sábado, 14 de mayo de 2011

Sábato y el subsuelo de Buenos Aires


POR PRUDENCIO GARCÍA- El País
Aquel día de febrero de 1990, cuando me dirigía por primera vez al encuentro de Ernesto Sábato en su casa de Severino Langeri, Santos Lugares, provincia de Buenos Aires, aquel encuentro inminente y ya acordado era para mí motivo de cierto orgullo, pero más aún de curiosidad.
El motivo oficial de la entrevista era su condición de ex presidente de la Comisión Nacional sobre Desaparición de Personas (CONADEP), dado que yo me hallaba entonces en Argentina investigando para mi futuro libro sobre la dictadura militar de las juntas. Pero ocultamente había otra motivación que superaba en intensidad a la anterior: mi interés por conocer al creador de personajes como María Iribarne y Alejandra Vidal. Al hombre que imaginó un terrorífico submundo en el subsuelo de Buenos Aires, cuyos siniestros ámbitos en los que se ubicaba su alucinante Informe sobre ciegos resultaron una genial premonición de aquellos otros ámbitos reales que, en aquel mismo subsuelo, servirían años después de tétrico alojamiento a los antros clandestinos de detención y tortura utilizados por los asesinos de las juntas para secuestrar, torturar, asesinar y hacer desaparecer a miles de ciudadanos, argentinos y de otros países.
Nuestra muy larga conversación (dos cintas grabadas por ambas caras) se centró principalmente, como no podía ser de otra forma, en aquellos puntos que le impactaron con especial dramatismo en su trabajo al frente de aquella Comisión. De sus 17 miembros, tres eran importantes autoridades religiosas: un obispo católico, un pastor protestante y un rabino judío. Ellos y otros miembros -juristas, parlamentarios, académicos-, al acabar su tarea investigadora confesaron, según me informó Ernesto, que, creyéndose conocedores del ser humano, habían quedado trágicamente sorprendidos al descubrir que el hombre es capaz de hundirse en abismos morales mucho más viles de lo que hubieran podido imaginar.
Le expliqué el tipo de análisis de aquella dictadura que yo pretendía desarrollar en mi obra, a la luz de la sociología militar y de la moderna moral militar occidental, que rechaza la obediencia debida a las órdenes criminales. Propósito que él apoyó con entusiasmo (cuatro años después fue el mismo Ernesto, a solicitud de Alianza Editorial, el que escribió el prólogo a mi libro resultante).
Los antros del subsuelo de Buenos Aires se tragaron, según me recordó Ernesto, a personas como Pablito (17 años, hijo de la jurista Graciela Fernández Meijide, destacada integrante de la propia CONADEP), y como Mónica (24 años, hija de Emilio Mignone, gran amigo de Ernesto e importante personalidad católica de la Universidad de Buenos Aires, fundador del CELS, Centro de Estudios Legales y Sociales). Mónica, como tantos otros y otras, fue secuestrada por sus tareas de asistencia en las villas-miserias, barrios miserables del entorno de la capital. Me contó Ernesto lo que le ocurrió a Emilio cuando buscaba desesperadamente a su hija. Su alto puesto oficial, su adscripción a importantes organizaciones católicas y sus vinculaciones con la clase alta bonaerense le permitían al profesor Mignone el acceso a las más altas autoridades, ministros, generales, cardenales y altos miembros de la cúpula militar. Y también a otros sujetos de no tan alto nivel, como el coronel Roberto Roualdes, entonces jefe de un regimiento situado en el centro de Buenos Aires. Al ser éste visitado por el profesor, que le preguntó si tenían allí a su hija, el coronel, golpeando enérgicamente el suelo de su despacho con su bota, le respondió nada menos que lo siguiente: "Aquí debajo tengo encerrados a numerosos subversivos, algunos de ellos incluso hijos de compañeros míos. Ninguno de ellos volverá a ver la luz. Y usted me viene aquí preguntando por su hija. ¡Lárguese ya!". Finalmente, según averiguaciones muy posteriores, Mónica Mignone acabó arrojada al mar en uno de los llamados "vuelos de la muerte".
Era claramente visible que todavía, al cabo de tantos años, el hablar de estos episodios que él mismo me recordaba, seguía produciéndole a Ernesto un profundo dolor.
Terminada ya nuestra larga conversación sobre la crueldad real, me permití una breve irrupción en el ámbito de la ficción. En los últimos momentos sucumbí a la tentación. No pude evitarlo. Tal vez hice mal, pero nunca me arrepentí de mi desfachatez. Armándome de valor, abandoné por un momento la línea cuidadosamente mantenida hasta entonces, y en vez de dirigirme al que fue presidente de la CONADEP me dirigí al creador, al artista, al Premio Cervantes 1984, al fabricante de entes literarios inolvidables. Estábamos ya despidiéndonos en el jardín cuando le dirigí la pregunta que tal vez nunca debe dirigirse a un escritor. Le confesé que mi curiosidad era irresistible en este punto, y le pregunté si Alejandra, la protagonista de Sobre héroes y tumbas, era fruto de su invención absoluta o si era un personaje derivado, en mayor o menor grado, de alguna mujer real que él hubiera conocido muchos años atrás, quizá en su primera juventud.
Me miró con gesto indulgente y, tras unos momentos de silencio, dijo: "Invención absoluta. Si un escritor no es capaz de parir un ser absolutamente vivo más vale que se dedique a otra cosa".
Prudencio García es profesor del Instituto Universitario Gutiérrez Mellado de la UNED y autor de El drama de la autonomía militar: Argentina bajo las Juntas Militares (Alianza)

No hay comentarios:

Publicar un comentario