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martes, 24 de mayo de 2011
Yo, el Supremo. Escrituras del poder, poderes de la escritura
Sobre Augusto Roa Bastos
Por Eduardo Becerra
Un punto indiferenciado entre el origen y la abolición de la escritura,
esa delgada sombra entre el mañana y la muerte.
Augusto Roa Bastos, Yo, el Supremo
A mediados de los años sesenta del siglo pasado, Augusto Roa Bastos emprende la que sería larga redacción de una novela que recrearía la figura del dictador paraguayo José Gaspar Rodríguez Francia, que gobernó con mano de hierro el Paraguay entre 1814 y 1840. Años después, en 1973, verá la luz Yo, el Supremo, sin duda su obra maestra y una de las novelas fundamentales del panorama narrativo hispanoamericano. Su valor y significación se explican desde diversos planos. Por un lado, constituye un acontecimiento sin parangón si tenemos en cuenta la escasa tradición literaria del Paraguay hasta ese momento; por otro, su recuperación del subgénero de la novela del dictador lleva a este modelo narrativo hasta un nivel probablemente imposible de superar.
Yo, el Supremo se inscribe en aquellos textos que, siguiendo la estela de El señor presidente (1946), de Miguel Ángel Asturias, dotan a la figura del dictador de un espesor mítico que va más allá de su realidad histórica concreta —planteamiento que tendrá su continuidad en El recurso del método (1974), de Alejo Carpentier, y El otoño del patriarca (1975), de Gabriel García Márquez—. Todas ellas son signo de una larga época de la narrativa hispanoamericana en la que, desde planteamientos y búsquedas estéticas de gran ambición, se trató de recrear diferentes parcelas de su realidad buceando en sus estratos profundos y atemporales; periodo que en el momento de la aparición de Yo, el Supremo parecía estar tocando a su fin debido a un momento histórico lleno de urgencias que pedían, en el campo literario, nuevas formas de acercarse a él. En esta encrucijada, la novela de Roa Bastos constituye un perfecto broche y un insuperable testamento del sin duda periodo de máximo esplendor de la prosa de ficción de Hispanoamérica.
Las novelas de dictador hispanoamericanas ofrecieron una reflexión sobre el poder plasmada en una tensión entre la historia y el mito que vino a definir un rasgo muy característico de un largo segmento de esta narrativa durante el siglo pasado. Tras esta construcción mitologizante tan frecuente en este tipo de ficciones, a menudo se escondió una visión fatalista de la historia del continente. Yo, el Supremo se inscribe en esta línea pero la lleva a sus extremos, la culmina, de alguna manera la agota y la cierra a la posibilidad de ir más allá.
La novela de Roa Bastos se sitúa en un punto de partida radical que estará presente a lo largo de todo su argumento: sólo puede concebirse el poder absoluto en la posibilidad del control total de los discursos o, yendo aún más allá, en la posibilidad de que ese discurso del poder aparezca como el único posible. De ahí que sea precisamente un texto, el pasquín catedralicio que dicta la muerte del Supremo, el que abra la narración; texto que, en buena medida, hace que la trama argumental se articule en el intento de descubrir al autor del escrito para acallar su voz y borrar sus palabras. Este acto de poder ligado a la escritura, que busca desde el comienzo borrar toda polifonía para instaurar la palabra exclusiva del Supremo, resultará finalmente fallido y desencadenará el despliegue de un sinfín de escrituras y voces que revelan página tras página la imposible instauración del verbo único con que sueña el poder absoluto, encarnado en la novela en la figura de Gaspar Francia.
La circular perpetua, que se origina como respuesta a ese texto inaugural, se desdobla en el cuaderno privado del propio dictador, remedo de esa perspectiva desdoblada del Yo/Él que instaura desde la propia figura protagonista una esquizofrenia narrativa que nuevamente abre el espacio de la ficción a la irrupción de múltiples intervenciones textuales: Patiño, el escriba al que Gaspar Francia dicta sus palabras; el corrector; las voces de perros y cráneos parlantes; objetos como los «tiestos-escucha», las «vasijas-escuchantes-parlantes» y «cazos-parlantes», y, por encima de todos ellos, el compilador, que introduce las fuentes y documentos históricos cuestionadores de la versión del poder y surge así como factor estructurante de un argumento que finalmente revela cómo Yo, el Supremo es escrita por los textos mismos, las voces sin origen que resuenan en sus páginas. La novela se configura como «compilación de escrituras» productoras de nuevos discursos, que a su vez se despliegan a partir de incesantes actos escriturales —acto de dictar, acto de anotar, acto de leer y de interpretar, de confrontar las escrituras que se asoman por el texto—.
Desde esta perspectiva, el tiempo histórico no es otro que el tiempo del texto; de ahí la entrada de anacronismos, de acontecimientos que anticipan el futuro, desmienten el pasado o, más bien, acaban por borrar a ambos de la temporalidad de la narración para introducir la visión totalizadora de un presente tejido con el incesante entrecruzamiento de los textos de la novela. La historia del Supremo surge como el intento de relatar la realidad desde una dicción absoluta —que sería la palabra del poder por antonomasia— capaz de dictar tanto el presente como el futuro, pero esa palabra es finalmente usurpada, pues el tiempo histórico no revela otra cosa sino nuestra condición mortal, y la muerte permite que otros tomen la palabra. Así, asediado ya por los insectos de la muerte, el Él inmortal se separa del Yo postrado del tirano; abandona el escenario de la acción y se traslada a un plano abierta y explícitamente novelesco, el del punto de vista de su escritura, desde el que burlonamente contempla al Yo del protagonista: «Él sonríe. Durante doscientos siete años me escruta en un soplo al pasar» (1). El nacimiento de Gaspar Francia (1866) y la aparición de la novela de Roa Bastos (1973) son convocados y coexisten en el interior de la narración, asimilándose así la palabra del tirano y la del novelista y sometiéndose ambas a idénticos cuestionamientos.
Iniciada como despliegue de una escritura del poder, la novela de Roa Bastos se convierte en reflexión sobre el poder de la escritura. Cuando se consuma este ámbito alucinado en el que todo parece quedar absorbido por un enmudecimiento espectral, la novela, en su última página —La nota final del compilador—, manifiesta su propia impotencia y declara las limitaciones del poder de su palabra. Yo, el Supremo, texto «leído primero y escrito después» (p. 608), revela en sus líneas postreras la emboscada que el lenguaje siempre tiende: «La historia encerrada en estos Apuntes se reduce al hecho de la historia que en ellos debió ser narrada no ha sido narrada. En consecuencia, los personajes y hechos que figuran en ellos han ganado, por fatalidad del lenguaje escrito, el derecho a una existencia ficticia y autónoma al servicio del no menos ficticio y autónomo lector» (p. 609). «Esto es representación. Esto es literatura. Representación de la escritura como representación» (p. 162), afirma el Supremo en otra de las páginas de la novela.
El sueño del poder absoluto encuentra su parangón en el anhelo de una escritura absoluta cuya metáfora surge en la obra en la forma de ese objeto alucinante que es la «pluma-recuerdo», instrumento capaz de «escribir al mismo tiempo que visualizar las formas de otro lenguaje compuesto exclusivamente con imágenes, por decirlo así, de metáforas ópticas», compuesta de «un dispositivo interior, probablemente una combinación de espejos [que] hace que las imágenes se proyecten no invertidas sino en su posición normal en las entrelíneas ampliándolas y dotándolas de movimiento, al modo de lo que hoy conocemos como proyección cinematográfica» y asimismo «dotada de una tercera función: reproducir el espacio fónico de la escritura, el texto sonoro de las imágenes visuales; lo que podría haber sido el tiempo hablado de esas palabras sin forma, de esas formas sin palabras, que permitió a el Supremo conjugar los tres textos en una cuarta dimensión intemporal girando en torno al eje de un punto indiferenciado entre el origen y la abolición de la escritura, esa delgada sombra entre el mañana y la muerte» (pp. 329-330).
Yo, el Supremo finalmente, gracias en buena parte al extraordinario despliegue textual que sus páginas construyen, acaba revelando la condición quimérica de la escritura que esta pluma nos promete, pues las palabras siempre nos traen una historia hecha de humo y vacío. El lenguaje se erige así en cifra de la pérdida, la fractura y la finitud, pero también abre un espacio de libertad que ningún poder está capacitado para acallar del todo.
Notas
1 Augusto Roa Bastos, Yo, el Supremo, Madrid, Cátedra, 1983, p. 591. Todas las citas se referirán a esta edición.
*Titular de Literatura Hispanoamericana, Universidad Autónoma de Madrid.
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