señalaba el fin del mundo: para nosotros,
todas las mañanas es la entrada de Alarico en Roma". El febril lector de Spengler había encontrado en De Gaulle al héroe que sabía cortar cualquier nudo gordiano en el acto. También tenían en común la vidriera de Chartres.
Mauriac, volátil en sus etapas de fidelidad gaullista, escribe que Malraux "se bate contra Stalin mucho más de lo que se bate por De Gaulle". Se advierte la sutileza algo aviesa de Mauriac: el Malraux que había acariciado el comunismo como mitología de la esperanza ha pasado a compartir con De Gaulle la certidumbre de que no hay democracia verdadera allí donde existe un poderoso partido comunista.
Gaston Palewski —gaullista de primerísima hora— dijo que Malraux había ingresado en la gesta de De Gaulle como quien se convierte a una religión. Quien fuera un joven surrealista de repente creía haber conocido a César o a Alejandro Magno. Durante el resto de su vida iba a representar el gaullismo simbólico, la grandeur de la civilización francesa renacida después del descrédito de la derrota. Para Malraux, De Gaulle había preservado el honor del país "como un sueño invencible".
También fue inteligente al negar sustancia posible a un gaullismo sin De Gaulle. En Las voces del silencio André Malraux dice que para un número muy pequeño de hombres, vivamente interesados por la Historia, el pasado es "un conjunto de enigmas que piden ser resueltos, y cuya aclaración progresiva es una serie de victorias sobre el caos. Para la gran mayoría, sólo recobra vida cuando se presenta como una saga romántica, revestida de esplendor legendario". Se estaba refiriendo a los poderes del arte y al tiempo parece estar pensando que también el gaullismo tuvo en sus mejores momentos algo de saga romántica y esplendorosamente legendari

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