lunes, 15 de noviembre de 2010

El Tea Party no es nuevo ni coherente, no es más que viejas quejas en odres nuevos Gary Younge


Este grupo incoherente carece de dirigentes, de políticas, de cuartel general. Se mantiene unido gracias a Fox TV y a ingentes cantidades de dinero

Que den lecciones sobre responsabilidad fiscal los ocupantes de una lujosa suite de uno de los más selectos hoteles de Las Vegas se le puede atragantar a uno como una raja de melón engullida de través. De forma apropiada, el bar abierto, las bandejas de fruta y la vista de la ciudad desde el Hotel Aria del Tea Party Express en la noche de las elecciones huelen más a acto empresarial que a acto político, y no digamos ya populista.

En un momento dado, me volví hacia un hombre que estaba a mi lado y le pregunté si era partidario del Tea Party. "No", respondió, "esperaba que lo fuera usted". Se trataba de un funcionario del Departamento de Estado que acompañaba a varios periodistas extranjeros con la esperanza de conocer a algunos seguidores de verdad del Tea Party a los que entrevistar. Pero no lograron encontrar a ninguno, y hay una razón que lo explica.

El "Tea Party" no existe. No tiene miembros ni dirigentes ni cargos ni estructuras participativas, presupuesto o representantes. El Tea Party es como una abreviatura de un amplio y superficial sentimiento en torno a los impuestos bajos y a un Estado pequeño, que comparte gente vagamente vinculada que de algún modo piensa parecido. Lo cual no quiere decir que no esté resurgiendo la derecha, claro que sí lo está. Pero las fuerzas que impulsan su energía política no son las que han apuntalado su reciente éxito electoral.

El Tea Party no es un fenómeno nuevo. Es simplemente un nombre nuevo para un viejo fenómeno: la derecha dura estadounidense. En los últimos dos años, el término ha servido de banderín de enganche para una coalición de grupos dispares, la mayoría de los cuales tiene ya sobre sí muchos años de existencia. Los "Minutemen" [1] (vigilantes antiinmigrantes), "birthers" [2] (que niegan que Obama naciera en los Estados Unidos), "Promise Keepers" ["Guardianes de la Promesa"] (varones cristianos conservadores), "Oath Keepers" ["Guardianes del Juramento"] (militares y policías, retirados y en activo, comprometidos a resistir a un gobierno anticonstitucional "con cualquier medio necesario"), espectadores de las noticias de la Fox, fans de Glenn Beck, [3] y oyentes de Rush Limbaugh [4] que hasta entonces carecían de identidad unificadora.

Tener un nombre ayuda. Ha ofrecido identidad política a un número apreciable de personas que no estaban activas o que podrían no haber llegado a darse cuenta de que estaban vinculadas de algún modo. La denominación ha reorientado las prioridades establecidas de la derecha, desplazándolas de las cuestiones sociales a las fiscales. Pero esto no son más que viejas quejas en odres nuevos.

La mayoría de los personajes hoy estrechamente vinculados al Tea Party no están de nuevas en la política de la derecha. Simplemente se han movido de los márgenes al centro del estrado. Sharron Angle, candidata al Senado derrotada en el estado de Nevada, lleva desempeñando cargos públicos en él desde 1998, si bien votaba "no" tan a menudo en la Asamblea del Estado sobre asuntos de consenso [bipartidista] que dichos votos eran conocidos como "41-contra-Angle". La candidata del Tea Party por Delaware, Christine O´Donnell, tan criticada, se presentó sin oposición a las primarias republicanas de 2008 antes de lanzarse a desafiar a Joe Biden [senador por Delaware hasta su elección como vicepresidente con Obama]. Estas personas no ingresaron en el Tea Party, el término "Tea Party" se les quedó pegado.

Resultaría difícil imaginar a un candidato que se ganara la etiqueta del Tea Party sin estar en contra del matrimonio homosexual o del aborto, por la sencilla razón de que un candidato así no podría existir. Los evangélicos cristianos blancos siguen siendo uno de los núcleos duros más cruciales del éxito republicano de la semana pasada, comprenden el 25% del electorado y otorgan el 79% de su voto al GOP [Grand Old Party, el partido Republicano]. Eso supone una proporción bastante mayor de la que representa la combinación del voto negro y latino entre los demócratas.

En un principio el término Tea Party nos ayudó a comprender la fuerza insurgente, incipiente, que se echó a la calle el año pasado; hoy puede ser un obstáculo para analizar su marcha, más coreografiada, hacia el poder. Pues cuando la gente habla de lo que hará, comenta las exigencias del Tea Party o deja sentado cuáles son sus amenazas, confunde (a propósito o por otras razones) al Tea Party con una formación coherente con capacidad de acción cohesiva. Y no lo es.

La investigación llevada a cabo durante varios meses por el Washington Post con el fin de contactar con todos los grupos del Tea Party del país se encontró con que muchos de ellos no existían. El 70% afirmaba que no habían estado implicados en un solo acto político en un año, un año en el que se había hecho acreedor de la transformación de la política de la nación.

"Cuando un grupo se apunta en la lista de nuestra página en red, eso es un grupo", declaró al Post Mark Meckler, miembro fundador de los Tea Party Patriots. "Puede que ese grupo se componga de una sola persona, puede que sean diez, puede que exista y deje de existir, no sabemos".

Esto tiene menos de crítica que de descripción. Levantar un movimiento es una tarea dura, embarullada, que si ha de ser verdaderamente de base, produce desiguales resultados. En ese sentido no es diferente, digamos, del movimiento antibelicista, y tendría más o menos el mismo éxito de no ser por dos factores clave.

El primero es que el Tea Party tiene su propia cadena de "noticias" –la Fox– dedicada a hacerlo crecer. Promueve las manifestaciones del Tea Party como si fueran acontecimientos de celebración nacional y exhibe a quienes posan como líderes como si fueran celebridades nacionales. En segundo lugar tiene dinero, mucho dinero. Cuando se trata de elecciones tiene el respaldo de inmensas cantidades de dinero que proviene de empresas privadas e individuos que están tras instituciones –como el Tea Party Express, Freedomworks, Americans for Prosperity y los Tea Party Patriots– dirigidas por gente con un historial probado de activismo republicano derechista.

La relación entre estas organizaciones y la base de gente que se autodenomina partidaria del Tea Party es episódica y errática. Aparecen en lugares diversos cuando tienen la sensación de que pueden conseguir un gran avance, echan dinero, atraen la atención de los medios hacia ellos y miran a ver qué es lo que queda. Unas veces funciona, otras se vuelve en su contra, y la mayoría apenas sí suele suponer alguna diferencia. No mantienen relación orgánica, y no digamos ya democrática, con las bases que según dicen representan. Sarah Palin, por ejemplo, respaldó a 64 candidatos esta temporada, la mitad de los cuales salieron victoriosos el pasado martes; 10 perdieron en las primarias, 19 perdieron en las elecciones generales y tres están inmersos en disputas electorales demasiado reñidas para dilucidar aún el veredicto. Su apoyo es importante, pero apenas decisivo.

Sería demasiado fácil deducir de esto que el Tea Party es simplemente una creación de las grandes empresas y los medios de comunicación derechistas. Tampoco basta sólo eso para explicar a los cincuenta ancianos conservadores, más o menos, que llevan reuniéndose en el Nugget Casino de Pahrump, una ciudad medio perdida de la Nevada rural, todos los viernes a lo largo de los últimos cinco años o a la mayoría de grupos que he podido ver por todo el país. Sería asimismo demasiado ingenuo sugerir que esos grupos podrían jactarse de algo distinto a una presencia marginal sin el dinero a espuertas y unos medios de comunicación que amplifican sus voces.

Lo que vimos el martes no fue un realineamiento de la política estadounidense sino la primera prueba real de la reconfiguración del equilibrio de fuerzas de la derecha de EEUU. Las encuestas a la salida de los colegios electorales muestran un electorado más polarizado que hace dos años, cuando los independientes se inclinaron por los republicanos pero los que se autodenominaban moderados siguieron respaldando a los demócratas. El 60% de los escaños perdidos arrebatados a los demócratas se perdieron en distritos en los que John McCain batió a Obama en 2008.

En diciembre pasado entrevisté a Rand Paul al término de una alocución a un auditorio de doce personas en Leitchfield, una pequeña ciudad del estado de Kentucky, y le pregunté qué era para él el Tea Party. "Yo lo llamo el movimiento nacional del micrófono abierto", bromeó. "A su manera es algo bueno. Hay gente que estaba cansada de no poder decir lo que quería. Pero no creo que tenga aún cohesión. Está por ver todavía si puede transformarse".

En aquel entonces, Paul era un segundón; hoy es un senador recién elegido. El Tea Party sigue sin tener cohesión, pero se ha transformado. No desde dentro o desde abajo, sino desde fuera y desde arriba. Su nombre refleja un estado de ánimo popular, sus acciones son reflejo de la capacidad de una élite.



En el título, lo mismo que en el texto, Younge juega con las palabras "wine" ("vino") y "whine" ("queja") en torno a la expresión "el vino viejo en odres nuevos". [1] y [2] "Minutemen" [Hombres del minuto"] remite al apelativo de los milicianos de la Guerra de Independencia estadounidense listos en un santiamén para combatir al enemigo; "birthers" proviene de la palabra "birth" ("nacimiento"). [3] y [4] Glenn Beck es el comentarista televisivo más célebre entre los ultraconservadores; otro tanto se puede decir de Rush Limbaugh, pero en la radio. Ambos han animado con arengas y dineros a distintas ramas del Tea Party.

Gary Younge es uno de los varios corresponsales que el diario The Guardian tiene en los Estados Unidos y en calidad de tal ha cubierto las elecciones presidenciales y al Congreso de los últimos años.

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