BERLÍN – Cuando están demasiado tensas, las cadenas
tienden a romperse por el eslabón más débil. Figurativamente hablando, lo mismo
se aplica a la Unión Europea. Así es como todo el mundo naturalmente suponía
que cualquier proceso de desintegración de la UE empezaría principalmente en el
sur europeo acosado por la crisis (Grecia, primero y principal). Pero, como ha
demostrado el primer ministro británico, David Cameron, es mucho más probable
que la cadena europea no se rompa por su eslabón más débil, sino por el más
irracional.
El Reino Unido -la patria del pragmatismo y el realismo,
un país de principios imperturbables y una adaptabilidad inigualable que
renunció estoicamente a su imperio después de defender con éxito la libertad de
Europa contra la Alemania nazi- ahora ha perdido su rumbo. Más precisamente, ha
tomado el camino equivocado gracias a la fantasía ideológica del Partido
Conservador de que ciertas potencias de la UE pueden y deben regresar a la
soberanía británica.
Los intereses nacionales del Reino Unido no han cambiado,
y ninguna alteración fundamental dentro de la UE ha ido en contra de esos
intereses. Lo que cambió es la política doméstica de Gran Bretaña: un primer
ministro demasiado débil como para controlar a sus aproximadamente 100
diputados antieuropeos (llamémoslos el "Máximo Tea Party") en la
Cámara de los Comunes, y un establishment conservador preocupado por el ascenso
del Partido de la Independencia del Reino Unido, que podría costarles a los
tories suficientes votos de la derecha como para darles a los Laboristas una
ventaja electoral.
Cameron sostiene que no quiere que el Reino Unido
abandone la UE. Pero su estrategia -una "renegociación" de su
condición de miembro de la UE, seguida de un referendo británico sobre el nuevo
acuerdo- es el producto de dos ilusiones: primero, que puede asegurar un
resultado positivo, y segundo, que la UE puede y quiere aceptar las concesiones
que él busca.
De hecho, existe una buena razón para creer que un curso
de estas características cobraría una dinámica propia, que podría derivar en
una salida británica no intencionada de la UE. Ese sería un duro revés para la
UE; para los británicos, que cometieron un error tras otro a lo largo de la
historia, sería un verdadero desastre.
Si bien Gran Bretaña seguramente sobreviviría fuera de la
UE, la calidad de su existencia es otra cuestión. Al abandonar la UE, el Reino
Unido perjudicaría seriamente sus intereses económicos, y perdería tanto el
mercado único como el papel de Londres como centro financiero. Una salida
también afectaría los intereses geopolíticos de Gran Bretaña, tanto en Europa
(donde, irónicamente, favorece una ampliación de la UE) como, a nivel mundial,
en su postura global y su relación especial con Estados Unidos (que dejó bien
claras sus preferencias por un Reino Unido europeo).
Desafortunadamente, los antecedentes de Cameron en la
política europea no inspiran confianza en su capacidad de manejar un desenlace
diferente. Cuando, en 2009, les ordenó a los Miembros del Parlamento Europeo
conservadores retirarse del Partido Popular Europeo, la agrupación a nivel
europeo de fuerzas políticas de centro-derecha, no hizo más que privar a los
tories -hoy relegados a sentarse con los sectarios y oscurantistas- de toda
influencia en el Parlamento Europeo. Al debilitar la postura del Reino Unido
dentro de la UE, terminó fortaleciendo a los euroescépticos dentro de su
partido.
Pero, si bien Cameron debería saber a partir de la
nefasta experiencia qué es lo que se avecina, parece que ha abandonado las
consideraciones racionales. De hecho, la idea de que la UE renegociaría los
términos de membrecía de Gran Bretaña -que supone, además, que Alemania no
pondría objeciones- raya el pensamiento mágico. Este tipo de precedente sería
aplicable al resto de los estados miembro, lo que implicaría el fin de la UE.
Con todo el debido respeto por el Reino Unido,
desmantelar la UE como el precio a pagar por seguir siendo miembro es una idea
absurda. Cameron debería reconocer que su estrategia es imposible de aceptar
(incluso si teme que unas pocas correcciones cosméticas al tratado no lo
ayudarán en su país).
Mientras tanto, los tories corren el riesgo de perder el
rumbo en una cuestión crucial -la reforma de la relación entre la eurozona y
los miembros de la UE no pertenecientes al euro- si intentan utilizarla como
influencia para renegociar los diversos tratados europeos. Gran Bretaña sabe
que la supervivencia del euro requiere una integración política mucho más
estrecha, y también que el papel de Londres como centro financiero -tan
importante para el Reino Unido como la industria nuclear lo es para Francia y
la industria automotriz para Alemania- se vería afectado si el euro fracasara.
Si bien nadie debería esperar que los británicos se sumen
al euro en el corto plazo, el liderazgo político dentro de la UE requiere la
perspicacia para tener en cuenta los intereses centrales del propio país y los
del resto de los estados miembro sin enredarse en amenazas. Sin embargo, esto
requiere un entendimiento adecuado de esos intereses y la voluntad de cooperar
en base a una confianza mutua, que debería ser un hecho consumado al interior
de la familia europea.
Los discursos, particularmente los pronunciados por los
líderes de las grandes naciones, pueden ser útiles, irrelevantes o peligrosos.
El discurso largamente planeado de Cameron sobre Europa se pospuso una y otra
vez. Quizá debería haberlo considerado una señal de que debería volver a pensar
su posición.
Todavía puede hacerlo, antes de que sea demasiado tarde.
El mejor punto de partida sería una relectura del famoso discurso de Winston
Churchill en Zúrich en 1946. "Debemos crear una especie de Estados Unidos
de Europa", instó el mayor estadista de Gran Bretaña del siglo XX. Esa
sigue siendo nuestra tarea -y la de Gran Bretaña- al día de hoy.
Web Project Syndicate
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