Uno de los signos de euforia inconfundibles durante los levantamientos de la “primavera árabe” en Egipto y Túnez fueron los que emitieron las mujeres que proclamaron que por fin podían sentirse seguras en el espacio público en sociedades en que los niveles de acoso sexual y violencia contra las mujeres suelen ser insoportables. La fusión de una ciudadanía movilizada –jóvenes y ancianos, hombres y mujeres, con velo o sin velo, musulmanes y cristianos– en un bloque cívico que reclama sus derechos será siempre una imagen contundente, aunque efímera, de los acontecimientos que llevaron al derrocamiento de los regímenes de Mubarak y Ben Alí. Desde entonces hemos conocido un diluvio de imágenes, noticias y comentarios sobre actos públicos de violencia contra las mujeres sin hallar hasta el momento una explicación convincente de estos fenómenos ni mantener debates sensatos sobre su significado y sus implicaciones. Analizar los factores subyacentes a los episodios violentos que han consternado a las sociedades y provocado protestas parece ser una tarea urgente y pertinente.
¿El patriarcado de siempre o cuestión de gobernanza?
Reducir los episodios de violencia contra las mujeres en los países sacudidos por la “primavera árabe” a una manifestación rutinaria del patriarcado y la misoginia que lleva apareada es simplista y, de paso, puede ahorrar a quienes detentan el poder un examen más profundo. Sin negar la existencia del patriarcado y la misoginia, a mi juicio concurren varias dinámicas complejas y perniciosas al mismo tiempo.
Veamos por ejemplo la violación de una mujer tunecina por unos policías que la sorprendieron junto con su novio dentro de un coche el 3 de septiembre de 2012. Un suceso del que se hizo eco la prensa. Al parecer, los agentes exigieron dinero al joven, luego lo esposaron y llevaron a su pareja a la parte trasera del vehículo, donde la violaron. Esto podría haberse quedado en un mero caso de brutalidad e impunidad policial, como los que se producen continuamente en muchas partes del mundo, si cuando la víctima presentó la demanda un tribunal no le hubiera acusado de indecencia; una acusación que podría costarle seis meses de cárcel. La protesta pública masiva que provocó esta acusación acabó con la retirada de la misma y con la disculpa pública por parte del presidente tunecino.
La intimidación a las víctimas de violencia sexual para que retiren las acusaciones, especialmente si los acusados son gente poderosa o agentes estatales, es una práctica bastante extendida. Lo que llama la atención en este caso concreto es que la intimidación no se ejerció mediante presiones informales, como ocurre a menudo, sino por boca de un juez que se propuso proteger a los violadores acusando a la víctima de un crimen de dudosa condición legal: la infracción de las normas de decencia. Si esta pareja no casada hubiera sido detenida en la República Islámica de Irán o en Arabia Saudí, donde la llamada policía moral está autorizada por el Estado a intervenir de oficio, podría haber sido acusada de zina (adulterio), lo que acarrea severas penas. Está claro que no es el caso de Túnez, de modo que es menester preguntarse qué pudo haber motivado a los agentes de policía. ¿Tal vez se enfurecieron cuando vieron a un hombre y una mujer jóvenes flirteando en el interior de un coche? ¿Acaso sus convicciones les llevaron a considerar que aquello era una escena abominable, algo que había que erradicar del espacio público (aunque en ningún país se prevén la violación y la extorsión como castigos adecuados)? ¿O simplemente abusaron de su poder y aprovecharon la oportunidad pensando que quedarían impunes? ¿Fue una combinación de estos factores? Tal vez no sepamos nunca qué mezcla tóxica de motivos les animaron a cometer sus brutales actos.
Pero sí sabemos bastante más del temor y la rabia que causaron estos acontecimientos en una parte de la población tunecina; el temor a que pueda tratarse de una señal de que, a pesar de todas sus proclamas de pluralismo inclusivo, el gobierno de Ennahda en el poder empiece a imponer la “decencia” y criminalizar actividades que para muchos tunecinos y muchas tunecinas son de su exclusiva incumbencia. Y rabia ante la perspectiva de que esto pueda servir de señal para quienes aspiran a imponer la moralidad pública de que se ha levantado la veda para el acoso a las mujeres (e incluso a los hombres) que se considera incumplen las normas de la “decencia” o, en el caso de las mujeres, cuando se muestran en el espacio público, sobre todo si no están acompañadas o no llevan velo. Esto abre la terrible perspectiva de un Estado que se desentiende de su responsabilidad sobre la seguridad de sus ciudadanos a menos que estos cumplan las reglas dictadas por los autonombrados jueces de la moralidad. La repugnancia que se sentía públicamente en Egipto cuando mujeres detenidas en las manifestaciones eran sometidas a pruebas de virginidad forzadas bajo custodia policial y acosadas en otros contextos, refleja temores análogos, pues la implicación era que en las manifestaciones solo participaban mujeres jóvenes de moral laxa. En Egipto ha habido procesos judiciales que actualmente se hallan en fase de recurso. Está por ver si los violadores tunecinos serán tratados con severidad o, finalmente, no recibirán más que un castigo benigno.
En situaciones en las que se produce un colapso generalizado del orden establecido (como inmediatamente después de un levantamiento revolucionario o en las sociedades que han vivido un conflicto bélico), es normal que se produzca una resurgir de la actividad criminal incontrolada, y es sabido que en estas situaciones las mujeres corren un gran peligro. Sin embargo, tanto si las llamadas fuerzas del orden, por debilitadas que puedan estar, permanecen de brazos cruzados como si optan por actuar a su vez de predadores –como sucedió en Egipto con los ataques a mujeres manifestantes–, ello va más allá de meros actos misóginos aleatorios; constituyen un acto profundamente político con miras a intimidar a las activistas.
Ni que decir tiene que los abusos cometidos por agentes estatales difícilmente pueden monopolizar la continuidad de la violencia contra las mujeres, que incluye una amplia variedad de agresiones, aparte de la violencia sexual, de manos de individuos conocidos o desconocidos, familias, bandas juveniles o incluso otras mujeres. Pero lo que constituye un cambio importante con respecto a la actitud patriarcal de siempre es la naturaleza cada vez más pública, tanto de las agresiones como de las reacciones populares a las mismas. Las mujeres tratan de auto-defenderse, se manifiestan, promueven demandas judiciales, crean grupos anti-acoso a los que se unen algunos hombres, como hemos visto en Egipto en el caso de piquetes de vigilancia contra los abusos. Sin embargo, el dilema de “quién habla en nombre de quién” sigue interponiéndose en el camino de un debate informado sobre la indiscutible novedad de lo que estamos viendo.
Violencia y silencio: el dilema de “quién habla en nombre de quién”
Un documental emitido por Canal 4 del Reino Unido, titulado Sex, Mobs and Revolution (sexo, turba y revolución), habló del auge de la violencia contra las mujeres en Egipto a manos de una gama de personajes que van desde hombres jóvenes (supuestamente frustrados sexualmente) que practican el acoso como una forma de diversión hasta bandas a sueldo (formadas en la época de Mubarak y que presuntamente continúan con sus actividades delictivas) que utilizan el abuso contra las mujeres como arma de intimidación política. Más interesantes que el propio documental fueron las reacciones a que dio lugar. Mientras algunas consideraron que era un reportaje periodístico bien elaborado, otras se escandalizaron ante la pretensión de una reportera extranjera de querer hablar en nombre de las mujeres árabes. La reacción defensiva provocada por el documental quedó bien reflejada en las palabras de Ala’a Shehabi, quien recibió los fragmentos de vídeo que pudo ver como un claro ejemplo de discurso paternalista de corte racista: “Se diría”, declaró, “que las mujeres blancas han logrado acabar efectivamente con el problema de la violencia doméstica, el tráfico sexual y la discriminación por razones de sexo y que ahora estas ya no son más que plagas que solo sufren las de piel oscura”.
El hecho de que la presentadora fuera probablemente de origen sudasiático, de que hablara con mujeres egipcias que se expresaban con franqueza y de que la película se esforzara por ir más allá del tópico de los “hombres egipcios obsesos del sexo” para hurgar en la violencia de género organizada políticamente no fue suficiente, por lo visto, para calmar las acusaciones de racismo. El mensaje de Shehabi y muchas otras críticas parece ser que la violencia contra las mujeres es un fenómeno universal, que no hay nada de particular que convenga reseñar sobre la violencia posrevolucionaria en el mundo árabe y de que cualquier pretensión en sentido contrario rezuma orientalismo y racismo. Por supuesto que todo esto causa una sensación de déjà vu, que recuerda muchos debates del pasado que acabaron en un callejón sin salida similar. Cuando Mona Elthahawy, a pesar de ser egipcia, escribió acerca de la misoginia en el mundo árabe, la mayoría de comentaristas se volcaron tanto en tacharla de neoorientalista que hacía el juego a Occidente que en su mayoría no se percataron de las evidentes deficiencias, políticas y analíticas, de algunas de las cuestiones que planteó. Desacreditar a la fuente en vez de discutir sobre el argumento solo sirve para inducir un silencio improductivo que ni las propias mujeres víctimas de los abusos, ni las sociedades en las que viven, están por lo visto dispuestas a tolerar.
El complemento de “esto no es más que otra manifestación del consabido patriarcado” solía ser un silencio ensordecedor en relación con la violencia de género. La mayoría de mujeres víctimas de abusos conocían a sus agresores (y en la mayoría de los casos sigue ocurriendo lo mismo); las golpeaban los maridos, las violaban familiares o vecinos, las obligaban a casarse con sus torturadores para ocultar su vergüenza, las mataban sus familias para limpiar su “honor” cuando se negaban a casarse, o las abandonaban sus potenciales pretendientes… La lista es mucho más larga y muestra vueltas de tuerca y variaciones regionales (recién casadas quemadas por sus suegras en el sur de Asia, mujeres de castas inferiores violadas rutinariamente por sus caciques, etc.). Estas formas de violencia, por supuesto, desmentían la idea de que el ámbito doméstico era un refugio seguro para las mujeres, pero este aspecto se pasaba por alto en los discursos cotidianos sobre la violencia de género (“si solo se abstuvieran de salir a la calle, todo estaría bien” y su corolario natural, “¿qué diantres estaba haciendo en la calle?”). Los Estados en su conjunto mantuvieron las prerrogativas de los familiares para el control de sus mujeres (y en su mayoría lo siguen haciendo): los crímenes de honor castigados con penas atenuadas y el matrimonio con la víctima como atenuante para el violador son ejemplos ilustrativos muy claros.
Estas formas de violencia siguen produciéndose masivamente. Sin embargo, mezclarlas con la ola de feminicidios en México, la violación en grupo en Nueva Delhi que ha provocado la furia popular y los ataques a mujeres durante y después de los levantamientos populares de la primavera árabe es contraproducente. Ahora hay mujeres y hombres que protestan en las calles, que filman, publican blogs y forman grupos. Saben que esto no es un “asunto familiar” que haya que ocultar y barrer bajo la alfombra, sino algo que toca el corazón mismo de la gobernanza por la que están luchando. Quieren acabar con las bandas utilizadas al servicio del poder, con las fuerzas de policía corruptas que gozan de impunidad y (que se propuso en el caso de India) con los acosadores y violadores que gozan de inmunidad cuando se hacen políticos y de quienes propagan discursos que inculpan a las mujeres víctimas que se atreven a dar la cara en la esfera pública. La vergüenza se ha convertido en rabia y se ha roto el silencio. Hemos de preguntarnos: ¿por qué?
¿Patriarcado en acción o patriarcado en crisis?
Lo que observé en Turquía, donde la cuestión de la violencia contra las mujeres fue objeto de acalorados debates públicos, fue para mí la primera señal de que es posible que estemos asistiendo al surgimiento de nuevos fenómenos. Al parecer, la tasa de asesinatos de mujeres creció un 1.400 % entre 2002 y 2009, y apenas pasaba un día en que los medios no informaran de una nueva atrocidad. Mientas, la indignación ante la violencia doméstica y los crímenes de honor dio lugar a un nuevo ritual consistente en que grupos de mujeres hacen de portadoras de los ataúdes de las víctimas de esos crímenes, incluso en las provincias más conservadoras, en abierta infracción del protocolo funerario musulmán. Cuando se indaga en los casos de asesinatos y otros crímenes de violencia de género, más allá de los titulares de prensa, se comprueba que la desobediencia y la insubordinación de las mujeres fueron los principales factores desencadenantes: mujeres asesinadas por maridos de los que querían divorciarse, o por ex maridos de los que se habían atrevido a divorciarse, o por pretendientes rechazados, muchachas obstinadas y díscolas que se habían negado a someterse a los deseos del padre en la elección del futuro cónyuge, etc.
Las aspiraciones de las mujeres nunca han sido más altas con respecto al nivel educativo, la carrera profesional y la participación ciudadana, e incluso familias con medios económicos modestos –como la de la joven estudiante de medicina que fue violada por un grupo de hombres de Nueva Delhi– hacen sacrificios para asegurar su movilidad social ascendente. El hecho es que las mujeres están en el espacio público de muchas partes del mundo árabe, igual que en el mundo en general, y que son numerosas. Aparte de las mujeres de la elite, que pueden protegerse de los espacios públicos incontrolados por conducir su propio coche o disponer de chófer, el grueso de las mujeres de clase media y de clase obrera, sean profesionales o desempeñen trabajos de baja categoría, utilizan el transporte público para desplazarse, van de compras a los mercados y las tiendas, acuden a los hospitales, recogen a sus hijos de las escuelas y, sí, también participan en las protestas y manifestaciones. El mundo en que una reducida elite urbana podía llevar vidas paralelas mientras que un vasto territorio rural acarreaba a trancas y barrancas su existencia separada ha pasado a la historia y con él el tipo de patriarcado que generaba.
Sostengo que entra en juego un nuevo fenómeno que denominaré restauración machista en un momento en que el patriarcado al uso ya no da plenas garantías y que requiere mayores niveles de coerción y el despliegue de aparatos de Estado ideológicos más variados para asegurar su reproducción. El recurso a la violencia (o la aprobación de la violencia) no refleja el funcionamiento rutinario del patriarcado o el resurgimiento del tradicionalismo, sino el miedo a que desaparezca cuando ya no está asegurada la hegemonía de la idea de la subordinación de las mujeres. El proceso de islamización puede tratar de reforzar esta hegemonía, pero como hemos visto en el caso de Irán, en última instancia no logrará ahogar las reivindicaciones de las mujeres en materia de igualdad y dignidad ni reprimir su activismo.
Es un hecho que las disposiciones que avalan la superioridad del hombre sobre la mujer en el islam están hechas jirones desde el punto de vista sociológico. La imagen del hombre que asegura el sustento choca con las multitudes de jóvenes hombres desempleados que son incapaces de asegurar su propio sustento, y mucho menos de proteger a las mujeres de la obligación de trabajar fuera de casa y de los rigores de la exposición al espacio público. Estamos asistiendo a una profunda crisis de la masculinidad que da lugar a la afirmación más violenta y coercitiva de las prerrogativas masculinas en que los abusos contra las mujeres pueden convertirse en un deporte sangriento, tanto en los arrabales de Soweto como en los alrededores de las fábricas de Ciudad Juárez, en las calles de Nueva Delhi o en las avenidas de El Cairo. Tanto si estos actos de violencia se presentan como crímenes aislados como si se amparan bajo la bandera de movimientos político-religiosos, los Estados están inevitablemente implicados. Tenemos todo el derecho, e incluso la obligación, de apelar a quienes ostentan el poder político y preguntarles cómo, cuándo y por qué optan por convertirse en accesorios de las atrocidades misóginas o en cómplices de los individuos, grupos o movimientos que las cometen. Esa es la razón por la que la gente está en la calle. La cuestión ya no se circunscribe a las mujeres y sus cuerpos, sino que apunta al mismo régimen político.
http://www.opendemocracy.net/5050/deniz-kandiyoti/fear-and-fury-women-and-post-revolutionary-violence
Traducido por Viento Sur
Reducir los episodios de violencia contra las mujeres en los países sacudidos por la “primavera árabe” a una manifestación rutinaria del patriarcado y la misoginia que lleva apareada es simplista y, de paso, puede ahorrar a quienes detentan el poder un examen más profundo. Sin negar la existencia del patriarcado y la misoginia, a mi juicio concurren varias dinámicas complejas y perniciosas al mismo tiempo.
Veamos por ejemplo la violación de una mujer tunecina por unos policías que la sorprendieron junto con su novio dentro de un coche el 3 de septiembre de 2012. Un suceso del que se hizo eco la prensa. Al parecer, los agentes exigieron dinero al joven, luego lo esposaron y llevaron a su pareja a la parte trasera del vehículo, donde la violaron. Esto podría haberse quedado en un mero caso de brutalidad e impunidad policial, como los que se producen continuamente en muchas partes del mundo, si cuando la víctima presentó la demanda un tribunal no le hubiera acusado de indecencia; una acusación que podría costarle seis meses de cárcel. La protesta pública masiva que provocó esta acusación acabó con la retirada de la misma y con la disculpa pública por parte del presidente tunecino.
La intimidación a las víctimas de violencia sexual para que retiren las acusaciones, especialmente si los acusados son gente poderosa o agentes estatales, es una práctica bastante extendida. Lo que llama la atención en este caso concreto es que la intimidación no se ejerció mediante presiones informales, como ocurre a menudo, sino por boca de un juez que se propuso proteger a los violadores acusando a la víctima de un crimen de dudosa condición legal: la infracción de las normas de decencia. Si esta pareja no casada hubiera sido detenida en la República Islámica de Irán o en Arabia Saudí, donde la llamada policía moral está autorizada por el Estado a intervenir de oficio, podría haber sido acusada de zina (adulterio), lo que acarrea severas penas. Está claro que no es el caso de Túnez, de modo que es menester preguntarse qué pudo haber motivado a los agentes de policía. ¿Tal vez se enfurecieron cuando vieron a un hombre y una mujer jóvenes flirteando en el interior de un coche? ¿Acaso sus convicciones les llevaron a considerar que aquello era una escena abominable, algo que había que erradicar del espacio público (aunque en ningún país se prevén la violación y la extorsión como castigos adecuados)? ¿O simplemente abusaron de su poder y aprovecharon la oportunidad pensando que quedarían impunes? ¿Fue una combinación de estos factores? Tal vez no sepamos nunca qué mezcla tóxica de motivos les animaron a cometer sus brutales actos.
Pero sí sabemos bastante más del temor y la rabia que causaron estos acontecimientos en una parte de la población tunecina; el temor a que pueda tratarse de una señal de que, a pesar de todas sus proclamas de pluralismo inclusivo, el gobierno de Ennahda en el poder empiece a imponer la “decencia” y criminalizar actividades que para muchos tunecinos y muchas tunecinas son de su exclusiva incumbencia. Y rabia ante la perspectiva de que esto pueda servir de señal para quienes aspiran a imponer la moralidad pública de que se ha levantado la veda para el acoso a las mujeres (e incluso a los hombres) que se considera incumplen las normas de la “decencia” o, en el caso de las mujeres, cuando se muestran en el espacio público, sobre todo si no están acompañadas o no llevan velo. Esto abre la terrible perspectiva de un Estado que se desentiende de su responsabilidad sobre la seguridad de sus ciudadanos a menos que estos cumplan las reglas dictadas por los autonombrados jueces de la moralidad. La repugnancia que se sentía públicamente en Egipto cuando mujeres detenidas en las manifestaciones eran sometidas a pruebas de virginidad forzadas bajo custodia policial y acosadas en otros contextos, refleja temores análogos, pues la implicación era que en las manifestaciones solo participaban mujeres jóvenes de moral laxa. En Egipto ha habido procesos judiciales que actualmente se hallan en fase de recurso. Está por ver si los violadores tunecinos serán tratados con severidad o, finalmente, no recibirán más que un castigo benigno.
En situaciones en las que se produce un colapso generalizado del orden establecido (como inmediatamente después de un levantamiento revolucionario o en las sociedades que han vivido un conflicto bélico), es normal que se produzca una resurgir de la actividad criminal incontrolada, y es sabido que en estas situaciones las mujeres corren un gran peligro. Sin embargo, tanto si las llamadas fuerzas del orden, por debilitadas que puedan estar, permanecen de brazos cruzados como si optan por actuar a su vez de predadores –como sucedió en Egipto con los ataques a mujeres manifestantes–, ello va más allá de meros actos misóginos aleatorios; constituyen un acto profundamente político con miras a intimidar a las activistas.
Ni que decir tiene que los abusos cometidos por agentes estatales difícilmente pueden monopolizar la continuidad de la violencia contra las mujeres, que incluye una amplia variedad de agresiones, aparte de la violencia sexual, de manos de individuos conocidos o desconocidos, familias, bandas juveniles o incluso otras mujeres. Pero lo que constituye un cambio importante con respecto a la actitud patriarcal de siempre es la naturaleza cada vez más pública, tanto de las agresiones como de las reacciones populares a las mismas. Las mujeres tratan de auto-defenderse, se manifiestan, promueven demandas judiciales, crean grupos anti-acoso a los que se unen algunos hombres, como hemos visto en Egipto en el caso de piquetes de vigilancia contra los abusos. Sin embargo, el dilema de “quién habla en nombre de quién” sigue interponiéndose en el camino de un debate informado sobre la indiscutible novedad de lo que estamos viendo.
Violencia y silencio: el dilema de “quién habla en nombre de quién”
Un documental emitido por Canal 4 del Reino Unido, titulado Sex, Mobs and Revolution (sexo, turba y revolución), habló del auge de la violencia contra las mujeres en Egipto a manos de una gama de personajes que van desde hombres jóvenes (supuestamente frustrados sexualmente) que practican el acoso como una forma de diversión hasta bandas a sueldo (formadas en la época de Mubarak y que presuntamente continúan con sus actividades delictivas) que utilizan el abuso contra las mujeres como arma de intimidación política. Más interesantes que el propio documental fueron las reacciones a que dio lugar. Mientras algunas consideraron que era un reportaje periodístico bien elaborado, otras se escandalizaron ante la pretensión de una reportera extranjera de querer hablar en nombre de las mujeres árabes. La reacción defensiva provocada por el documental quedó bien reflejada en las palabras de Ala’a Shehabi, quien recibió los fragmentos de vídeo que pudo ver como un claro ejemplo de discurso paternalista de corte racista: “Se diría”, declaró, “que las mujeres blancas han logrado acabar efectivamente con el problema de la violencia doméstica, el tráfico sexual y la discriminación por razones de sexo y que ahora estas ya no son más que plagas que solo sufren las de piel oscura”.
El hecho de que la presentadora fuera probablemente de origen sudasiático, de que hablara con mujeres egipcias que se expresaban con franqueza y de que la película se esforzara por ir más allá del tópico de los “hombres egipcios obsesos del sexo” para hurgar en la violencia de género organizada políticamente no fue suficiente, por lo visto, para calmar las acusaciones de racismo. El mensaje de Shehabi y muchas otras críticas parece ser que la violencia contra las mujeres es un fenómeno universal, que no hay nada de particular que convenga reseñar sobre la violencia posrevolucionaria en el mundo árabe y de que cualquier pretensión en sentido contrario rezuma orientalismo y racismo. Por supuesto que todo esto causa una sensación de déjà vu, que recuerda muchos debates del pasado que acabaron en un callejón sin salida similar. Cuando Mona Elthahawy, a pesar de ser egipcia, escribió acerca de la misoginia en el mundo árabe, la mayoría de comentaristas se volcaron tanto en tacharla de neoorientalista que hacía el juego a Occidente que en su mayoría no se percataron de las evidentes deficiencias, políticas y analíticas, de algunas de las cuestiones que planteó. Desacreditar a la fuente en vez de discutir sobre el argumento solo sirve para inducir un silencio improductivo que ni las propias mujeres víctimas de los abusos, ni las sociedades en las que viven, están por lo visto dispuestas a tolerar.
El complemento de “esto no es más que otra manifestación del consabido patriarcado” solía ser un silencio ensordecedor en relación con la violencia de género. La mayoría de mujeres víctimas de abusos conocían a sus agresores (y en la mayoría de los casos sigue ocurriendo lo mismo); las golpeaban los maridos, las violaban familiares o vecinos, las obligaban a casarse con sus torturadores para ocultar su vergüenza, las mataban sus familias para limpiar su “honor” cuando se negaban a casarse, o las abandonaban sus potenciales pretendientes… La lista es mucho más larga y muestra vueltas de tuerca y variaciones regionales (recién casadas quemadas por sus suegras en el sur de Asia, mujeres de castas inferiores violadas rutinariamente por sus caciques, etc.). Estas formas de violencia, por supuesto, desmentían la idea de que el ámbito doméstico era un refugio seguro para las mujeres, pero este aspecto se pasaba por alto en los discursos cotidianos sobre la violencia de género (“si solo se abstuvieran de salir a la calle, todo estaría bien” y su corolario natural, “¿qué diantres estaba haciendo en la calle?”). Los Estados en su conjunto mantuvieron las prerrogativas de los familiares para el control de sus mujeres (y en su mayoría lo siguen haciendo): los crímenes de honor castigados con penas atenuadas y el matrimonio con la víctima como atenuante para el violador son ejemplos ilustrativos muy claros.
Estas formas de violencia siguen produciéndose masivamente. Sin embargo, mezclarlas con la ola de feminicidios en México, la violación en grupo en Nueva Delhi que ha provocado la furia popular y los ataques a mujeres durante y después de los levantamientos populares de la primavera árabe es contraproducente. Ahora hay mujeres y hombres que protestan en las calles, que filman, publican blogs y forman grupos. Saben que esto no es un “asunto familiar” que haya que ocultar y barrer bajo la alfombra, sino algo que toca el corazón mismo de la gobernanza por la que están luchando. Quieren acabar con las bandas utilizadas al servicio del poder, con las fuerzas de policía corruptas que gozan de impunidad y (que se propuso en el caso de India) con los acosadores y violadores que gozan de inmunidad cuando se hacen políticos y de quienes propagan discursos que inculpan a las mujeres víctimas que se atreven a dar la cara en la esfera pública. La vergüenza se ha convertido en rabia y se ha roto el silencio. Hemos de preguntarnos: ¿por qué?
¿Patriarcado en acción o patriarcado en crisis?
Lo que observé en Turquía, donde la cuestión de la violencia contra las mujeres fue objeto de acalorados debates públicos, fue para mí la primera señal de que es posible que estemos asistiendo al surgimiento de nuevos fenómenos. Al parecer, la tasa de asesinatos de mujeres creció un 1.400 % entre 2002 y 2009, y apenas pasaba un día en que los medios no informaran de una nueva atrocidad. Mientas, la indignación ante la violencia doméstica y los crímenes de honor dio lugar a un nuevo ritual consistente en que grupos de mujeres hacen de portadoras de los ataúdes de las víctimas de esos crímenes, incluso en las provincias más conservadoras, en abierta infracción del protocolo funerario musulmán. Cuando se indaga en los casos de asesinatos y otros crímenes de violencia de género, más allá de los titulares de prensa, se comprueba que la desobediencia y la insubordinación de las mujeres fueron los principales factores desencadenantes: mujeres asesinadas por maridos de los que querían divorciarse, o por ex maridos de los que se habían atrevido a divorciarse, o por pretendientes rechazados, muchachas obstinadas y díscolas que se habían negado a someterse a los deseos del padre en la elección del futuro cónyuge, etc.
Las aspiraciones de las mujeres nunca han sido más altas con respecto al nivel educativo, la carrera profesional y la participación ciudadana, e incluso familias con medios económicos modestos –como la de la joven estudiante de medicina que fue violada por un grupo de hombres de Nueva Delhi– hacen sacrificios para asegurar su movilidad social ascendente. El hecho es que las mujeres están en el espacio público de muchas partes del mundo árabe, igual que en el mundo en general, y que son numerosas. Aparte de las mujeres de la elite, que pueden protegerse de los espacios públicos incontrolados por conducir su propio coche o disponer de chófer, el grueso de las mujeres de clase media y de clase obrera, sean profesionales o desempeñen trabajos de baja categoría, utilizan el transporte público para desplazarse, van de compras a los mercados y las tiendas, acuden a los hospitales, recogen a sus hijos de las escuelas y, sí, también participan en las protestas y manifestaciones. El mundo en que una reducida elite urbana podía llevar vidas paralelas mientras que un vasto territorio rural acarreaba a trancas y barrancas su existencia separada ha pasado a la historia y con él el tipo de patriarcado que generaba.
Sostengo que entra en juego un nuevo fenómeno que denominaré restauración machista en un momento en que el patriarcado al uso ya no da plenas garantías y que requiere mayores niveles de coerción y el despliegue de aparatos de Estado ideológicos más variados para asegurar su reproducción. El recurso a la violencia (o la aprobación de la violencia) no refleja el funcionamiento rutinario del patriarcado o el resurgimiento del tradicionalismo, sino el miedo a que desaparezca cuando ya no está asegurada la hegemonía de la idea de la subordinación de las mujeres. El proceso de islamización puede tratar de reforzar esta hegemonía, pero como hemos visto en el caso de Irán, en última instancia no logrará ahogar las reivindicaciones de las mujeres en materia de igualdad y dignidad ni reprimir su activismo.
Es un hecho que las disposiciones que avalan la superioridad del hombre sobre la mujer en el islam están hechas jirones desde el punto de vista sociológico. La imagen del hombre que asegura el sustento choca con las multitudes de jóvenes hombres desempleados que son incapaces de asegurar su propio sustento, y mucho menos de proteger a las mujeres de la obligación de trabajar fuera de casa y de los rigores de la exposición al espacio público. Estamos asistiendo a una profunda crisis de la masculinidad que da lugar a la afirmación más violenta y coercitiva de las prerrogativas masculinas en que los abusos contra las mujeres pueden convertirse en un deporte sangriento, tanto en los arrabales de Soweto como en los alrededores de las fábricas de Ciudad Juárez, en las calles de Nueva Delhi o en las avenidas de El Cairo. Tanto si estos actos de violencia se presentan como crímenes aislados como si se amparan bajo la bandera de movimientos político-religiosos, los Estados están inevitablemente implicados. Tenemos todo el derecho, e incluso la obligación, de apelar a quienes ostentan el poder político y preguntarles cómo, cuándo y por qué optan por convertirse en accesorios de las atrocidades misóginas o en cómplices de los individuos, grupos o movimientos que las cometen. Esa es la razón por la que la gente está en la calle. La cuestión ya no se circunscribe a las mujeres y sus cuerpos, sino que apunta al mismo régimen político.
http://www.opendemocracy.net/5050/deniz-kandiyoti/fear-and-fury-women-and-post-revolutionary-violence
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