La propuesta es un Israel para todos los israelíes, un Israel para todos sus ciudadanos. Para los electores que llevan en sus corazones los valores de la izquierda: paz, justicia, igualdad, democracia, derechos humanos para todos, feminismo, protección del medio ambiente, separación entre estado y religión. Hablo de una izquierda renovada que defina un nuevo modelo del Estado de Israel, con una sociedad civil participativa. Soy un israelí postsionista, no antisionista.
lunes, 22 de noviembre de 2010
Los estudios poscoloniales y la agenda de la filosofía latinoamericana actual por Estela Fernández Nadal
Fernández Nadal, Estela. Dra. en Filosofía por la Universidad Nacional de Cuyo. Especialista en Filosofía e Historia de las ideas latinoamericanas, docente en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales de la misma universidad e investigadora independiente del CONICET, en el INCIHUSA-CRICYT, Mendoza.
Revista Herramienta
Hoy asistimos a una crisis de la filosofía en general, como saber totalizador y crítico; su génesis no es ajena al impacto producido, en el campo de la cultura, por la enorme transformación en el modelo de acumulación capitalista a nivel mundial que conocemos con el nombre de globalización. A partir de los años 80, al compás del "giro cultural", la filosofía se fue diluyendo en "textualizaciones", esto es, intervenciones puntuales, caracterizadas por un sesgo antiteórico y por la declarada incapacidad para historizar el presente y proyectar la imaginación al futuro. Este "agotamiento de las energías utópicas" amenaza con diluir a la filosofía como campo disciplinar del pensamiento sistemático. Es bastante obvio que, más allá de la vocación pluralista que se alega, esta orientación de la disciplina resulta absolutamente funcional a la lógica del mercado mundial dominante (Cfr. Yarza, 2003).
En este marco, el campo de la filosofía y los estudios latinoamericanos se ve penetrado por el mismo impulso. En este caso, el debate se ha centrado en las llamadas "teorías poscoloniales" o "estudios subalternos", que han llegado hasta nosotros a través de la mediación de los departamentos de estudios culturales de universidades estadounidenses, y desde cuyos enfoques se aspira a renovar los estudios latinoamericanos. Se habla así de un "latinoamericanismo poscolonial" (Castro-Gómez, 1999), como un marco teórico apropiado para dar cuenta de las nuevas condiciones de "emergencia de lo local", que estarían dadas por las formas culturales desterritorializadas del nuevo capitalismo sin fronteras nacionales y sin arraigo espacial, propio de la etapa de globalización (Mignolo, 1997, pág. 3 y ss.). Con una agenda de temas de gran actualidad y un conjunto de estrategias conceptuales sofisticadas, estas perspectivas se presentan como un esfuerzo de deconstrucción del paradigma moderno-eurocéntrico de conocimiento, que busca restituir a los grupos subalternos su memoria, obliterada por las narrativas imperiales y nacionalistas, y su condición de sujetos de sus propias historias.
En este trabajo sostenemos que esta línea de desarrollo teórico representa un caso particular del llamado "giro cultural" al interior del campo de la filosofía y el pensamiento latinoamericanos, en el que se hace visible, de un modo muy particular, la referida crisis de la filosofía, la renuncia a producir una explicación totalizante y crítica de la realidad y la dispersión del discurso en un deconstruccionismo permanente que, a pesar de una pretendida radicalidad, se resuelve en intervenciones fragmentarias y despolitizadas, con escasa capacidad explicativa y ninguna eficacia práctica.
Origen y deriva de los estudios culturales y poscoloniales
Desde fines de la década del 50, un grupo de intelectuales ingleses -Raymond Williams, William Hoggart, Eduard P. Thompson y Stuart Hall- desarrolló, dentro de una matriz marxista de pensamiento, una línea de interpretación de los problemas del arte, la literatura y otras prácticas sociales significantes, que produciría con el correr de los años una profunda renovación en la lectura de los fenómenos culturales. Una de las conquistas más importantes logradas en este campo fue la crítica sistemática a la visión reductiva y mecánica de los procesos ideológicos y el descubrimiento de la cultura como una esfera provista de una autonomía relativa. De modo particular, Williams revisó la noción marxista de la cultura a la luz del concepto gramsciano de "hegemonía"; ello le permitió concebirla como un proceso social agonístico, íntimamente relacionado con las formas específicas de la lucha de clases y las consiguientes manifestaciones históricas de dominación y de resistencia sociales.
Este ámbito de cuestiones, conocido desde entonces con el nombre de "Estudios Culturales", estaba empero llamado a transformarse profundamente en las décadas siguientes. Luego de la derrota del socialismo real, producida a fines de los ochenta, y la reorganización de la economía mundial a escala global, núcleos importantes de intelectuales de los Estados Unidos concentraron la atención en los problemas de la crisis de la modernidad y de la emergencia de fenómenos culturales nuevos, identificados como "posmodernos". Los "Estudios Culturales" cruzaron entonces el océano, pero su llegada a las costas norteamericanas los transformó completamente: en los Estados Unidos el enfoque cultural abandonó la perspectiva clasista y la mirada crítica hacia el capitalismo.1 Dejando de lado la tradición inaugurada por R. Williams, la nueva teoría se desplazó hacia la búsqueda de prácticas sociales y culturales periféricas y fragmentarias, a las que se atribuyó un potencial transgresor y contestatario de las formas consagradas de identidad cultural. De este modo, en el decenio del noventa, el desplazamiento de los "Estudios Culturales" desde Europa hacia los Estados Unidos derivaría en el predominio de un nuevo discurso teórico: el del multiculturalismo.
Dentro de ese marco general, en las universidades norteamericanas se produjo un proceso específico al interior del grupo de académicos "latinos" especializados en el campo de los estudios latinoamericanos. En una atmósfera de fuerte predominio cultural del posestructuralismo y al compás de la creciente importancia de las cuestiones relativas a la diversidad cultural e identitaria, se desarrolló y creció, en la coyuntura finisecular, un tipo de crítica que se presenta como heredera de los postulados del posmodernismo y que se propone trasladar los conocidos cuestionamientos a la razón moderna y a su lógica de dominio al interior del espacio disciplinar conformado por la Filosofía y la Historia de las ideas latinoamericanas. Se trata de un desarrollo teórico que enlaza con una de las expresiones más nuevas de la tradición "multiculturalista": los llamados "estudios subalternos" o "teorías poscoloniales".
El origen de esta terminología se encuentra en desarrollos teóricos producidos por intelectuales radicados en centros académicos metropolitanos pero procedentes de la periferia, más específicamente de las antiguas colonias inglesas y francesas que conquistaron su independencia política en el siglo xx. Entre los mismos, cabe destacar las trayectorias de Edward Said, Homi Bhabba, Gayatri Spivak y Ranajit Guha, todos ellos impulsores de una crítica epistemológica profunda, que ha puesto en evidencia los vínculos entre las prácticas colonialistas occidentales y la producción, al interior de las ciencias sociales, de "orientalismos", esto es de imágenes estereotipadas de las culturas no metropolitanas, basadas en una supuesta exterioridad radical (Cfr. Said, 1995). Otra importante línea de reflexión en la "teoría poscolonial", particularmente desarrollada entre historiadores de origen indio, es la revisión de los discursos anticolonialistas y nacionalistas de las élites nativas de su país, bajo la sospecha de que la historiografía producida por esos sectores es continuadora del discurso colonial británico y deudora de los mismos supuestos iluministas; las formas burguesa o marxista de nacionalismo indio invisibilizarían, en definitiva, los movimientos de resistencia de sujetos subalternos heterogéneos o los hilvanarían dentro de un relato continuo, a lo largo del cual se desenvuelve progresivamente la ficción de un sujeto consciente y unitario de liberación nacional y social (Cfr. Guha, s/f, págs. 23-72).
Pues bien, decíamos que este tipo de enfoque ha despertado gran interés en un grupo importante de intelectuales de origen latinoamericano, radicados en su mayoría en Estados Unidos, que ocupan actualmente destacados lugares académicos en las universidades norteamericanas de mayor prestigio internacional. Los postulados poscoloniales han inspirado buena parte de la producción teórica más reciente de autores tales como Walter Mignolo, Ileana Rodríguez, Santiago Castro-Gómez, Eduardo Mendieta, Fernando Coronil, Alberto Moreiras, entre otros.
A grandes rasgos, el supuesto común del que parte este discurso sobre lo nuestro es la hipótesis según la cual, en la segunda mitad del siglo xx, se produce en América Latina, como consecuencia de la globalización y los movimientos migratorios concomitantes, un profundo quiebre en la identidad latinoamericana. Desde esa nueva situación cultural, los relatos emancipatorios que caracterizaron la modernidad filosófica latinoamericana se develarían como reflejos del discurso colonial; serían, en definitiva, reproductores de su misma lógica homogeneizante y ocultante de la diversidad de sujetos contingentes y descentrados que "luchan, desde diferentes perspectivas por reconfigurar de otra manera las relaciones existentes de poder, pero sin reclamar pretensiones absolutas de tipo cognitivo, ético o estético" (Castro-Gómez, 1996, pág. 41).
La dudosa poscolonialidad de América Latina
Son varios los problemas que plantea este nuevo modelo teórico. Para comenzar por el principio, diremos que es objeto de fuerte controversia la cuestión de la legitimidad del empleo del término "poscolonial" al interior de los estudios sobre América Latina.
Por una parte, desde fuera del campo de estudio autodefinido como "de la subalternidad", algunos autores han señalado la no pertinencia de la trasposición de categorías elaboradas para pensar experiencias culturales propias de las ex colonias inglesas y francesas a la interpretación de nuestra realidad cultural. Esta posición se fundamenta en la apreciación de que, a diferencia de aquéllas, la mayoría de los países latinoamericanos nacieron a la vida independiente a principios del siglo xix. Si bien a partir de entonces sufrieron la penetración de los intereses neocoloniales, primero, y, a fines de esa centuria y comienzos de la siguiente, imperialistas, la experiencia histórica latinoamericana posee una especificidad tal que amerita un enfoque igualmente específico.
Al respecto, Hugo Achúgar considera que la aplicación de categorías originadas en países pertenecientes al Commonwealth implica ignorar la memoria latinoamericana, desconocer sus especificidades culturales y asimilar su experiencia histórica a la propia de países asiáticos y africanos "anclados en una memoria escrita o dicha en inglés". El resultado es un análisis de América Latina como un conjunto homogéneo, derivado de un pasado histórico supuestamente común en lo esencial con las ex-colonias británicas. "Los teóricos poscoloniales entendieron que se podía extender sin más al conjunto del planeta [esa perspectiva particular]. No tuvieron en cuenta que América Latina funciona como categoría del conocimiento, por lo menos desde hace más de un siglo, y que tanto la revisión como la crítica de dicha noción ha sido y es constante." (Cfr. Achúgar, 1998, pág. 276 y ss.)
También Eduardo Grüner llama la atención sobre lo problemático de aplicar el mismo tipo de análisis a la producción de sociedades nacionales que lograron su independencia política formal ya muy entrado el siglo xx (la India, el Magreb y otras muchas naciones africanas y asiáticas), y a las naciones latinoamericanas que conquistaron dicha independencia durante el siglo xix, en el marco histórico de las "revoluciones burguesas"; esto es, mucho antes de que se constituyera como tal el sistema estrictamente imperialista. A título de ejemplo, señala las enormes diferencias existentes entre la identidad imaginaria de un país como Argelia, constituido como tal en el marco de un sistema de dependencias internacionales plenamente desarrolladas, y un país como la Argentina, constituido un siglo y medio antes, cuando nada de eso existía. "Es obvio que la producción cultural y simbólica de dos sociedades tan radicalmente diferentes en sus historias es por lo menos difícilmente conmensurable. Pretender ponerlas en la misma bolsa implica una homogeneización reduccionista y empobrecedora, aunque se haga en nombre de Lacan o Derrida [...]. ¿Cómo podría compararse a, digamos, Nahgib Mafouz o Hani Kureishi con, digamos, Sarmiento o Borges?" En sociedades como las latinoamericanas -de "descolonización antigua" (en el sentido de que se constituyeron como Estados independientes hace más de un siglo), sometidas luego a otros procesos de dependencia, neocolonialismo o "globalización" subordinada- la "alegoría nacional" se construye de modo muy distinto al de sociedades que "todavía pugnan por encontrar su ‘identidad’, sólo muy recientemente enfrentadas al problema de la ‘autonomía’ nacional" (Cfr. Grüner, 1998, págs. 59-62).
Pero, además, tampoco todos los autores latinoamericanistas que postulan la inclusión de su línea de trabajo en los "estudios subalternos" aceptan sin más la pertinencia del término "poscolonial" para los estudios culturales en América Latina. Un caso interesante es el de Walter Mignolo, quien cuestiona la adscripción de sus colegas latinoamericanos al modelo indio de teorización poscolonial, por considerarlo fruto de un locus enuntiationis específico, cimentado en herencias coloniales británicas. Para este autor, la crítica al colonialismo ha encontrado tres formas básicas de articulación, procedentes de tres loci diferenciales: la crítica posmoderna, que expresa la crisis del proyecto moderno en el corazón de Europa y de los Estados Unidos; la crítica poscolonial, que corresponde a la experiencia de las ex-colonias que lograron su independencia después de la segunda guerra mundial, como la India y el Medio Oriente, y, finalmente, la crítica posoccidental, cuyo lugar natural es América Latina y cuyos antecedentes se remontan a las primeras décadas del siglo xx (Cfr. Mignolo, 1996 a, págs. 33-40; 1996 b, págs. 679-686).
Subalternos, migrantes, letrados e intelectuales dis-locados
Más allá de la discusión sobre la propiedad terminológica, nos interesa adentrarnos en las cuestiones de fondo implicadas en el debate sobre la pertinencia del enfoque "poscolonial" en América Latina. En términos generales, los teóricos que confluyen en una valoración positiva de tal perspectiva evalúan la recepción de los "estudios subalternos" al interior del campo latinoamericanista como una forma de continuación del debate sobre la posmodernidad en América Latina. El desarrollo de una nueva sensibilidad hacia las diferencias y complejidades de nuestra sociedad y cultura, despejada por la perspectiva posmodernista, el surgimiento de los nuevos movimientos sociales que irrumpen en la escena pública a partir de los ochenta -mujeres, homosexuales, presos, enfermos de SIDA, prostitutas, indígenas, estudiantes, niños de la calle, etcétera- y, finalmente, la integración económica de la región al mercado global habrían sentado, en conjunto, las condiciones para operar un cambio epistémico profundo en la mirada sobre nosotros mismos. En este nuevo marco, estos pensadores consideran que las "teorías poscoloniales", producidas por estudiosos procedentes del antiguo imperio británico, podrían ser aprovechadas en el contexto latinoamericano, con el objeto de hacer visibles a los "sujetos subalternos" del continente.
Sucede, empero que la definición de la categoría de sujeto "subalterno" posee un grado muy elevado de labilidad. En el "Manifiesto Inaugural" (1995) -en cuya redacción participaron, entre otros, Walter Mignolo, Julio Ramos, Patricia Seed, Norma Alarcón, María Milagros López y John Beverley-, se lo caracteriza como un sujeto social desterritorializado, cambiante e internacionalizado, no aprehensible desde las categorías de "nación" y "clase", y que abarca una multiplicidad "híbrida" de posiciones, entre las que se incluyen las siguientes: la masa de la población trabajadora, los estratos intermedios, los subempleados, los vendedores ambulantes, la gente al margen de la economía del dinero, los niños, los desamparados, las mujeres, las minorías sexuales, etcétera Todos estos sujetos habrían sido opacados por el análisis marxista y su unilateral acento en un "sujeto clasista unitario", que "velaba la disparidad de negros, indios, chicanos y mujeres" y excluía a "los sujetos improductivos" (Castro-Gómez y Mendieta, 1998, págs. 85-91).2
Con fuerte espíritu crítico, Mabel Moraña ha señalado los desplazamientos sufridos por la categoría de "subalternidad", desde su origen gramsciano hasta el actual uso "poscolonial". En Gramsci, el concepto hacía referencia a los estratos populares que expresan sus luchas a través de una emergencia episódica; de su praxis resulta la construcción de una historia disgregada y discontinua, que contrasta frente a la continuidad histórica de las clases hegemónicas. La autora señala que la elaboración actual del concepto violenta esa disgregación, convierte a la subalternidad en una "narrativa globalizante", y sustituye el activismo político que proponía Gramsci por un ejercicio puramente intelectual. En las reelaboraciones "poscoloniales", "la historia se disuelve o aparece subsumida en la hermenéutica y el montaje culturalista, y la heterogeneidad se convierte, paradójicamente, en una categoría niveladora que sacrifica el particularismo empírico a la necesidad de coherencia y homogeneización teórica". En resumen, "hibridez" y "subalternidad" son, en este momento, más que conceptos productivos para una comprensión más profunda y descolonizadora de América Latina, nociones claves para la comprensión de las relaciones Norte-Sur, que ponen al descubierto los propósitos de "centralidad y vanguardismo teórico globalizante de quienes aspiran a interpretar y representar discursivamente" a la región (Cfr. Moraña, 1998, págs. 233-243).
Esta sospecha deslizada hacia la academia norteamericana, como centro de poder cultural donde se teoriza sobre y por América Latina,3 es compartida por Hugo Achúgar, quien interpreta el paradigma teórico "poscolonial" como efecto de una mirada situada desde fuera de nuestra memoria. El uruguayo señala que lo que se juega en estos debates es el tema, por cierto fundamental, de la localización y el posicionamiento de la enunciación, en el marco de un esfuerzo por liberar a la historiografía de la dominación de categorías e ideas producidas por el colonialismo e incorporadas subrepticiamente en la propia reflexión sobre la identidad. Pero sucede que este programa de revisión de la historiografía desde el lugar de la otredad tiene, en América Latina, una larguísima tradición, que se remonta al siglo xix y alcanza en el xx momentos culminantes, como es el caso de José Martí. Por tal motivo, la conciencia latinoamericana ha sido desde hace más de un siglo un espacio heterogéneo en constante transformación, donde ninguna formulación de la identidad es permanente o aceptada de modo general. Nuestro pasado intelectual, lejos de ser homogéneo, es más bien un campo de batalla donde combaten distintos sujetos y proyectos, con memorias también particulares. "Tanto la evaluación de los distintos pasados como la propuesta de los diversos futuros y el posicionamiento en relación con el poder determinan el tipo o los tipos de América Latina que permiten construir los respectivos "nosotros" -inclusivos y excluyentes- desde los que se habla" (Achúgar, 1998, pág. 275). Los lineamientos poscolonialistas, trasladados desde su origen en ex colonias británicas hacia América Latina, operan desconociendo la heterogeneidad del pensamiento latinoamericano.
El ocultamiento de esa especificidad cultural e histórica, la asimilación de experiencias históricas de pueblos y países completamente disímiles, sólo resultan comprensibles si se los ve como el resultado de una mirada exógena, producida desde un lugar muy particular: la academia norteamericana. Este "afuera" desde donde se mira no es, para Achúgar, un espacio físico sino una ubicación geo-ideológico-cultural, que ignora la situación de enunciación propia de las sociedades latinoamericanas y la asimila a la del migrante latino en los Estados Unidos. Se da así la paradoja de que, en nombre del derecho a enunciar desde un locus particular, se habla, de nuevo, por otros y en nombre de otros.
En principio podría decirse que, en todo caso, es una perspectiva legítima para quienes se han radicado en el país del Norte y se han abierto con esfuerzo y sacrificio un espacio intelectual en sus universidades. Auque con la siguiente advertencia: siempre que quede claro que de ningún modo se puede extender sin más esa perspectiva al conjunto del continente o del planeta. Sin embargo, mirando hacia atrás, haciendo un poco de historia, la sola relativización de esa mirada parece un recurso insuficiente y demasiado inocente. La pregunta insidiosa se dispara casi naturalmente: ¿no estaremos, otra vez, de nuevo, ante una actitud ya vista y conocida? Desde estas latitudes, el gesto se revela como una reedición de la vieja mirada imperial, del relato que procede de afuera y pretende establecer un deber ser y una memoria, postulados, esta vez, desde el lugar del "migrante".
La investidura de ese lugar como espacio especialmente autorizado para teorizar sobre América Latina se produce a través de un procedimiento discursivo, que se articula en tres pasos. En el marco de la evaluación de la globalización como una era en la que se imponen nuevas relaciones humanas "desterritorializadas", primero se despolitiza y psicologiza la condición de migrante; luego se propone la equiparación entre el migrante-cosmopolita y el subalterno (cualquiera sea su especificidad empírica) y finalmente se subalterniza al intelectual de origen latino en los Estados Unidos, por oposición al letrado "clásico".
Primer paso. La centralidad de las migraciones, como fenómeno general de fuerte incidencia en la descomposición de las identidades nacionales y regionales, es, en efecto, un tópico recurrente al interior de la propuesta poscolonial. El problema es siempre abordado desde la perspectiva de la significación personal de la experiencia migratoria en el sujeto individual que la soporta, de modo que nunca se plantea una reflexión sobre las causas que la provocan. En efecto, está completamente ausente la pregunta por la relación de los flujos migratorios actuales con el proceso de globalización. No hay referencias a que este modo de acumulación favorece la concentración de la riqueza y profundiza la pauperización en los mismos centros y expulsa de las periferias -empobrecidas y sometidas a políticas aperturistas de libre mercado y de flexibilización laboral- a la mano de obra sobrante; ya se trate de trabajadores con baja calificación o de intelectuales que buscan en los centros mejores posibilidades de incorporación en el mercado académico y científico, porque en sus países de origen -sometidos a políticas de subordinación y dependencia- no tiene cabida un proyecto de educación masiva y de calidad ni de desarrollo científico independiente. (Cfr. Brisson, 19974.)
Segundo paso. Despojada de sus dimensiones macroeconómicas y políticas, la cuestión de las migraciones es situada en el marco de la resonancia psíquica y afectiva en la subjetividad, y referida al conjunto de "sensibilidades y emociones" que, en la situación de "exilio", se conservan y perpetúan el vínculo del cuerpo con "el idioma, la comida, los olores, el paisaje, el clima". La experiencia del migrante configura una "ubicación geocultural" favorecedora, en definitiva, de la "hermenéutica pluritópica" que resulta hoy necesaria para pensar el "mundo interconectado" en el que vivimos (Mignolo, 1996 a, págs. 24 y 39).
Por este camino, se arriba a la consideración del inmigrante de origen latinoamericano, radicado en los Estados Unidos, como uno de los referentes más firmes del "subalterno", y a la del académico norteamericano como el prototipo del primero; algo que, sin duda, guarda una relación íntima con el hecho de que quienes teorizan en esta línea son, mayoritariamente, intelectuales oriundos de América Latina pero radicados en el primer mundo.
Tercer paso. En este gesto se cuela una acusación velada o manifiesta a la "cultura letrada" como marco en el que se habría desenvuelto, hasta ahora, la crítica latinoamericana al colonialismo y al eurocentrismo. Se sostiene así que, desde Bolívar o Sarmiento y hasta la teoría de la dependencia o la filosofía de la liberación, encontraríamos o bien los mismos mecanismos de dominación legados por occidente (Castro-Gómez, 1996), o bien una perspectiva poscolonial correcta, pero expresada todavía en un marco discursivo inadecuado, deudor de valores y criterios modernos (Mignolo, 1995 b, pág. 29). La cultura letrada, la escritura, el alfabeto, reproducen los mecanismos occidentales de dominación, fijan el habla, reifican el discurso, suprimen otras formas de decir ajenas al alfabeto, imponen la lógica binaria que invisibiliza al subalterno.5 Ahora bien, a diferencia de ese decir de los letrados y la academia, los intelectuales poscoloniales, representan un sujeto dicente "fuera de lugar", dislocado entre el ser de (origen latinoamericano) y el estar en (academia norteamericana), que, como los demás "otros" oprimidos, se ubica también en los intersticios de las disciplinas y las identidades "duras", y puede, por tanto, "pensar con y desde los subalternos" y no ya por ellos (Mignolo, 1995 a, págs. 25-28; 1996 a, pág. 38).
¿Qué significa esta presunción de que el intelectual puede confundirse con los subalternos, formar parte de ellos, hablar desde ellos? Con Jameson creemos que se trata de una ilusión que permite calmar la mala conciencia producida ante la evidencia de que existe una distancia infranqueable entre el acto de conocer y el objeto de conocimiento. "El intelectual necesaria y constitutivamente está a cierta distancia, no sólo de su propia clase de origen, sino de la filiación de clase que ha elegido, pero en este contexto resulta aún más relevante el hecho de que el/ella está necesariamente a distancia también de los grupos sociales". Se trata de una distancia "estructural", constituyente del rol de intelectual, que opera como el costo que necesariamente hay que pagar para alcanzar el grado necesario de "lucidez sobre los mecanismos reales de la relación social". Suprimir esa distancia es un anhelo imposible, que lo único que logra es reescribir el problema en términos de "representación", con lo que se elude (pero no se soluciona) la centralidad del problema de las deficiencias inherentes a cualquier pretensión de hablar por sujetos silenciados, que no acceden generalmente a la educación y carecen de posibilidades de expresar su voz en el espacio público (Jameson, 1998, págs. 114-117).6
¿De (desde) qué locus estamos hablando?
Retomemos ahora la cuestión de la pertinencia de la mirada del migrante como horizonte develador de la realidad latinoamericana (una realidad que, recordemos, es heterogénea, en la que coexisten y luchan diversas formulaciones de la identidad y de la memoria).
La suposición de fundar una epistemología poscolonial para América Latina, desde la condición subalterna y por fuera de la academia, se sustenta, como veníamos diciendo, en la experiencia vital de la migración en la propia identidad personal y social. En efecto, la singular experiencia que les presta su "socialización en dos mundos" situaría a estos intelectuales latinoamericanos en una posición estratégica para dar cuenta de la doble condición subalterna que atraviesa su subjetividad: de una parte, la de sus comunidades de origen en relación con el nuevo medio social en que desenvuelven su actividad académica; de otra, la del colectivo de inmigrantes al que pertenecen en relación con el nuevo contexto de las "ciudades globales" en las que ahora viven. De este modo, los teóricos de la "poscolonialidad" latinoamericana, conscientes de su posición hegemónica respecto a sus localidades de origen y de su condición de letrados en el conglomerado de inmigrantes latinos en los Estados Unidos, quieren pensar la "subalternidad" desde el locus enuntiationis que les proporciona su ubicación privilegiada de migrantes en las "zonas de contacto" intercultural, en tanto ámbito óptimo para la experimentación de la nueva aldea global (Castro-Gómez y Mendieta, 1998, pág. 15).
Pero sucede que la especificidad de América Latina se desvanece si se lee desde el lugar del inmigrante hispanoamericano en los Estados Unidos, pues, desde esa posición, las diversas memorias -hegemónicas u oprimidas- que luchan y coexisten en su mundo de origen, pasan a formar parte de un pasado que carece de vigencia en el nuevo locus. Esta experiencia no es la de los latinoamericanos que no hemos migrado o los que lo han hecho a otro país latinoamericano, y no puede, por tanto, universalizarse.
Veamos algunos ejemplos de esta ilegítima generalización:
"El Tercer Mundo, por años firmemente anclado en la ‘periferia’ -esto es, en Asia, África y Latinoamérica- parece ahora trasladarse a los Estados Unidos, donde el término se aplica no solamente a las áreas pobladas por migrantes originarios del Tercer Mundo y por viejas ‘minorías’ domésticas, como ‘las mujeres de color’ y otros grupos sociales étnicos ‘marginados’. La ciudad de Los Ángeles es [...] la capital del Tercer Mundo."(Coronil, 1998, pág. 124.)
En la misma línea, se afirma que, como consecuencia de las migraciones, "el significante ‘Latinoamérica’ hace referencia también a un conjunto de fuerzas sociales al interior de los Estados Unidos, que se han convertido ya en la cuarta o quinta nación de habla hispana más grande del mundo", transformándose así en el lugar donde las identidades latinoamericanas serían más visibles. En definitiva, para captar las nuevas formas de identidad, sería necesario despojarse de prejuicios localistas y promover la reelaboración teórica del concepto de "Panamericanismo" (Grupo Latinoamericano de Estudios Subalternos, 1998, págs. 93 y 96).
Mignolo, por su parte, proclama "la necesidad [...] de pasar por alto la distinción colonial entre la América Latina y la América anglosajona, con el Caribe como un tercer espacio que les pertenece y no les pertenece a ambas, y con una heterogénea comunidad latina en los Estados Unidos, que también está haciendo obsoletas las viejas categorías geoculturales coloniales y neocoloniales" (1996 a, pág. 35).
Finalmente, otro autor nos explica: "Como ciudadanos de los Estados Unidos elegimos las imágenes de América que posibilitan o frustran ciertas ‘topografías de praxis comunicativas’ [...] En la formulación de José Martí, ‘Nuestra América’ sugiere un cuestionamiento: ¿cuál América y de quién? En mi caso es la América del Inca Garcilaso y la América de Bartolomé de las Casas, al igual que la América de Bolívar y Santander, pero también la de Douglas, Sojourner Truth, Peirce, James y Mead" (Mendieta, 1998, pág. 164). Es evidente que "su" caso es, si no excepcional, de un alcance ciertamente muy restringido.
Achúgar advierte: cuando, desde el locus enuntiationis de la academia norteamericana, se confunde lo latinoamericano con lo latino-estadounidense, somos espectadores de un gesto que tiene que ver, más que con nosotros y nuestra identidad, con la política imperialista de la gran potencia mundial. Es lógico que el impacto de las migraciones en los Estados Unidos haya puesto en crisis la hasta hace poco identidad monocultural de ese país y haya obligado a atender la diversidad étnica, religiosa y cultural de su población. Sin embargo, otorgar a esa problemática local un alcance mundial o, como mínimo, común a todo el continente americano, representa una proyección de la cultura norteamericana hacia fuera, a partir de la convicción de que es isomorfa con el mundo. Esta concepción de sí mismos como "microcosmos" forma parte de la legitimación del status estadounidense de única superpotencia.
En definitiva, el discurso poscolonial proclama la centralidad del locus enuntiationis como recurso indispensable de la necesaria politización de la teoría, pero es ciego ante las propias complicidades con ideologías ciertamente muy remanidas y muy localizables. Resuena en todo esto un nuevo panamericanismo que, como el viejo, es una forma discursiva que expresa la vocación imperialista de los Estados Unidos en la región. Las circunstancias actuales recuerdan las del año 1888, cuando, en el marco de la conferencia convocada por Mr. Blaine, Martí advirtió contra la ideología del panamericanismo y lanzó su consigna "Nuestra América". La reedición de esa conferencia en nuestros días se produce en la cumbre hemisférica de 1994, cuando, ante la necesidad de frenar el fortalecimiento de los bloques económicos de Europa y de Asia, se lanza desde Miami el proyecto de constitución del tratado de libre comercio que conocemos como ALCA. Ningún paradigma que se pretenda "político" puede obviar este contexto. Por este camino, el poscolonialismo se revela como una expresión cultural no ajena a los intereses hegemónicos de los Estados Unidos: un panamericanismo renovado, que en nombre de los subalternos busca obliterar nuestro americanismo; una agenda que procura reubicar la autoridad y que plantea, como correlato, la necesidad de revisar el pasado y la memoria colectiva (Cfr. H. Achúgar, 1998, págs. 280-284).
Sobre la debilidad teórica y la funcionalidad política de los estudios poscoloniales
Si dejamos de lado la cuestión de la pertinencia del repertorio de categorías que utiliza el paradigma "poscolonial" y del locus desde el que se formula, encontramos también dificultades en lo relativo a la capacidad explicativa de ese marco teórico para nuestra realidad. El problema de fondo radica en que, más allá de las reiteradas alusiones a la "globalización" como fenómeno mundial y a la "posmodernidad" como nuevo temple del ánimo, los desarrollos que venimos analizando no logran articularse nunca en una reflexión sobre el capitalismo mundial actual ni sobre la relación de todo este complejo de cuestiones con la implantación del neoliberalismo en América Latina. De modo particular, el descuido por el problema de la relación entre los fenómenos culturales "posmodernos" o "poscoloniales" y los procesos sociales y económicos en que los mismos se contextúan resuelve este tipo de propuesta en un relato meramente descriptivo, que se contenta con una perspectiva de análisis completamente acrítica de los propios problemas de la cultura, que se supone son su objeto privilegiado de estudio. En definitiva, tanta radicalidad teórica termina diluyéndose mágicamente en un culturalismo inofensivo.7
Jameson advierte que la separación desarticulada o, en el límite, la contraposición, entre lo económico y lo político, de un lado, y lo cultural, de otro, no es más que una expresión sintomática de la cosificación y fragmentación de la vida contemporánea. Puede decirse que este discurso es un síntoma en la medida en que articula como lenguaje las formas de la experiencia alienante a que estamos sometidos; pero, al mismo tiempo, actúa como refuerzo de esa alienación. Y ello porque, en tanto confirma la brecha entre lo social y lo psicológico, lo público y lo privado, el "sistema" y el "mundo de la vida", el discurso "poscolonial" contribuye a paralizar todo proyecto de cambio posible (Cfr. Jameson, 1989, pág. 17 y ss.).
Está claro que en el recurso a conceptos tales como "poscolonialidad" y "subalternidad" lo que está en juego es el rechazo a la categoría de clase como determinación fundamental del sujeto histórico.8 "Subalternidad [es] un término genérico que abarca clase, género, casta, oficio, etnia, nacionalidad, edad, cultura y orientación sexual" (Rodríguez, 1998, pág. 104). Por su carácter de "significante flotante", posee la ventaja, frente al concepto "único y ordenador de clase social", de la ubicuidad o multilocalización.9 Pero sucede que, más allá de las conocidas transformaciones objetivas y subjetivas que han traído como consecuencia las tecnologías electrónicas y nucleares y la nueva organización y división del trabajo a escala global, las sociedades actuales conservan una marcada estructura de clases.
Sostener que éstas han desaparecido o que han sido desplazadas de la escena política por los "nuevos movimientos sociales" y la "multiplicidad de pequeñas historias" coexistentes y no susceptibles de ordenación jerárquica, es empujar la argumentación hacia la absurda conclusión lógica de que la clase dominante se habría desvanecido o habría disuelto su poder en la "microfísica" de identidades fragmentarias y desarticuladas. Un absurdo que pone en evidencia que la expulsión de la categoría de "clase" del análisis socio-cultural no sólo no enriquece, sino que simplifica y empobrece el pensamiento teórico-crítico y lo priva de una categoría analítica axial para la explicación del modo de producción capitalista.
En este sentido, Zizek ha deslizado una interesante sospecha hacia el énfasis multiculturalista que presenta a los nuevos sujetos como sustitutivos (y no complementarios) de la lucha de clases. ¿Por qué -se pregunta el autor- esta insistencia en lo micro surge y alcanza hegemonía teórica precisamente en el momento en que el capitalismo ha logrado su unificación macro, a través de los sectores financiero, informático y comunicacional? Su respuesta es contundente: el multiculturalismo es la ideología del capitalismo global. El respeto indiferente y distante hacia la identidad del "otro" es la máscara con que se recubre hoy la ideología del universalismo vacío, destilada por la máquina global anónima y abstracta del capital actual. Se trata de la nueva forma -"posmoderna"- del racismo: ya no se opone al otro los valores particulares de una cultura específica, sino que la propia superioridad se reafirma desde el vacío de identidad y el desarraigo cultural total (Cfr. S. Zizek, 1998, págs. 171 y ss.).
En una línea de interpretación similar, pero que apunta de modo específico al programa de los "estudios subalternos" en América Latina, Arturo Roig plantea una crítica aguda y certera a la política epistemológica que pregona el deleite en los fragmentos, en las ‘pequeñas historias’, que deliberadamente renuncia a su integración en "discursos omnicomprensivos" y evita su subsunción en categorías abstractas tales como "pueblo", "nación", "dependencia económica" o "clases sociales". Con una dosis de ironía, Roig se pregunta: "¿Qué son ‘pequeñas historias’? [...] Suponiendo que sea posible establecer epistemológicamente la categoría de ‘pequeñas historias’, ¿por qué vamos a renunciar a hacer la historia de los opresores y de los oprimidos que atraviesa a todas ellas? [...] ¿Es una ‘pequeña historia’ la de los Sim Terra que incluye a doce millones de campesinos brasileños [...]? Poniendo en práctica la categoría de ‘pequeña historia’ ¿podríamos hacer la historia del alzamiento indígena de Chiapas, así como del Movimiento Zapatista de Liberación, sin enmarcar los acontecimientos dentro de la situación global del México capitalista actual y sus conflictos estructurales? [...]. En verdad no sabríamos como ‘achicar’ esta historia viva que se siente continuación de las luchas de Emiliano Zapata. [...] ¿Les vamos a aconsejar a nuestras filósofas y a nuestros filósofos que no se ocupen de cuestiones como estas porque resultan historias ‘demasiado grandes’?" (Roig, 1998, págs. 15 y ss.)
Junto con la categoría de "clase", se cuestiona también la importancia que ha tenido en la conformación de nuestra tradición intelectual la oposición centro/periferia, a la que se acusa de opacar las diferencias internas. Como los subalternistas indios, los poscoloniales latinoamericanos se posicionan críticamente frente a las narrativas históricas deudoras de "la dialéctica del amo y el esclavo", que construyen la identidad latinoamericana en torno a la idea de la nación y por oposición a una metrópolis colonial o imperial. Esta ideología habría sido producida y reproducida por la élite urbana de los letrados que, divorciados de las formas orales de comunicación, sepultaron esa heterogeneidad de voces en la escritura, en un gesto completamente funcional al poder disciplinador del Estado-nación. Con la globalización asistiríamos por fin a la declinación de los Estados nacionales y a la aparición de una nueva conformación mundial fluida donde, liberado de la opresión de un poder central unitario, "el Otro [...] se disuelve y multiplica simultáneamente. Las identidades colectivas están siendo definidas en lugares fragmentados que no pueden ser cartografiados con categorías anticuadas [...] y viejos mapas imperiales esbozados en blanco y negro" (Coronil, 1998, pág. 142)10. En definitiva, la globalización anunciaría el fin de la expansión colonial o imperial de la Modernidad (tanto en el terreno político como teórico-epistemológico) y auguraría el surgimiento de una "democracia" planetaria, posibilitada por una configuración económica mundial que se califica indistintamente de "capitalismo sin fronteras" o de "poscapitalismo" (Mignolo, 1997, págs. 4 y 16, respectivamente).
Resuena en todo este discurso el entusiasmo ante un supuesto fin del imperialismo, que se ha propagado ciertamente mucho más allá de las fronteras de las teorías "poscoloniales" sobre América Latina. El tema ha sido ya muy debatido y los términos de la discusión ampliamente difundidos y conocidos. Nos basta, por tanto, recordar que el slogan de la transformación de los estados (centrales y periféricos) en un relicto de la anterior y felizmente superada etapa imperialista, es falaz. El mercado mundial global actual, sustentado en el libre flujo de mercancías y capitales, requiere como condición sine qua non una acción constante y decidida de los Estados que, devenidos agentes de globalización y de facilitación de los intercambios a través de subvenciones, desregulaciones y privilegios comerciales y financieros, se reestructura en función del proyecto de globalización (Cfr. Hinkelammert, 1998, págs. 267-278; y 1999, págs. 17-23). Si esta política estatal trae como consecuencia necesaria la debilitación del papel regulador que antes ocupó el Estado nacional en América Latina, en materia de desarrollo económico y social, debe quedar claro que tal debilidad no se extiende a los Estados del centro, como lo demuestra sobradamente la imparable supremacía mundial de los Estados Unidos y la lógica claramente imperial de su política económica, nacional e internacional, y de su política militar.
Para una agenda filosófica latinoamericana
Los estudios poscoloniales intentan construir un nuevo lugar de enunciación desde donde leer y dar cuenta de América Latina. Este locus arranca, en su punto de partida, decretando la universalidad de la experiencia del migrante. El resultado es la reducción de América Latina a un objeto homogéneo y coherente, una criatura de laboratorio, un experimento mental, producto de una mirada foránea.
La resistencia o el cuestionamiento frente a la política de la memoria y del conocimiento que subyace en el enfoque "poscolonial" han sido interpretados como una defensa cerrada, procedente de algunos intelectuales "nativos", de la investidura de únicos voceros autorizados para proferir relatos identitarios de los "otros". Dejando de lado el hecho de que la distancia entre la realidad y su representación abstracta es irreductible, esto es, de que toda mirada disciplinar es una construcción y no un espacio donde el "otro" podría expresar su voz directamente y sin mediaciones (Cfr. Said, 1996, págs. 23-59; Follari, 2002, pág. 97), lo que está en cuestión es otro problema: lo que resistimos es la vocación de hacer de nuestra realidad social y cultural el objeto de una teorización que, en virtud de la globalización, homogeneiza los diversos procesos nacionales y regionales. No aceptamos que haya un lugar fuera de nuestra cultura que, por su especial conformación fronteriza y migrante, resulte el más apropiado para iluminar su verdad. Para ciertas comunidades humanas, la frontera es un espacio de experiencia vital legítimo y una categoría de análisis pertinente; pero ni esto ni el origen latinoamericano de los intelectuales que piensan desde los Estados Unidos basta para generalizar la situación y la memoria de los latino-estadounidenses al conjunto de los latinoamericanos.
Edward Said nos recuerda que no existe un campo disciplinar o institucional que pueda desplegar una metodología interpretativa desde fuera de las circunstancias sociales e históricas que lo hacen posible. Investigar sobre estos problemas desde los Estados Unidos es hacerlo necesariamente desde un Estado enormemente poderoso que ocupa el rol de superpotencia. "La fetichización y celebración inexorable de la ‘diferencia’ y la ‘otredad’ es, por lo tanto, un camino peligroso. Sugiere [...] la apropiación descuidada y la traducción del mundo por un proceso que, aún con todas sus declaraciones de relativismo, despliegue de rigor epistemológico y experiencia técnica, no puede diferenciarse fácilmente de los procedimientos del imperialismo." (Said, 1996, pág. 38)11
El poder que irradia el centro metropolitano es fuerte, y no es fácil sustraerse a las "propiedades talismáticas" que destilan las "otredades" subalternas, migrantes, híbridas y fronterizas. Entre nosotros, el campo de la filosofía latinoamericana está siendo permeado por esta forma de "multiculturalismo", donde proliferan las deconstrucciones de las narrativas históricas, las textualizaciones de nuevas sensibilidades y la microfísca de identidades mutantes y descentradas, en el marco de una mezcla de teorías y categorías en la que se confunden la antropología, la sociología de la cultura, la comunicología y otras disciplinas afines. Desconfiemos de este "énfasis multiculturalista"; Zizek nos advierte que la exigencia central a la que está asociado -la de abandonar las categorías totalizantes y homogeneizantes, en nombre de identidades lábiles y mutantes- es un gesto cargado de connotaciones políticas. El refugio en la "crítica cultural" no constituye sino el reverso de la renuncia silenciosa a pensar y contestar la escandalosa hegemonía de la superpotencia mundial y del capitalismo como sistema total (Zizek, 1998, págs. 178 y ss.).
Si la filosofía posee hoy todavía un rasgo distintivo y específico como forma de saber, este es, a nuestro juicio, la aspiración a la totalidad; una aspiración que no remite, por supuesto, a los principios universales de todas las cosas, que fueron alguna vez su objeto, sino a una peculiar modalidad de abordar los hechos y de preguntar por su sentido, de reenviar el ser al deber ser y lo real a lo posible, de producir una distancia crítica respecto de la inmediatez caótica y de alumbrar una explicación global y contextual de las relaciones entre los fragmentos aparentemente inconexos.
Ya es hora de que desempolvemos la herramienta punzante de la filosofía para desentrañar la significación profunda de la crisis que vivimos y para proponer vías de solución frente a nuestros problemas. Construyamos nuestra propia agenda de temas, preocupaciones y estrategias conceptuales, y dejemos que la academia norteamericana se haga cargo de los suyos; que son, sin duda, muy legítimos para ella, pero no son los nuestros.
En esa agenda mantiene su vigencia la indagación sobre nuestra identidad, en sus diversas y conflictivas formulaciones históricas; el estudio de nuestras raíces culturales, de las ideas políticas, económicas, pedagógicas, morales, producidas en nuestra América; de las modalidades particulares en que ha sido recibido y reformulado el pensamiento europeo en estas tierras; de los programas de integración regional y continental; de las formas aún no historiadas de emergencia social, de resistencia y de lucha frente a prácticas y discursos hegemónicos; de los proyectos sociales y políticos de los sectores subalternos (en el viejo y gramsciano sentido de la palabra) y de las elites; de las utopías cumplidas e incumplidas en nuestro devenir histórico. A todas estas preocupaciones clásicas de la tradición del pensamiento latinoamericano, se suma hoy la urgente tarea de comprender la configuración actual del mundo y afrontar críticamente las consecuencias para la región y para la humanidad del modelo histórico-social imperante.
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Notas
1. "Siempre que la teoría extranjera cruza el Atlántico, tiende a perder muchos de los matices políticos o de clase relacionados con su contexto [...]. Pero no hay caso más notable de este proceso que lo que ocurre con la actual reinvención americana de lo que fue en Inglaterra una cuestión de militancia y un compromiso con el cambio social radical." (Jameson, 1998, pág. 92.)
2. El señalamiento de la índole "improductiva" de los sujetos "subalternos" implica una crítica a la perspectiva marxista del proletariado como clase antagónica a la burguesía y de la lucha de clases como motor de la dialéctica. Conviene aclarar que se trata de una versión ciertamente estereotipada de la cuestión, que desconoce el carácter de constructo de las clases, no exclusivamente determinado por la posición "objetiva" en la estructura social, así como la complejidad de los fenómenos identitarios, sujetivos, que intervienen en el proceso de constitución de la "clase". Esto supone ignorar tanto la larga tradición crítica del determinismo económico, desarrollada al interior de la teoría marxista contemporánea, como también el propio tratamiento marxiano del problema. Marx abordó la generación de "excluidos" del mercado de trabajo como un mecanismo inherente a la lógica del capital. La "fuerza de trabajo", como categoría económica, incluye al ejército de reserva de los desocupados, que no pierden su condición de sujetos productivos, potencialmente capaces de transformar la naturaleza y transformarse a sí mismos, aunque carezcan de empleo. Para decirlo brevemente: el concepto de "sujetos improductivos" es ambiguo y no corresponde a ninguna categoría teórica identificable en el pensamiento de Marx; y, aún si aceptamos su aplicación a la gran variedad de excluidos y marginados de las sociedades actuales, se hace necesario recordar que tales sujetos son producidos por el capitalismo y forman parte inescindible de su desarrollo.
3. "Desde que la hibridez se convirtiera en materia rentable en discursos que intentan superar y reemplazar la ideología del melting pot y el mestizaje con la del multiculturalismo y la diferencia, la cuestión latinoamericana pasó a integrar el pastiche de la posmodernidad. En las nuevas reelaboraciones sobre hibridez y subalternidad [...] sobrevive [...] la dominación teórica ejercida desde centros de poder económico y cultural situados en las grandes metrópolis del capitalismo neoliberal [...] Latinoamérica sigue siendo aún, para muchos, un espacio preteórico, virginal, sin Historia (en el sentido hegeliano), lugar de la subalternidad, que se abre a la voracidad teórica tanto como a la apropiación económica. Sigue siendo vista, en este sentido, como exportadora de materias primas para el conocimiento e importadora de paradigmas manufacturados a sus expensas en los centros [...]" ( Moraña, 1998, págs. 241-242).
4. "El capitalismo se ha vuelto lo más inhumano posible. Entonces, el desbordamiento del capitalismo corresponde no a una sobreexplotación de la fuerza trabajo, sino a su relegación (confinamiento) al rango de mano de obra sobrante. El sistema más descarado engendra una fuerza de trabajo que sobra, una fuerza de la cual se puede prescindir. La fuerza de trabajo no solamente sobra en el Sur, sino también en el Norte, constituyendo un Sur dentro del propio Norte" (1997, pág. 125).
5. Afortunadamente, ese tipo de intelectual, junto con la matriz moderna a la que pertenece, está en vías de extinción "porque, por un lado, los intelectuales mismos nos vamos convirtiendo en un movimiento social más, y, por el otro, porque podemos pertenecer a otros movimientos sociales (de carácter étnico, sexual, ambiental, etcétera) en donde, o bien nuestro papel de intelectual desaparece o bien se minimiza en la medida en que [...] los movimientos sociales que trabajan contra las formas de opresión y a favor de condiciones satisfactorias de vida, teorizan a partir de su misma práctica sin necesidad ya de teorías desde arriba que guíen la práctica." (Mignolo, 1998, pág. 38y ss.)
6. Agrega Jameson que tanto el "populismo", como ideología de intelectuales que se proclaman subalternos, como, en el otro extremo, "el renunciamiento al compromiso social, el intento de separar el conocimiento social de la posibilidad de acción en el mundo y, en primer lugar, el pesimismo acerca de la posibilidad de acción en el mundo", son formas (impotentes) de conjurar la distancia. Y, con Sartre, piensa que, tratándose de una contradicción irresoluble, "lo mejor y más auténtico es mantenerse en la autoconciencia desgarrada" (1998, 114 y s). Sobre el mismo tema, Follari ha señalado la paradoja de que la pretensión de prestar la voz a los oprimidos se reviste, en los autores poscoloniales de un "lenguaje fuertemente esotérico e incomprensible para el lector no iniciado" (2000, pág. 66).
7. Por ejemplo, Castro-Gómez desdeña toda relación entre posmodernidad y neoliberalismo en América Latina: no sólo la primera no le parece ser de ningún modo el correlato ideológico del segundo, sino que mientras el neoliberalismo es definido como una "tendencia homogeneizadora de una racionalidad sistémica y tecnocrática", la posmodernidad es evaluada como un fenómeno cultural que tiene lugar a "nivel del mundo de la vida" y que expresa un proceso de apertura y liberación de diferencias "donde los sujetos sociales constituyen identidades que ya no son determinadas por la hipertrofia estatal y el gigantismo del sector público" (1996, pág. 30 y ss.) Para evitar malentendidos, aclaramos que lo que nos resulta sorprendente en el planteo no es, por cierto, la resistencia a establecer una relación mecánica entre "determinismo sistémico" y "mundo de la vida" -o entre "base" y "superestructura", para decirlo en términos clásicos-, sino la increíble ausencia del interrogante por los modos específicos de articulación entre ambos niveles. Es obvio que, sin dejar de ser diferentes, tienen que estar relacionados. Como ha señalado con perspicacia Yamandú Acosta: "si bien no puede señalarse una suerte de conjura entre posmodernidad y neoliberalismo, desde la recurrencia al criterio de totalidad no puede dejar de señalarse su aparente complementariedad no intencional. Por lo demás, la crisis de la ‘matriz estadocéntrica’ y su sustitución por la ‘matriz mercadocéntrica’ a nivel planetario están apuntando una objetiva solidaridad entre las nuevas identidades culturales ‘posmodernas’, que se definen con creciente autonomía respecto del estado, y la efectiva pérdida de centralidad de este último en el marco de las transformaciones operadas en el modo de acumulación ideológicamente expresado, impulsado y justificado por el neoliberalismo" (1997, pág. 126).
8. Una de las subalternistas más fuertemente detractoras del marxismo es Silvia Rivera Cusicanqui, quien sostiene, por ejemplo: "la teoría marxista, sustentada en la visión homogeneizadora de las clases sociales, no fue capaz de dar cuenta de las demandas diferenciadas de los distintos sujetos componentes del movimiento [campesino de Colombia], sujeto en muchas regiones a una cadena colonial de discriminación y exclusión". Y lanza la siguiente acusación: "si la estructura oculta, subyacente de la sociedad es el orden colonial, los investigadores occidentalizados [léase: marxistas] están siendo repreoductores insconscientes de este orden por el sólo hecho de centrar sus inquietudes conceptuales en las teorías dominantes de la homogeneidad social [...] Se convierten entonces en cómplices del etnocidio y del despojo [...]" (s/f, págs. 56 y 60-61).
9. Es interesante el modo en que aparece el problema en Mignolo: "Clases oprimidas universaliza la opresión en términos de clase social solamente, cuando sabemos hoy que las personas, los grupos y las comunidades oprimidas atraviesan las clases hacia arriba y hacia abajo". El ejemplo que aduce es, ciertamente, sorprendente: "Los regímenes dictatoriales en América Latina durante los años de la Guerra Fría, por ejemplo, hicieron poco caso a la distinción de clases, no reprimieron sólo a los proletariados, sino a todo aquel a quien se considerara comunista, montonero o guerrillero" (Mignolo, 1998, pág. 38). Estas afirmaciones nos llevan a reflexionar sobre las dificultades que plantea cualquier programa epistemológico de superación de un paradigma teórico por el que nunca se ha pasado. Pues, es evidente que Mignolo no conoce la categoría marxiana de "clase social", ni la abundante literatura marxista posterior (ni sus antecedentes en Hegel) sobre "clase-en-sí" y "clase-para-si", origen de clase y conciencia de clase. Además de dejarnos en la perplejidad ante el interrogante sobre cuáles serán, para Mignolo, las causas por las que se produjo en la Argentina el golpe de marzo de 1976.
10. F. Coronil, op. cit., pág. 142. En trabajos posteriores, Coronil ha descubierto la persistencia del imperialismo en las políticas de la globalización y reformulado la agenda poscolonial: "La globalización está intensificando las divisiones de la humanidad y acelerando la destrucción de la naturaleza. Los estudios poscoloniales deberían enfrentar las seducciones y promesas de la globalización neoliberal" (2000, pág. 107). También S. Castro-Gómez ha revisado su posición optimista ante el potencial liberador de la globalización, a partir, según confiesa, de su encuentro con la obra de I. Wallerstein: "Argumentaré que la actual reorganización global de la economía capitalista se sustenta sobre la producción de diferencias y que, por tanto, la afirmación celebratoria de éstas, lejos de subvertir al sistema, podría estar contribuyendo a consolidarlo" (2000, págs. 145 y ss.).
11. Prosigue el autor: "Como ciudadanos e intelectuales dentro de los Estados Unidos tenemos una particular responsabilidad frente a lo que sucede entre los Estados Unidos y el resto del mundo [...], tenemos que aceptar críticamente la idea de que estamos autorizando con nuestras investigaciones una política [...] que intenta influenciar y dominar a otros Estados, cuya relevancia, implícita o declarada, para los intereses de la seguridad norteamericana es enorme" (pág. 42).
* Una versión preliminar de este trabajo fue leída en las Primeras Jornadas Federales de Pensamiento Latinoamericano, realizadas en la Facultad de Filosofía y Humanidades de la Universidad Nacional de Córdoba, durante los días 22 y 23 de mayo de 2003. El presente artículo fue enviado por su autora especialmente para su publicación en nuestra revista.
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