jueves, 30 de junio de 2011

Amartya Sen: Pobreza Global y Justicia Social


Amartya Sen, Premio Nobel de Economía
¿Y la desigualdad y la pobreza globales? Las cuestiones concernientes a la distribución que figuran -de modo explícito o implícito- en la retórica tanto de los manifestantes antiglobalización como de los firmes defensores “pro globalización” necesitan un examen crítico. Acepto que este tema se ha visto perjudicado con la popularidad de algunas cuestiones extrañamente fuera de foco.
Algunos manifestantes “antiglobalización” argumentan que el problema central es que los ricos del mundo están volviéndose más ricos, y los pobres más pobres. Esto no es de ninguna manera algo uniforme (aunque hay una serie de casos, en particular en América latina y en África, donde esto realmente ocurrió), pero la cuestión esencial es si es ésta la manera correcta de entender los temas centrales de justicia y equidad en la actual economía global.
Por otro lado, los defensores de la globalización a menudo invocan y recurren a su interpretación de que los pobres del mundo en general están menos pobres, no (como se aduce muchas veces) más empobrecidos. Se refieren en particular a la evidencia de que aquellos pobres que participan en el comercio y en el intercambio no están más pobres sino todo lo contrario.
Dado que se están enriqueciendo gracias a que participan en la economía global, ergo (sigue el argumento) la globalización no es injusta con los pobres: “Los pobres también se benefician así que, ¿cuál es la queja?”. Si se aceptara la centralidad de esta pregunta, todo el debate se reduciría a determinar cuál es el lado correcto en esta disputa mayormente empírica: “¿Acaso los pobres que participan de la globalización están más pobres o más ricos? (Dígannos, dígannos, ¿cuál es la respuesta?)”.
Sin embargo, ¿acaso es ésta la pregunta adecuada? Yo argumentaría que no lo es en absoluto. Existen dos problemas en esta forma de considerar el tema de la injusticia. El primero es la necesidad de reconocer que dados los recursos globales que hoy existen, incluidos los problemas de omisión tanto como los de comisión (que se analizarán en breve), a muchas personas les resulta difícil ingresar en la economía global.
Tener en cuenta sólo a aquellos que ganan participando en el comercio deja afuera a millones que permanecen excluidos de las actividades de los privilegiados y que, de hecho, no son bienvenidos. La exclusión es un problema tan importante como la exclusión desigual, y su solución exigiría cambios radicales en las políticas económicas internas (tales como mayores recursos para la educación básica, la salud y los microcréditos familiares), pero también, cambios en las políticas internacionales de otros países, sobre todo de los más ricos.
Por un lado, los países económicamente más avanzados pueden marcar una gran diferencia recibiendo de mejor grado los productos -agrícolas, textiles y otros industriales- exportados por los países en desarrollo. También están las cuestiones concernientes al tratamiento humanitario -y realista- de las deudas pasadas, que tanto limitan la libertad de los países más pobres (se recibió de buen grado el hecho de que se hayan tomado algunas medidas iniciales en esa dirección en años recientes), así como el gran tema de la ayuda y la asistencia al desarrollo, acerca de lo cual difieren las opiniones políticas, pero que de ninguna manera es un foco de atención irrelevante.
Hay muchos otros temas que enfrentar, incluida la necesidad de volver a pensar las disposiciones legales vigentes, como el actual sistema de derechos de patentes.
Sin embargo, el segundo tema es más complejo y requiere una comprensión más clara. Aun cuando los pobres que participan en la economía globalizada se estuvieran enriqueciendo en cierta medida, ello no necesariamente implica que estén recibiendo una parte justa de los beneficios de las interrelaciones económicas y de su vasto potencial. Tampoco es adecuado preguntar si la desigualdad internacional es marginalmente mayor o menor.
Para rebelarse contra la atroz pobreza y las pasmosas desigualdades que caracterizan al mundo actual, o para protestar contra la división injusta de los beneficios de la cooperación global, no es necesario afirmar que la desigualdad no sólo es terriblemente grande sino que también se está volviendo marginalmente más grande.
La cuestión de la justicia en un mundo de grupos diferentes y de identidades dispares exige una comprensión más completa.
Cuando hay ganancias derivadas de la cooperación, puede haber muchos acuerdos alternativos que beneficien a cada parte en mayor medida de lo que ocurriría si no hubiera cooperación. La división de los beneficios puede variar ampliamente a pesar de la necesidad de cooperación (esto a veces se llama “conflicto cooperativo”). Por ejemplo, puede haber considerables ganancias como consecuencia de la creación de nuevas industrias, pero sigue existiendo el problema de la división de los beneficios entre los trabajadores, los capitalistas, los vendedores de insumos, los compradores (y consumidores) de productos, y quienes se benefician indirectamente por los ingresos mayores de las zonas involucradas.
Las divisiones pertinentes dependerían de los precios relativos, de los salarios y de otros parámetros económicos que regirían el intercambio y la producción. Por tanto, es apropiado preguntar si la distribución de ganancias es justa o aceptable, y no si existen ganancias para todas las partes en comparación con una situación de ausencia de cooperación (que puede ser el caso de muchos acuerdos alternativos).
Como John Nash, matemático y teórico de juegos (y ahora también un nombre conocido gracias al tan exitoso film basado en la maravillosa biografía de Sylvia Nasar, “Una mente brillante”), analizó hace más de medio siglo (en un trabajo publicado en 1950, que estaba entre sus trabajos citados por la Real Academia Sueca cuando ganó el Premio Nobel de Economía en 1994), el tema central no es si un arreglo en particular es mejor para todos que la falta total de cooperación, que es lo que sucede con muchos acuerdos alternativos.
Más bien, la cuestión principal es si las divisiones que surjan de las diversas alternativas disponibles son divisiones justas, teniendo en cuenta lo que en cambio podría elegirse. La crítica que sostiene que los arreglos distributivos derivados de la cooperación son injustos (manifestada en el contexto de las relaciones industriales, los acuerdos familiares o las instituciones internacionales) no puede ser refutada simplemente advirtiendo que todas las partes están en mejores condiciones de lo que estarían en ausencia de cooperación (bien reflejada en el argumento supuestamente contundente: “Los pobres también se benefician, así que ¿cuál es la queja?”).
Como esto sucedería en muchos –posiblemente infinitos acuerdos alternativos, el verdadero ejercicio no radica aquí, sino más bien en la elección entre estas diversas alternativas con diferentes distribuciones de ganancias para todas las partes.
El punto puede ilustrarse con una analogía. Para argumentar que un arreglo familiar particularmente desigual y sexista es injusto, no hay que mostrar que a las mujeres les habría ido comparativamente mejor si no existiera la familia (”Si piensa que las divisiones familiares actuales son injustas para las mujeres, ¿por qué no se van a vivir fuera de las familias?”).
Ese no es el tema: las mujeres que buscan un arreglo mejor dentro de la familia no están proponiendo como alternativa la posibilidad de vivir sin ella. El centro de la contienda es si en los acuerdos institucionales existentes la división de beneficios dentro del sistema familiar es gravemente desigual en comparación con otros acuerdos alternativos posibles.
La consideración en la que se concentraron muchos de los debates sobre la globalización, a saber, si los pobres también se benefician del orden económico establecido, es un enfoque completamente inadecuado para evaluar lo que hay que evaluar. Lo que se debe preguntar, en cambio, es si es factible que obtengan un arreglo mejor -y más justo-, con menos disparidades de las oportunidades económicas, sociales y políticas y, de ser así, a través de qué nuevos acuerdos internacionales e internos esto podría llevarse a cabo. Allí radica el verdadero compromiso.

La posibilidad de mayor justicia

Sin embargo, antes tenemos que discutir algunos temas. ¿Acaso es posible un arreglo global más justo sin trastornar totalmente el sistema globalizado de relaciones económicas y sociales? En particular, debemos preguntar si el arreglo que los diferentes grupos obtienen de las relaciones económicas y sociales globalizadas puede cambiarse sin socavar o destruir los beneficios de la economía de un mercado global.
La convicción, que muchas veces se invoca de manera implícita en las críticas antiglobalización, de que la respuesta debe ser negativa desempeñó un papel importante al generar pesimismo respecto del futuro del mundo con mercados globales, y éste es el origen del nombre elegido por las protestas antiglobalización.
Hay una suposición extrañamente común de que existe “el resultado del mercado”, sin importar cuáles son las reglas de la operación privada, de las iniciativas públicas y de las instituciones que no pertenecen al mercado que están combinadas con la existencia de mercados. En efecto, esa respuesta está totalmente equivocada, como puede fácilmente verificarse.
La economía de mercado es coherente con muchos patrones de propiedad, disponibilidades de recursos, recursos sociales y reglas de operación diferentes (tales como leyes de patentes, reglamentos antimonopolios, disposiciones para el cuidado de la salud y apoyo económico, etc.). Y según estas condiciones, la propia economía de mercado generaría distintos grupos de precios, condiciones comerciales, distribuciones de ingresos y, más en general, muchos diferentes resultados globales.
Por ejemplo, cada vez que se establecen hospitales públicos, escuelas o universidades, o se transfieren recursos de un grupo a otro, los precios y las cantidades reflejadas en el resultado del mercado se alteran en forma ineludible. Los mercados no actúan solos, ni pueden hacerlo. No existe “el resultado del mercado” más allá de las condiciones que rigen los mercados, incluida la distribución de los recursos económicos y de la propiedad. La introducción o la mejora de acuerdos institucionales para la seguridad social y otras intervenciones públicas también pueden producir diferencias significativas en el resultado.
La cuestión central no es –y no puede ser– si aceptar o no la economía de mercado. Esa pregunta superficial es de fácil respuesta. En la historia mundial, ninguna economía logró jamás una prosperidad generalizada que fuera más allá del nivel de vida elevado de la élite, sin hacer un uso considerable de los mercados y de las condiciones de producción dependientes de ellos.
No es difícil llega a la conclusión de que es imposible lograr una prosperidad económica general si no se hace un uso extensivo de las oportunidades de intercambio y especialización que ofrecen las relaciones del mercado. Esto no niega en absoluto el hecho básico de que la operación de la economía de mercado puede ser significativamente defectuosa en muchas circunstancias debido a la necesidad de tratar con productos que se consumen en forma colectiva (tales como los establecimientos de salud pública) y también (como se analizó recientemente) debido a la importancia de la información asimétrica y en general imperfecta que pueden tener los diferentes participantes en la economía de mercado.
Por ejemplo, el comprador de un automóvil usado sabe mucho menos acerca del auto que el dueño que lo vende, de modo que las personas deben tomar sus decisiones de intercambio con una ignorancia parcial y con un conocimiento desigual. Sin embargo, estos problemas, que son importantes y serios, pueden tratarse mediante políticas públicas apropiadas que complementen el funcionamiento de la economía de mercado. Pero sería difícil prescindir por completo de la institución de los mercados sin socavar del todo las perspectivas de progreso económico.
Sin duda, usar los mercados no es tan distinto de hablar en prosa. No es fácil prescindir de ella, pero mucho depende de qué prosa escojamos para hablar.
La economía de mercado no funciona sola en las relaciones globalizadas; de hecho, no puede operar sola ni siquiera dentro de un país dado. No se trata sólo de que un sistema global que incluye el mercado pueda generar resultados ampliamente distintos según diversas condiciones (tales como de qué manera se distribuyen los recursos físicos, de qué manera se desarrollan los recursos humanos, qué reglas de relaciones comerciales prevalecen, qué seguros sociales existen, cuán extensivamente se comparte el conocimiento técnico, etc.), pero también estas condiciones dependen críticamente de las instituciones económicas, sociales y políticas que operan en el ámbito nacional y global.
Como se demostró ampliamente en estudios empíricos, la naturaleza de los resultados del mercado está muy influida por las políticas públicas en educación y alfabetización, epidemiología, reforma agraria, facilidades para microcréditos, protección legal apropiada, etc., y en cada uno de estos campos hay mucho por hacer a través de la acción pública que puede alterar de manera radical el resultado de las relaciones económicas locales y globales.
Es necesario comprender y utilizar esta clase de interdependencias para superar las desigualdades y las asimetrías que caracterizan a la economía mundial. Por sí sola, la mera globalización de las relaciones de mercado puede ser un medio totalmente inadecuado para alcanzar la prosperidad mundial.

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