THE CORNER
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El consumo de
combustibles fósiles que ha liderado un siglo y medio de industrialización en
los países del Norte es, sin duda, la mayor aportación antropogénica al cambio
climático. Una vez extraídos y quemados, el carbón, el petróleo y el gas se
suman al ciclo de carbono entre la atmósfera, los océanos, los suelos, las
rocas, la vegetación y los seres vivos.
En la escala
temporal humana esta transferencia es irrevocable e insostenible. No existe
suficiente “espacio” en los sistemas biológicos y geológicos terrestres para
asumir de un modo seguro la masiva cantidad de carbono tomada de la corteza
terrestre sin que el dióxido de carbono crezca de un modo dramático en la
atmósfera y los océanos. La Tierra y sus ecosistemas tienen sus límites.
En el nivel
más fundamental la solución a la crisis climática requiere darle la espalda a
la dependencia de los combustibles fósiles. Las sociedades atadas a los
combustibles fósiles necesitan adaptaciones estructurales de sus sistemas de
transporte, sus regímenes de consumo y su producción agrícola que las liberen
de dichas dependencias para minimizar, en las próximas décadas, los posibles
peligros y costes. Las infraestructuras, el comercio y las comunidades deberán
ser reorganizadas. El apoyo estatal deberá otorgarse a los movimientos
populares que ya están construyendo alternativas sociales y defendiendo
opciones de bajo impacto ambiental. Las soluciones a la crisis climática
dependen, por tanto, principalmente de la organización política y de posibles
cambios sociales y económicos.
En este
contexto, no es una sorpresa que el empeoramiento de la situación climática no
sea atribuido a la continua extracción y derroche de combustibles fósiles, sino
a la presencia en nuestro planeta de demasiadas personas. Cada vez que se pone
de actualidad una crisis ambiental, una hambruna, la situación de los países en
vías de desarrollo, cualquier conflicto sobre los recursos, las migraciones o
el crecimiento económico, una miríada de economistas, demógrafos,
planificadores, financieros y bandidos políticos (del Norte) se apresuran a
invocar la idea de la sobrepoblación.
Hace más de
200 años, en una época de inmensa agitación social, política y económica en
Inglaterra, ligada al cercado de tierras y bosques comunes de las que dependían
distintas comunidades, el economista de libre mercado, Thomas Malthus, escribió
una historia sobre cómo interactuan los humanos y el medio natural. La clave de
su ensayo era una analogía matemática entre el crecimiento de la población
humana y los recursos alimenticios que ésta utilizaba. Ligando política y
matemáticas, propuso un conjunto de argumentos falaces para promover una nueva
vía: la de denegar los derechos colectivos a la subsistencia, afirmando este
derecho para los que “lo merecen” frente a los que “no lo merecen”, con el
mercado como árbitro de dichos títulos. Los pobres eran pobres porque carecían
de compostura y disciplina, no por la privatización. Esta es la esencia del
argumento de la sobrepoblación.
Hoy, un amplio
rango de industrias utilizan la misma argumentación con la intención de
asegurarse un futuro para sus intereses particulares y así seguir empujando a
favor de la privatización de bienes colectivos. En la agricultura, por ejemplo,
se lanza a la opinión pública la idea de que las “bocas extra” del Sur causan
la hambruna global –a menos que las compañías biotecnológicas tengan el derecho
de patentar y modificar genéticamente distintos organismos. Con respecto a los
recursos hídricos, un número creciente de sedientos habitantes de ciudades
miseria serían responsables de las previsibles guerras del agua, a
menos que dichos recursos sean administrados por compañías del sector privado.
En cuanto al
clima, la idea es culpar a los chinos y los indios de las masivas inundaciones
debido a sus emisiones de efecto invernadero –a menos que las compañías que
contaminan reciban derechos de propiedad sobre la atmósfera a través de
sistemas de transferencia de emisiones de carbono que ayuden a construir un
nuevo mercado global valorado en miles de millones de dólares. Hace dos siglos,
Malthus reconoció que su sistema matemático y sus series geométricas de
crecimiento no habían sido observadas en ninguna sociedad. Admitió que el “poder
de sus números” era solo una imagen, algo que los demógrafos han
venido a confirmar.
Durante más de
200 años, su teoría y sus argumentos han sido refutados por demostraciones de
que cualquier problema atribuido a la población puede ser explicado de un modo
más eficaz poniendo el acento en la desigualdad social.
El gran logro
de Malthus fue oscurecer las raíces de la pobreza, la desigualdad y el
deterioro ambiental. La mentalidad casi bélica generada por las predicciones de
que la escasez de recursos podía conducir a un apocalipsis ha conseguido
distraer la atención de lo más importante: la destructiva historia social y
ambiental de un proyecto político desacreditado.
Frecuentemente
cuando se trata la siempre presente malnutrición, el hambre y la carestía, no
se aborda la discusión sobre las políticas neoliberales, la mala distribución
de los recursos alimenticios del planeta, los peligros de utilizar tierras
agrícolas del Sur para agrocombustibles consumidos en el Norte, la desigualdad
en el acceso a los recursos económicos y la propia especulación sobre la
tierra.
Si más de mil millones
de personas no tienen acceso a agua potable es porque el agua, como la comida,
fluye hacia aquellos con mayor capacidad de consumo: en primer lugar la
industria y los grandes productores, después a los consumidores ricos y por
último hacia los pobres, cuya agua estará contaminada por los dos primeros.
Diversos
estudios han destacado las contradicciones de intentar relacionar el
crecimiento de la población con las emisiones de carbono, tanto históricas como
previstas. Los países industrializados, con solo el 20% de la población
mundial, son responsables del 80% del dióxido de carbono acumulado en la
atmósfera y los países con mayores índices de emisiones son precisamente
aquellos con crecimientos de población lentos o prácticamente nulos. Los pocos
países donde el índice de fertilidad femenino se mantiene todavía alto son los
que tienen las emisiones per capita más bajas.
Las emisiones
per capita agregadas ocultan quién está provocando el efecto invernadero,
dificultando el análisis de los datos y la búsqueda de soluciones. Se estima
que el 7% de la población mundial más rica es responsable de la mitad de las
emisiones de dióxido de carbono, mientras el 50% más pobre del planeta, solo
emitiría el 7%.
Ofrecer datos
de población en términos numéricos no ofrece una información relevante para
adoptar políticas que ayuden a mitigar el cambio climático. El uso masivo de
combustibles fósiles en las sociedades industriales no puede ser combatido
repartiendo condones. Ni tampoco reducir el número de nacimientos ayudará a
reducir los subsidios públicos a la industria petrolera –estimados anualmente
en más de 100 mil millones de dólares- en forma de deducciones de impuestos, lo
que les otorga una clara ventaja frente a las alternativas sostenibles. Además,
el comercio de emisiones continúa dando incentivos a las industrias
contaminantes para retrasar los cambios estructurales. Dicho comercio termina
haciendo aumentar todavía más las emisiones, en lugar de compensar sus efectos,
reforzando así la dependencia. Y mientras, las tierras, el agua y el aire de
los que dependen las comunidades del Sur siguen siendo usurpados.
Pero los
hechos, las cifras y las explicaciones alternativas, aunque necesarias, nunca
han tenido mucho efecto sobre los debates acerca de la población o los
desacuerdos en torno a políticas concretas. El motivo es simple: dichos debates
no tienen tanto que ver con números como con ideología, poder e intereses
económicos. Existen desacuerdos políticos y culturales, no matemáticos. Los
argumentos sobre la sobrepoblación y las políticas basadas en éstos persisten
no a causa de ningún mérito intrínseco, sino por la ventaja ideológica que
ofrecen a poderosos intereses económicos y políticos para minimizar la
redistribución, restringir derechos sociales y avanzar en la legitimación de
sus objetivos.
Aquellos que
hacen aparecer el fantasma del futuro número de humanos empujan la atención
hacia hechos que la mayoría de los críticos también reconocen –que el planeta
no puede soportar billones de personas- pero al hacerlo nos invitan a dejar a
un lado los análisis sociales específicos sobre el contexto general y nos
obligan a volver a las románticas clases de matemáticas donde las tensiones
abstractas, monolíticas, inexorables entre los humanos y la naturaleza se muestran
solo en gráficos y pantallas de ordenador.
En los debates
sobre el cambio climático, los argumentos acerca de la sobrepoblación sirven
para retrasar la toma de decisiones sobre cambios estructurales en el Norte y
en el Sur; sirven para retrasar la explicación sobre cómo el mercado de
emisiones ha fallado como estrategia para mitigar el problema; sirve para
justificar un mayor número de intervenciones sobre distintos países con la
intención de controlar su excedente poblacional y para excusar dichas intervenciones
cuando causan mayor degradación ambiental, migraciones o conflictos.
Como tal, la
teoría malthusiana de la población es sobre todo una estrategia política para
oscurecer las relaciones de poder entre distintos grupos en la sociedad.
Mientras, al mismo tiempo, se justifican esas relaciones que son las que
permiten que ciertos grupos dominen a otros estructuralmente, ya sean los
hombres a las mujeres, los propietarios a las comunidades, o “nosotros” sobre
“ellos”. Los “demasiados” nunca son los que hablan, sino siempre “el Otro”.
Esto explica
parcialmente por qué los que son considerados “un exceso” no son aquellos que
se benefician de la extracción continua de combustibles fósiles, sino los que
sufren las consecuencias directas e indirectas. Desde la época de Malthus, la
“sobrepoblación” siempre ha estado referida a los más pobres, a aquellos de
piel oscura o a los habitantes de las colonias y los países del Sur – así como
combinaciones variables de los anteriores. Otras categorías están siendo
añadidas recientemente a la lista de los “sobrantes”: los mayores, los
discapacitados, los migrantes y aquellos que necesitan de los servicios
sociales.
Desde el
inicio de la disciplina, la demografía ha defendido la idea de que son las
mujeres las que crean los problemas de población. A diferencia de todas las
otras políticas económicas, ambientales, de desarrollo o sociales concebidas
desde los think tanks, implementadas por gobiernos y financiadas
desde agencias multilaterales, las políticas sobre población han tendido a
intervenir directamente sobre las mujeres desde el principio, enfocando las
soluciones exclusivamente a intentar poner freno al número de hijos.
Pero aunque la
población humana se reduzca a la mitad, un cuarto o a una décima, mientras
exista una sola persona con capacidad para negar el acceso al agua, la
alimentación, a un hogar, a la tierra, a la energía, a la “vida buena”, incluso
dos personas pueden ser consideradas “demasiadas”.
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