miércoles, 5 de enero de 2011

Tradiciones y tentaciones de la derecha española por Juan Manuel Vera


Este texto es el capítulo 4 del libro La derecha furiosa (Enrique del Olmo, José Manuel Roca, Luis Miguel Sáenz y Juan Manuel Vera, Editorial SEPHA, diciembre 2005)
“El único modo de llegar a un concepto de orden definido y preciso, que no sea una idea movediza y relativa, es cimentarlo sobre verdades fijas, es decir, sobre principios religiosos”
José María Pemán


“Estamos en uno de los momentos más críticos de nuestra historia en muchas décadas y probablemente abocados a una grave crisis nacional. En poco más de un año el actual Gobierno y su Presidente han llevado a España al borde del abismo. España corre riesgos serios de desintegración y de balcanización. Corre el riesgo también de volver históricamente a las andadas. El desafío al Estado es total”.

José María Aznar, 7 de octubre de 2005


La derecha española ha encontrado en el Partido Popular (PP) el instrumento político unitario que ha facilitado la agrupación de las élites católicas, base histórica sustancial del conservadurismo y el tradicionalismo en nuestro país, conteniendo las fracturas que en otros momentos han dificultado su unidad de acción como ocurrió, por ejemplo, durante la transición del franquismo a la democracia electoral.

Aunque el origen básico del PP se encuentre en la derecha católica de origen franquista hay que precisar que a lo largo del tiempo ha conseguido concentrar a otros sectores y corrientes. Al PP se ha incorporado desde antiguos militantes de la extrema derecha hasta democratacristianos y neoliberales, facilitando mantener un ala “dura” y otra más o menos “moderada”. También ha absorbido a los influyentes grupos del tradicionalismo católico. Y, al mismo tiempo, el PP ha conseguido evitar la dispersión de los regionalismos de derecha (excepto en algunas comunidades como Aragón o Cantabria). Desde el punto de vista ideológico ha existido un equilibrio entre los neoliberales (liberistas), los neoconservadores, los neofranquistas y los centristas, corrientes presentes en el partido aunque no sea estructuradamente. Esos afluentes se entremezclan, de forma compleja, con los propios entramados de poder y grupos de presión internos. El mérito más notorio de Aznar en su etapa de presidente del PP ha sido su capacidad para actuar como unificador y pacificador de las derechas, siguiendo la senda que ya había iniciado Fraga.

Sólo en el futuro sabremos si se trata de una síntesis estable o si la integración ha sido un espejismo y la imagen unitaria oculta diferencia insalvables. En todo caso, la unidad partidaria (aunque la democracia interna brille por su ausencia) no puede difuminar los distintos orígenes, visiones y aspiraciones. La proximidad al poder evitó, posiblemente, en los últimos quince años los enfrentamientos y la confrontación de proyectos. Después de la derrota electoral de 2004 será difícil que se mantenga permanentemente la armonía entre las distintas sensibilidades de las derechas, sobre todo si se consolida la actual hegemonía de los sectores ultraconservadores y su tentación de provocar continúas tensiones y confrontaciones con finalidad desestabilizadora. Una reflexión sobre la preocupante evolución del PP hacia posiciones extremistas no debe ignorar esa realidad, que puede conducir a enfrentamientos entre sus corrientes subrepticias, especialmente si perciben que el actual curso puede alejarles por una larga etapa de la gobernación del Estado.

El giro derechista, ultraconservador si se quiere, de un sector significativo de sus dirigentes y militantes es notorio. El partido de Rajoy, con Acebes como Secretario General y Zaplana como portavoz parlamentario, se ha embarcado en una pirámide de deslegitimaciones políticas, de oposición sin límites éticos ni políticos, que puede ocasionar graves riesgos para la democracia española. PP empieza a ser sinónimo de una derecha españolista furiosa, que se ha puesto al servicio de los valores más ultramontanos de la Iglesia católica, y que incorpora crecientes sesgos antieuropeístas. La ira alimentada por algunos medios de comunicación de la derecha, y la audiencia que tienen en los mismos individuos tan extremistas como Federico Jiménez Losantos o Pío Moa, entre otros, ya dicen bastante del sentido ultraderechista de dicha evolución.

La inexistencia de un partido de centro (es decir, de derecha moderada) hace que electoralmente la frontera del PP sea el PSOE. Por otra parte, carece de competencia a su derecha, salvo algunos grupúsculos falangistas o neonazis, políticamente irrelevantes. Conjuntamente, ambos aspectos diferencian netamente el modelo español del de otros países europeos.

Hace algunos años, al llegar Aznar al poder y, sobre todo, tras obtener en el año 2000 la mayoría absoluta, pudo parecer que la derecha española había alcanzado la madurez y poseía un proyecto de largo alcance para intentar mantenerse como fuerza electoral dominante. No había sido nada fácil llegar a ese punto. Como señala José María Marco: “La derecha española no había logrado nunca realizar este proyecto. Antonio Maura lo intentó a principios de siglo [...] El Partido Radical de Lerroux estaba lastrado por la personalidad de su líder y en el fondo seguía siendo un partido de notables, siguiendo un modelo anterior a la democratización de la Monarquía constitucional. La CEDA, en los años treinta, fue una coalición, con rasgos muchas veces defensivos, sin tiempo para evolucionar hacia una organización más estable”(1) .

Sin embargo, los síntomas de que la orientación al centro y la moderación del PP no eran auténticos ni completos ya existían antes de que se confirmara en la segunda legislatura de Aznar. Por ejemplo, cuando Aznar, antes de gobernar, publicó en 1995 el libro La segunda transición, su título pudo ser entendido como una pretensión de enmienda al rumbo equivocado de la transición española. Es muy posible que la derecha, al menos un sector de ella, no viviera su victoria de 1996 como un mero turno electoral, sino como un cambio más trascendental, que le permitiría solventar algunas deudas históricas pendientes de décadas atrás. Esas posibles expectativas ayudarían a explicar la evidente crispación producida cuando perdieron claramente las elecciones del 14-M sin haber podido incorporar plenamente su orientación neoconservadora al sistema político. Entre 2000 y 2004 habían creído que tendrían en sus manos los instrumentos para rectificar el régimen nacido de la reforma del franquismo.

La derrota del Partido Popular en las elecciones del 14 de marzo de 2004 ha supuesto una conmoción en el tejido social, cultural y político de la derecha y reavivado algunas de sus más peligrosas tradiciones y tentaciones. Han reaccionado como si se hubiera producido un desalojo del poder anormal e inaceptable. Las corrientes más conservadoras tienen un miedo cerval al desmoronamiento de su proyecto político, laboriosamente reconstruido a lo largo de muchos años. Después de haber tensionado extremadamente la política española para llegar al poder, y haber mantenido durante sus años de gobierno un virulento comportamiento frente a la oposición socialista y nacionalista, los réditos de su etapa gubernamental les parecen escasos. Todo ello contribuye a que el PP no esté dispuesto a ejercer una oposición política normal.

Del 14-M les sorprendió la contundencia del cambio de la ciudadanía española (la pérdida de la mayoría absoluta del PP se consideraba probable durante la campaña electoral) (2) . A esa sorpresa contribuía el exceso de confianza de Aznar y los suyos en los efectos que ocho años de gobierno habían producido en el tejido de la sociedad, calándola con ideas ultraliberales-conservadoras, y marginando las ideas no naturales, para ellos representadas por la izquierda y los nacionalismos periféricos.

Un pluralismo democrático-electoral se basa en la combinación de visiones distintas, que expresan los márgenes diferenciales del imaginario de la época (3). En un régimen tendente a un bipartidismo limitado, cada una de las fuerzas representativas de las alternativas de la izquierda y de la derecha adquiere una gran importancia para el conjunto de la sociedad. Por ello, el rumbo estratégico e ideológico del Partido Popular resulta tan preocupante.

La existencia de una tentación ultraconservadora, incluso reaccionaria, en la derecha española, alimentada desde sus tradiciones autoritarias, y abierta a los populismos neoconservadores de otros países, es una posibilidad muy negativa para la democracia española. Desearíamos una derecha más moderada, más europea, capaz de alejarse de los rasgos autoritarios y tradicionalistas de su pasado y de los que algunos de sus dirigentes importan de las corrientes más impresentables de la nueva derecha cristiana. Desdichadamente, no parece que sea ese el camino emprendido por la actual dirección del Partido Popular. Y las tradiciones de la derecha española tampoco reconfortan demasiado para pensar en una progresiva moderación y en una mejor adaptación a la realidad pluralista del país.

¿Una derecha sin raíces?

Una nueva generación derechista se organizó en el Partido Popular desde finales de los años ochenta. Conscientes de la dificultad de buscar raíces en la tradición española, tuvieron en cambio la posibilidad de entroncar con el ultraliberalismo de Reagan y Thatcher tan presente en los años ochenta. Como señala Javier Tussell, la conexión con el ultraliberalismo es comprensible. “No tiene nada de extraño que muchos de sus miembros, procedentes de la derecha tradicional –como el propio Aznar, falangista en su primera juventud– se transmutaran en ultraliberales, porque ésta era la ideología más funcional para la ocasión que estaban viviendo” (4). Esa retórica ultraliberal no significaba sin embargo que en el seno del PP no estuviera, también, muy presente una concepción patrimonialista del Estado al servicio de la élite dirigente católica.

Aún más lógica es la proximidad, ya en los años noventa, producida con los ‘neocon’ estadounidenses. Ha sido posible un encaje de los valores originarios, autoritarios, nacionalistas y católicos de la derecha española con ese neoconservadurismo cristiano floreciente tras la elección de Bush hijo. Ambas etapas deben tenerse presentes para comprender el curso, y los meandros, de la evolución del PP.

En cualquier caso, conviene que tener en cuenta la apremiante necesidad de apertura, incluso simbólica, que existía entre los sectores emergentes de la derecha en los años ochenta. Eran conscientes de la necesidad de una modernización del discurso como parte integrante del proceso de acercamiento al poder. En la evolución de la derecha ha sido muy relevante el papel desempeñado, desde su nacimiento, por el diario El Mundo. La alianza con la oposición periodística al felipismo, representada por Pedro J. Ramírez, propició un lugar de encuentro entre un público de izquierda desencantada (básicamente simpatizantes de IU, entonces bajo el mandato de Anguita) y los nuevos militantes, más jóvenes y más abiertos, del PP, todos ellos comprometidos fuertemente en el acoso y derribo de Felipe González. Debe resaltarse que mientras periódicos como ABC y, desde su aparición, La razón, representan los valores tradicionales, conservadores, autoritarios y españolistas, El Mundo significó una operación muy importante de apertura a nuevos valores. En particular, la primera etapa del El Mundo introdujo en medios de derechas la reflexión sobre la posibilidad de algunas reformas liberales, democráticas o regeneracionistas de la democracia española y, al mismo, tiempo, acercó a algunos sectores de la derecha a valores culturales tradicionalmente vinculados al liberalismo y a la izquierda. El Mundo, con el tiempo, sería también el tobogán desde el que se visualizaría el tránsito de diversos periodistas y escritores procedentes de la izquierda (como Francisco Umbral, Gabriel Albiac, Martín Prieto, Raúl del Pozo, etc.) hacia posiciones de derecha y, en algún caso, no precisamente moderada.[Tras la derrota del PP en las elecciones del 11 de marzo, dicho periódico se ha convertido en el portavoz de tendencias cada vez más derechistas, deslegitimadoras de los resultados electorales, ejerciendo de una manera completamente amoral un inefable amarillismo al servicio de los intereses de los sectores más ultras de la derecha española.]

A medida que en el discurso de la derecha tradicional se incorporaban temas nuevos y el PP conseguía trabajosamente remontar el techo electoral de Fraga, se reavivaba la necesidad de establecer unas raíces históricas respetables. La confusión asociada a esa búsqueda se hace evidente si pensamos en las referencias intelectuales predilectas de los dirigentes del PP, un cóctel donde están presentes Fukuyama, Hayek, Popper, Aron, Von Mises, Friedman, Cánovas, Azaña, Ortega, Américo Castro, Sánchez Albornoz, Menéndez Pidal, Reagan, Thatcher y Woytila. Y un cóctel, donde voluntariamente, faltan componentes esenciales de la formación histórica de las derechas españolas.

Sin embargo, las referencias ideológicas, ciertas o ficticias, con sus contradicciones evidentes, por importantes que sean, no pueden sustituir el papel que juega una tradición propia asumida abiertamente. Por ello, es un hecho básico a destacar la extraordinaria dificultad de la derecha para establecer una identidad y rescatar una tradición nacional propias de un marco político democrático. Al reconstruir sus intentos de dotarse de marcos de referencia, las presencias deseadas y las ausencias y ocultaciones tienen un grado de importancia paralelo. Lamentable, es la historia de un fracaso y, por tanto, un camino de ida y vuelta.

La derecha mantiene su silencio respecto al franquismo, régimen dominante en España desde 1939 a 1975. Pero también es significativo la ausencia de referencia a su relación con los movimientos y corrientes tradicionalistas y autoritarias que desde el final del canovismo caracterizaron la trayectoria de la derecha española. ¿Es que el PP surgió del vacío? ¿Es que la derecha española no tiene raíces?

Esos silencios y vacíos explican los motivos que, desde la llegada de Aznar al liderazgo popular, dieron lugar a una búsqueda heterogénea de tales referencias. El intento de modernización de la derecha española necesitaba dotarse de señas de identidad. Incluso, el abandono de la Internacional Conservadora y la incorporación a la Demócrata Cristiana también pudo entenderse en ese sentido.

Aunque ese proceso de modernización se haya visto abruptamente interrumpido a partir de la segunda legislatura de Aznar, resulta especialmente atractivo reflexionar sobre las contradicciones en que incurrían al buscar un marco de referencias históricas que eludía una parte fundamental de la propia historia de la derecha, sus orígenes históricos e intelectuales, y hasta si se quiere, su propia educación ideológico-sentimental.

El resultado provisional lo conocemos. En un momento determinado se produjo una marcha atrás. El curso político de los últimos años ha permitido el refuerzo sustancial de los sectores tradicionalistas católicos del PP de manera que la modernización limitada se ha cortado abruptamente.

Por otra parte, simultáneamente, en el PP fue aflorando una renovación del discurso nacionalista español, que, paradójicamente le permitió enlazar con las preocupaciones de algunos sectores intelectuales y políticos relacionados con la izquierda pero muy contrarios a los nacionalismos periféricos. Para ello se fundamentaron en libros como el precursor Lo que queda de España, 1979, de Federico Jiménez Losantos, pasando por Si España cae... de Cesar Alonso de los Ríos, El bucle melancólico de Jon Juaristi o, más recientemente, Contra la balcanización de España, de Pío Moa. Todos esas reflexiones se han convertido en hitos de esa recuperación del nacionalismo español, junto a la capitalización de la labor de colectivos como el Foro de Ermua en Euskadi o el Foro Babel en Cataluña. De alguna manera se han generado en la derecha un grupo influyente de ideólogos de la españolidad. Todo ese nacionalismo español aprovecha las contribuciones de Pío Moa, César Vidal, José María Marco, Sánchez Drago, Jon Juaristi o Fernando García de Cortázar, entre otros. En ocasiones, ese proceso va acompañado de incursiones netas en el revisionismo histórico para la defensa del franquismo.

El nacionalismo español se ha convertido en un aglutinante fundamental de la derecha. Ya la segunda legislatura de Aznar marcó la progresiva demonización de nacionalismo vasco y catalán. Fue una operación rentable porque acercó a la derecha a los grupos sociales más marcados por los valores unitaristas.
Al mismo tiempo, desde el año 2000 el refuerzo de la derecha católica del PP se ha ido haciendo cada vez más evidente. La presencia de las élites vinculadas al Opus Dei, Legionarios de Cristo, kikos, etc. se expresó en el decidido intento de imponer la religión católica como asignatura plena. Después de la salida de Aznar del Gobierno, y sobre todo a lo largo del año 2005, se ha asistido a la connivencia más completa entre la jerarquía eclesiástica de la Conferencia Episcopal española con el PP en el ataque a medidas del Gobierno Zapatero como la regulación del matrimonio homosexual.

Nacionalismo español, catolicismo, intolerancia, etc. ¿Se ha producido una recuperación por etapas de valores del franquismo?

Pero volvamos un poco hacia atrás, remontémonos al mencionado proceso de modernización fallida de la derecha. Los problemas de reconocimiento de la propia identidad, y de crítica de su pasado, alimentaron procesos de apropiación de personalidades o trayectorias poco acordes con las raíces auténticas de la derecha católica española.

Para ubicarse en una tradición nacional el PP ha efectuado varios ensayos que apuntaban a momentos históricos distintos. Así, ha habido intentos de ubicar su actual corriente política en la tradición de Cánovas, pero también en la de Azaña e, incluso, en la de la UCD.

Vamos a analizar la imposibilidad de esos ensayos identitarios para entender mejor su actual involución ideológica y las razones del retorno a valores neofranquistas, nuevo camino que el propio Aznar ha encabezado.

Canovismo, tradicionalismo y autoritarismo

Para explicar el nuevo curso de la derecha conviene hacer algunos desplazamientos hacia ese pasado explosivo de tradicionalismo y autoritarismo que caracterizó su existencia en gran parte del siglo veinte. Esa retrovisión no es tanto para confirmar algo que ya sabemos, la inexistencia de una tradición liberal y democrática de la derecha española, como para explorar los elementos de otra distinta, nacionalista y católica, que reaparece por ciertos flancos actuales.

Ciertamente, desde una perspectiva histórica no hay homogeneidad sino distintas corrientes actuando en distintos marcos políticos. Lo que interesa es la relación, confesada u ocultada, con determinadas tradiciones.

Cada sociedad produce una determinada configuración de sus fuerzas políticas e ideológicas, variedades nacionales que en ocasiones son fuertemente singulares (pensemos en la excepcionalidad de nuestra derecha respecto a la francesa, la alemana o la británica). Cuando una de esas tradiciones se convierte en hegemónica durante un largo período histórico podemos hablar de una matriz política. El cambio de matriz siempre es complejo, salvo rupturas históricas muy profundas (ejemplo, la derecha portuguesa después del 25 de abril).

En el discurso histórico de Aznar y del PP no tiene presencia el franquismo, reducido a una etapa de excepción, y han intentado recuperar el canovismo, y el régimen de la Restauración, como expresión de un intento de modernización semi-liberal de España conducido por la derecha. Esa artimaña tiene notables complicaciones pues, al fin y al cabo, los equilibrios del canovismo fueron aniquilados desde la propia derecha nacional que se afianzó en la tradición del tradicionalismo autoritario.

La debilidad del liberalismo es el elemento esencial para comprender la génesis y apogeo del autoritarismo en nuestro país. Una sociedad atrasada, con un fuerte peso del clericalismo, con una burguesía débil, con escasos sectores ilustrados, era el ambiente ideal para el dominio de la derecha católica, la cual impidió por todos los medios la construcción autónoma un complejo de ideas liberales democráticas.

El antecedente constitutivo es el franquismo. Dicho con crudeza, los actuales actores son herederos de los sectores sociales comprometidos con el régimen franquista Así como el franquismo es el precedente, la matriz constitutiva de la derecha es el catolicismo tradicional conservador. A diferencia del resto de Europa, donde el liberalismo consiguió dar lugar a una conformación nacional laica, en España el catolicismo consiguió sobrevivir con gran fuerza. La preponderancia de la Iglesia católica la convirtió en el intelectual orgánico de las clases conservadoras y poseedoras dando lugar a una conexión sin precedentes en otros países europeos, con la excepción peculiar de Italia (aunque allí esa relación privilegiada se reconstruyó, a partir de 1945, en un marco democrático electoral).

En España, la Restauración de 1874 fue un intento de compromiso de las viejas clases dominantes y de la Iglesia con un liberalismo flojo y teñido de conservadurismo, autoritarismo y españolismo. Cánovas del Castillo representa el liderazgo de ese intento híbrido que puso fin a los vaivenes del siglo XIX. La tradición conservadora-liberal representada por el canovismo, admitió ciertos cambios y transformaciones derivados del triunfo de las ideas liberales en Europa, pero intentando manteniendo el catolicismo estatal, la negativa radical a reformas sociales y el cierre a toda alternativa federal o federalizante. La Constitución de 1876 concedió a la Iglesia un peso esencial en el modelo cultural, social y escolar. Ese marco propició la génesis de una élites católicas que pretendieron y consiguieron extender el peso de la Iglesia.

La crisis del régimen de la Restauración, patente desde comienzos del siglo veinte, preparó el terreno para la hegemonía completa de la derecha católica. Se generó un precipitado donde las ideas moderadas y los compromisos fueron rechazadas en beneficio de unos rasgos dominantes autoritarios, antiliberales, católicos y nacionalistas españoles. Ese final del régimen impidió la aparición de una derecha liberal-democrática “a la europea” y abrió el camino al triunfo completo de una derecha reaccionara. Esa situación enraizaba con una crisis de la conciencia de España, relacionada con el fracaso histórico del liberalismo. Así, resulta significativo que la generación del 98 no fuera capaz de encauzar en un sentido liberal-democrático su perspectiva y permaneciera presa de perspectivas elitistas y antidemocráticas (5).

Resumiendo, es posible distinguir en la derecha española desde finales del siglo XIX, una competencia entre una tradición conservadora-liberal (cuyo punto de mayor gloria fue el canovismo) y el tradicionalismo autoritario. Pero el canovismo fue incapaz de renovarse y reproducirse y la tradición hegemónica de la derecha española desde la crisis de la Restauración ha sido la tradicionalista-autoritaria. Ese conservadurismo autoritario tiene tres fuentes muy directas: la Asociación Católica Nacional de Propagandistas(6) , el maurismo (7) y la renovación del tradicionalismo carlista (8). La formación de un nacionalismo católico antiparlamentario será el producto depurado de ese conjunto de influencias. Todo ese movimiento se vio favorecido por el desarrollo de movimientos reaccionarios, prefascistas y fascistas en el resto de Europa. Particularmente importante en dicha época fueron las ideas difundidas por Charles Maurras y el grupo L´Action Française, defensores de un modelo monárquico, antiliberal y antiparlamentario. Nadie mejor que Ramiro de Maeztu para dar expresión a esa conjunción: aversión a las masas, miedo a la modernidad, defensa de la jerarquía y tradición españolista.

La derecha se ha constituido en un marco donde la defensa de la nación española, el catolicismo como sustancia de la nación (9) y la concepción del Estado como instrumento de una modernización autoritaria han sido los pilares básicos. El eje esencial es una visión de la nación como empresa colectiva producto de la acción de las elites.

Todas estas reflexiones nos llevan a resaltar la dificultad de reconocer la matriz constitutiva del PP en el canovismo, como han pretendido en algún momento Fraga, Aznar y otros dirigentes populares, pues más bien se encuentra en la nueva derecha católica que rechazó los compromisos del canovismo y alimentó una orientación autoritaria. Cuando Aznar se remontó a Cánovas y al régimen de la Restauración hay que percibir la búsqueda de raíces en una derecha incorporada a un régimen electoral. Pero por lazos familiares y origen intelectual, el PP es un heredero de una derecha distinta, la que había rechazado dicho régimen como puerta falsa por el que el liberalismo y otras ideologías extrañas al ser español. Además la lejanía en el tiempo de Cánovas no resolvía demasiado el problema. Nos encontramos ante una antinomia evidente. No es posible eludir las evidentes conexiones con el nacionalismo católico (y el franquismo) del cual proceden. No es posible querer dar una imagen respetable de la derecha sin pagar el coste de la ruptura con una parte esencial de sus señas de identidad genéticas.

Conservadurismo y franquismo

La derecha autoritaria se convirtió en reaccionaria porque concibió que su misión era oponerse al signo de los tiempos. Aunque la defensa de la dictadura tiene una larga tradición intelectual en el siglo XIX, partiendo del decisionismo político de Donoso Cortés y pasando por los diversos arbitrismos, será en el siglo veinte cuando se inicie la conjunción entre derecha y autoritarismo (10). La derecha católica hizo de la defensa de la dictadura una parte fundamental de su programa político.

El conservadurismo autoritario tuvo su primera fase de dominio durante la dictadura burocrático-militar del general Primo de Rivera. En dicha etapa se suspendió la Constitución de 1876 y se produjo un primer ascenso de las nuevas élites derechistas que consideraban que las fuerzas unitarias de la nación (Iglesia, ejército y las capas dirigentes) debían proceder a una renacionalización, frente a las fuerzas disgregadoras representadas por el laicismo, los nacionalismos periféricos y el ascenso de los grupos sociales subalternos.

Resultó imposible que en la II República pudiera consolidarse una derecha republicana-liberal. La derecha realmente existente no era ni demócrata ni liberal. Los débiles intentos de crear una derecha moderada de Miguel Maura, de Niceto Alcalá Zamora, o incluso de Ortega (y su Agrupación al Servicio de la República) eran demasiados inconsistentes y carentes de base social. Por ello, sólo fueron anécdotas en la plena hegemonía de otra derecha de signo muy distinto. Así, durante la República, la derecha se alimentó de las tesis propias de la reacción católica y monárquica, representadas por la revista Acción Española (creada en diciembre de 1931).

La derecha nacional será, además, integrista católica y con conciencia de fuerza de contención del cambio social. Tanto los sectores con peso institucional, representados por Ángel Herrera y José María Gil Robles, como los núcleos extremistas de José Calvo Sotelo estaban comprometidos en transformar las instituciones en un sentido autoritario, antiparlamentario, confesional y con elementos corporativos. La fuerza institucional más importante de la derecha durante la etapa republicana fue Acción Nacional (que pasó a denominarse Acción Popular después del intento de golpe de Estado de Sanjurjo). Acción Popular fue el embrión de la CEDA, creada en febrero de 1933, un conglomerado de la derecha antirrepublicana, autoritaria, nacionalista española y católica. Cuando en la transición española la derecha de origen franquista adoptó el nombre de Alianza Popular tomó como referente precisamente el nombre adoptado por Acción Nacional tras el golpe de Estado de Sanjurjo: un partido institucional que no compartía la sustancia del nuevo régimen. Acción Popular fue la principal fuerza de la CEDA.

La influencia creciente de ideas nacionalistas y corporativas en la derecha católica debilitó el desarrollo del fascismo español. Este surge entre 1931 y 1934, a través de publicaciones como La Conquista del Estado (1931) u organizaciones minoritarias como las JONS o Falange Española. Pero ni Ledesma (un ultranacionalista plebeyo), ni Giménez Caballero (un esteta fascista) ni Primo de Rivera (un señorito extremista) dejarían de ser sino expresiones excéntricas de un fenómeno mucho más profundo y general: la evolución autoritaria de la derecha.

Tras la guerra civil, el franquismo gestó una síntesis de las distintas corrientes configuradoras de la derecha católica y autoritaria. La evolución desde el nacionalcatolicismo de los años cuarenta hacia formas tecnocráticas autoritarias en los años sesenta, a pesar de su importancia, era una transformación interna y lógicamente coherente. Por así decirlo, reflejaba una tensión inserta en los genes de la derecha católica, pues desde décadas atrás convivían contradictoriamente la nostalgia del Antiguo Régimen con la ilusión en una modernización elitista de la nación. El Opus representó a partir de finales de los años cincuenta el intento de creación de élites en el seno del catolicismo español capaces de una simbiosis entre la mentalidad burguesa empresarial y la mentalidad tradicional. Esa evolución fue representada perfectamente por el ministro franquista, y unos de los fundadores de AP junto a Fraga, Gonzalo Fernández de la Mora, al defender el intervensionismo estatal, el papel predominante de los expertos, la modernización autoritaria e intentar la legitimación del franquismo como un “Estado de obras”.

En este sentido, cualquier investigación sobre la derecha española tiene que partir de que su tradición matricial fue la reacción católico-autoritaria de comienzos del siglo veinte y que el franquismo fue la etapa de esplendor de su dominio.

Este recorrido pone de manifiesto el salto ahistórico en que incurría Aznar; a mediados de los años noventa, al reivindicar a Azaña como referente de la supuesta derecha centrista que representaría el PP. Para que esa referencia tuviera lógica sería imprescindible que el PP se hubiera separado previamente de la herencia franquista y de su matriz católico-autoritaria. Pero hasta el momento eso no ha ocurrido. El intento de recuperación de Azaña se limitaba a reencontrar en él un proyecto de integración nacional (como ya había señalado Federico Jiménez Losantos en alguna ocasión). Pero, queriendo olvidar que la esencia del liberalismo de Azaña era el laicismo, precisamente el factor que convirtió a Azaña en la bestia negra de la derecha.

Aunque fracasado, el intento desde el PP de asumir el liberalismo de Azaña marcaba una línea posible de modernización de la derecha para separarse del tradicionalismo franquista. En cualquier caso, más lógica tenía el intento de recuperación del liberalismo elitista, y poco demócrata, de Ortega. Sin embargo, esos intentos de recuperación de Azaña o de Ortega tenían lugar al mismo tiempo que resurgía fuertemente en neoconservadurismo religioso en la derecha española a través de diversos grupos muy influyentes en el seno del PP como los legionarios de Cristo y otros movimientos de signo integrista.

Y volvemos a la cuestión central para entender la imposibilidad de encontrar unas raíces para una derecha democrática en España: el silencio permanente sobre la dictadura franquista. La imposibilidad de construir una tradición antifranquista de la derecha es evidente (11). La derecha no quiere reconocer sus orígenes franquistas y, al mismo tiempo, necesita raíces históricas. Se entiende, por tanto, el paradójico despropósito que cometió Aznar al proponer a Azaña como recuperable por la derecha española. Precisamente Manuel Azaña había sido uno de los símbolos más destacados de lo que la derecha española odiaba del liberalismo propicio a integrarse y colaborar con la izquierda.

La doble referencia a Cánovas y a Azaña ilustra la imposibilidad de la derecha de reconocer su origen franquista y, al mismo tiempo, separarse de él. Tenía mucho de impostura porque quería hacerse sin renegar de ese origen y sobre todo, manteniendo rasgos de identidad fundamentales de la derecha autoritaria y franquista: el unitarismo español, el catolicismo y la concepción elitista del poder.

El giro al centro y la recuperación de la UCD

Cuando en los años noventa el PP se quiso presentar como un partido de centro resultó conveniente buscar en la Unión del Centro Democrático (UCD) un antecedente y una herencia que administrar. El resultado es curioso por cuanto, al fin y al cabo, AP surgió, precisamente como rival de la UCD en un marco en el que la derecha franquista había criticado con cierta virulencia la reforma democratizadora llevada a cabo por Suárez y, en particular, el proceso de desarrollo de la España autonómica.

La transición española supuso una evolución hacia formas democráticos electorales y el desmontaje del complejo autoritario que había dominado la vida española desde el final de la guerra civil. Tras la muerte de Franco, la inmensa mayoría de la clase política del régimen (excepción hecha de los reductos inmovilistas representados por Fuerza Nueva y la Hermandad de Ex-combatientes) fue consciente de que el cambio político era inevitable. La división entre los políticos franquistas se produjo en torno a la naturaleza de la reforma. Para unos, tenía el carácter de reforma interna del franquismo, para otros debía ser plenamente posfranquista. Por eso, la opción-Fraga y la opción-Suárez representaban sendos proyectos diferentes.

Suárez encabezó al sector reformista posfranquista y pudo dirigir todo el proceso de cambio político gracias a los acuerdos con la izquierda. En ese proceso tuvo lugar la formación improvisada de la Unión de Centro Democrático, una coalición plural de corrientes reformistas del régimen que consiguió incorporar a una parte de las personalidades liberales de la derecha no franquista. La UCD representaba un cóctel de democristianos, liberales e, incluso, socialdemócratas de origen no marxista. Era una radical innovación en la organización de la derecha española, aspiraba a reunir las principales corrientes política del centro y la derecha europea desde el final de la Segunda Guerra Mundial.

En cambio, entre los sectores del franquismo más reacios a la reforma democrática se encontraba Fraga, que había pretendido desarrollar un proyecto inspirado en una fusión del canovismo y la tecnocracia franquista, a través de una especie de Partido Conservador que hegemonizase el cambio político durante un largo ciclo. La derecha que Fraga quiere organizar es un centro político, pero no en el sentido de una equidistancia entre derecha e izquierda, sino como un bloque estable de poder, basado en lo que el consideraba “mayoría natural”, es decir, expresión de la tradición y permanencia de la nación (12). Desde esa perspectiva Fraga fue contrario a la convocatoria de Cortes Constituyentes (aunque luego aceptase el proceso constituyente) porque su forma de construir el centro conservador se basaba en una reforma gradual de las leyes franquistas y una integración controlada y paulatina de las fuerzas democráticas.

Fraga encabezó el frente electoral de 1977 junto a Federico Silva, Licinio de la Fuente, Laureano López Rodó, Enrique Thomas de Carranza, Cruz Martínez Esteruelas y Gonzalo Fernández de la Mora, que representaban los distintos grupos de la derecha franquista. El I Congreso de Alianza Popular tuvo lugar en marzo de 1977 y sentó unas señas de identidad que mantenían como ejes políticos la adhesión a la obra del régimen franquista y la defensa de la unidad de la patria. En las elecciones de junio de 1977 AP obtuvo 16 escaños mientras la UCD obtenía 165. En 1979 sólo consiguió el 6% de los votos y 9 diputados. La derecha franquista parecía en aquel momento un sector residual de la conformación en el nuevo régimen.

Los sectores de la derecha franquista agrupados en Alianza Popular mantuvieron su desconfianza sobre el proyecto constitucional español de 1978, especialmente en relación al Título VIII de la Constitución relativo a la reforma territorial del Estado. AP fue muy crítica con el término de nacionalidades y con el conjunto del Título VIII, llegando a dividirse sus diputados al respecto.

A la vez, AP encabezó la lucha contra las medidas de reforma social que chocaban con la doctrina de la Iglesia como las leyes del divorcio y del aborto. AP representó la forma de reacción institucional de la derecha católica procedente del franquismo para intentar, desde las instituciones, limitar los efectos del cambio político democrático. Es cierto que, al contrario de los sectores ultras, su apuesta era institucional pero, no es menos cierto, que su entusiasmo con el nuevo régimen constitucional fue inicialmente muy escaso.

La suerte de la derecha católica cambió en 1982. La UCD no fue capaz de establecerse como un partido sólido e iba a ser AP la fuerza sobreviviente. La crisis final de la UCD significó que la derecha española se reorganizaría a partir de sus bases católicas y nacionalistas. AP, al hundirse la UCD absorbió en su seno a dos diminutas formaciones, el Partido Democrático Popular y al Partido Liberal. En 1982 AP obtiene 105 diputados, se convierte en la principal fuerza de la oposición e inicia su larga travesía del desierto hacia llegar al Gobierno. En ese dilatado proceso desapareció cualquier fuerza más moderada de la derecha, incluyendo el fallido proyecto del Centro Democrático y Social (CDS).

Fraga no fue capaz de romper el techo electoral de la derecha de origen franquista. La llegada de nuevos rumbos generacionales se manifestó en los sucesivos intentos de sustitución de Fraga y en el cambio en 1989 de nombre del partido, de Alianza Popular a Partido Popular en el llamado Congreso de Refundación.

Conviene tener presente que la derecha de origen franquista sólo consiguió llegar al poder gubernamental en España después de un período de casi veinte años. Durante ese tiempo intentó varias reorientaciones. Sólo en 1996, el desgaste extremo del Gobierno de Felipe González, acosado por los casos de corrupción y terrorismo de Estado, permitió a Aznar llegar a la Moncloa. Incluso en 1996 Aznar fue incapaz de articular un apoyo social suficientemente amplio, únicamente la elevada abstención en el electorado de la izquierda permitió su triunfo.

Por todo ello, existe una enorme paradoja en la recuperación tardía de la UCD como antecedente centrista del PP, pretendida por Aznar en los años noventa. Ciertamente esa recuperación implica el reconocimiento del escaso papel representado por la derecha franquista de AP en el cambio hacia el régimen constitucional. La reivindicación de la herencia de la UCD se convirtió en un instrumento útil para plasmar la nueva orientación al centro que pregonó Aznar. Administrar la herencia de la UCD era importante no tanto para ocupar su espacio político como para impedir la aparición de una alternativa más moderada. Tras el fracaso del CDS el PP utilizará el centro como una marca propia a pesar de sus rasgos conservadores y de derecha dura.

La reivindicación del centro ni impidió una actuación propia de lo que siempre fue AP primero y el PP después, una derecha de confrontación, cuyos mayores éxitos los obtuvo al encabezar una oposición despiadada al felipismo en retroceso.

La experiencia aznarista: de la mayoría absoluta a la oposición

El resultado electoral de 1996 no fue un vuelco social espectacular. Aznar necesitó apoyos externos, los votos parlamentarios de CiU, para poder gobernar, lo cual moderó notablemente el ejercicio del poder en la primera legislatura. Entre 1996 y 2000 pudo tenerse en algunos momentos la sensación de que, por vez primera, la derecha sería capaz de una forma de combinación con los nacionalismos periféricos. Aunque el giro al centro nunca fue creíble, a pesar de la inclusión en el primer Gobierno de Aznar de tres ministros procedentes de la UCD, el PP fue capaz de gestionar una situación política que no era la deseada por los dirigentes populares.

El electorado valoró positivamente esa gestión más moderada de lo esperado, mientras el PSOE no mostraba todavía capacidad de ofrecer un proyecto creíble. En las elecciones del 2000 el PP obtuvo mayoría absoluta, con una extensión electoral de la derecha inédita históricamente. Sin embargo, la consecuencia extraída por Aznar y el círculo dirigente del PP fue probablemente muy distinta a las verdaderas razones de aquel éxito. Así como en los años anteriores habían existido señales de un supuesto giro al centro, a partir del 2000 los rasgos de derecha dura, incluso de extrema derecha, fueron los que cundieron. La mayoría absoluta fue interpretada como el comienzo de un ciclo largo, el 82 (año de la victoria de Felipe González) de la derecha. Con 183 diputados se abría la posibilidad de una transformación muy completa de la sociedad española aplicando las recetas neoconservadoras.

El aznarismo en el gobierno ha acabado manifestando transparentemente los riesgos y los demonios que alimenta la derecha. Como siempre, ha tenido escaso interés por una articulación integradora de la sociedad española y ha denotado una completa incapacidad para reconocer su pluralismo constitutivo. El proyecto del PP era normalizar España de acuerdo a los valores tradicionales de la derecha. Aunque el PP había consolidado un segmento muy fiel entre las nuevas clases medias emergentes, su provocador giro derechista fue intensamente movilizador de la izquierda, como pudo apreciarse con la huelga general del año 2003, las movilizaciones contra la gestión del Prestige, la respuesta a las leyes educativas del Gobierno y, sobre todo, con la reacción masiva en contra de la guerra de Irak y el apoyo español a Bush.

Durante el cuatrienio negro (2000-2004), el PP desarrolló un discurso propio de derecha nacionalista española, católica, combinado con elementos ultraliberales y un uso patrimonialista del Estado. El neoespañolismo fue el eje central. Ciertamente era un componente de la ideología tradicional del PP (y sobre todo de AP) que adquirió los rasgos de un discurso dominante y agresivo que buscaba españolizar España. La reivindicación de España como realidad nacional se convirtió en el centro del debate político acompañada de una orientación agresiva y despreciativa respecto a los nacionalistas vascos y catalanes. Aznar, a quien le gusta referirse a sí mismo como a un “español por los cuatro costados”, tomo prestadas viejas ideas del conservadurismo autoritario y también de algunos historiadores de cabecera de la derecha, se trataba de diseñar los mecanismos para combatir el supuesto proceso de desnacionalización provocado por los nacionalismos periféricos.
La política española se situó en un callejón sin salida entre el buen nacionalismo (el español) y los malos nacionalismos. Euskadi representaba una crisis abierta, con un plan Ibarretxe entendido como amenaza frontal a la unidad de España; Cataluña era, en la visión del PP, una crisis latente aún más grave, de ahí la brutal campaña emprendida contra el dirigente de ERC, Carod Rovira. Para todo ello se rescataron argumentos que desde la desaparición del franquismo no se escuchaban en España.

Otro aspecto central del aznarismo ha sido la interconexión entre el discurso ultraliberal mantenido por el PP y su visión patrimonialista del Estado. Más allá de retóricas, Aznar ha dirigido un intento de modelar la sociedad española a partir de los deseos del Gobierno. Para Aznar el Partido, el Gobierno y el Estado confluían en un intento de conformar una España a su medida. El ejemplo más importante de ese proyecto patrimonialista fueron las privatizaciones orientadas a crear una élite económico-política identificada con el PP. Las oscuras privatizaciones de Repsol. Telefónica, Tabacalera, Endesa o Argentaria se hicieron de forma fundamentalmente partidista. El más escandaloso de todos ellos fue el caso Villalonga. Un amigo de Aznar intento conformar un grupo mediático desde el poder, para lo cual Telefónica compró Antena 3 en 1997.

El PP ha recuperado en los últimos años muchos de los rasgos más desagradables y peligrosos de la derecha tradicional española. La frustración del giro centrista y del intento de inscribirse en el liberalismo español va dando paso, a la par que se adoptan posiciones de extrema derecha, a una creciente tentación de dar acogida a las versiones revisionistas que pretenden la rehabilitación del franquismo, encabezadas por Pío Moa y otros amantes del extremismo autoritario.

Una metamorfosis progresiva desde el neoliberalismo al neconservadurismo ha marcado las transformaciones del PP desde mediados de los noventa. El ultraliberalismo económico combinado con la presencia religiosa es la mezcla explosiva que viene de Estados Unidos, la marca ‘neocon’. Al mismo tiempo defensores del Estado mínimo y fervientes utilizadores del estatalismo al servicio de intereses partidistas, en torno al PP se ha constituido un núcleo conservador, católico y nacionalista español (13). La ira y el dinamismo de los intelectuales más extremistas de la derecha, en Internet, en la radio, en la prensa diaria, incluso en la prensa gratuita, genera una oposición crecientemente desestabilizadora, llena de señales inquietantes, de mentira sistemática y de intentos de generar una estrategia de la tensión.

Los dirigentes del PP han iniciado un curso furioso que les aproxima nuevamente a las tradiciones más oscuras del pasado de la derecha. Alejados de la moderación y del liberalismo, su actuación alimenta el temor de que al abandonarse a sus orígenes católicos, nacionalistas y autoritarios no acaben desarrollando crecientes tentaciones reaccionarias. Eso sería una mala noticia para la sociedad española.

Notas

(1) La ilustración liberal, nº 21-22.

(2) El comportamiento absolutamente temerario y manipulador del PP durante los días del 11 al 14 de marzo, atribuyendo con un interés desmedido los atentados a ETA, sólo puede entenderse desde el intento de provocar un movimiento electoral que les permitiera conservar una mayoría absoluta que daban por perdida. Cualquier otro intento racional de entenderlo parece imposible. Véase Pazsalo (multitud en rebelión), VVAA, Fundamentos, 2004.

(3) Toda visión del mundo se manifiesta en un conjunto de valores implícitos o manifiestos, surgidos tanto de la experiencia como de los antecedentes que han contribuido a su génesis. En el campo de las ideas la visión se expresa frecuentemente en el sentido de pertenencia a una tradición, que incorpora los valores surgidos del imaginario de épocas precedentes, es decir, las intuiciones, los prejuicios, los sentimientos de ser, en fin, todo lo que articula y sistematiza la forma de comprenderse y dar sentido al mundo. Actualizar una tradición consiste, precisamente, en adaptar esos valores heredados al imaginario de la nueva época.

(4) Tusell, Javier; El aznarato (El gobierno del Partido Popular 1996-2003), Madrid, Aguilar, 2004, p.33.

(5) Pensemos en el antiliberalismo de Maeztu, Baroja o Azorín, todos ellos enemigos notorios del sufragio universal. Recordemos la “intrahistoria” de Unamuno, que enraiza con una búsqueda del Volkgeist español (que la derecha relacionará con el catolicismo). Incluso el tímido liberalismo elitista de un Ortega y Gasset está asentado en una contundente desconfianza de la democracia, entendida como riesgo para la continuidad de la nación.

(6) La creación en 1909 de la ACNP significó un aglutinante muy importante de las minorías dirigentes católicas, que se expresará en un medio como El Debate, intelectual orgánico de la opinión católica, en la cual tuvo un peso muy importante Ángel Herrera Oria, continuador reaccionario de la tradición de Balmes y Menéndez Pelayo, encuentra en Ángel Herrera Oria un continuador reaccionario. La ACNP fue una fábrica de ideas simples y reaccionarias que arraigaran fuertemente en la derecha tradicional. Ejemplos: “Todo poder nace del derecho de los padres a mandar a sus hijos”, “La nación es una unidad moral: catolicismo y monarquía”. Y, por supuesto, la defensa de la dictadura y de un régimen corporativo.

(7) La caída de Antonio Maura en 1909 abrió una profunda crisis y dio paso al maurismo como tránsito hacia una derecha radical, facilitando el desarrollo de una generación vinculada a la defensa de la hegemonía completa de las élites tradicionales, a través de personajes como Antonio Goicoechea, José Calvo Sotelo, José Félix de Lequerica, Gabriel Maura, etc. Lo característico del maurismo fue la mezcla entre nacionalismo económico, tradición monárquica y catolicismo.

(8) Otra influencia en la emergencia de la derecha católica autoritaria fue la renovación del tradicionalismo carlista. En una primera fase se encuentran las obras de Enrique Gil Robles y Juan Vázquez de Mella que desarrollan una concepción organicista de la sociedad, una defensa de la deseuropeización de España y la consideración de que el liberalismo había traído consigo una oligarquía intelectual descreída. Otros, como Víctor Pradera, reforzaran la evolución del tradicionalismo hacia una defensa cerrada de la unidad nacional frente a los nacionalismos periféricos, el corporativismo social, la dictadura y, siempre, el catolicismo como comunidad de cultura. José María Salaverría propagará la “afirmación española”: un nacionalismo español integral, un rechazo absoluto de los nacionalismos periféricos. Conviene destacar los rasgos diferenciadores que esta evolución tiene respecto al carlismo original. Aunque el carlismo fue un componente esencial del tradicionalismo autoritario español siempre tuvo dos rasgos singulares: la defensa del foralismo frente al unitarismo y un cierto el populismo social diferenciado del autoritarismo conservador.

(9) El laicismo no ha sido, en ningún momento, aceptado por las élites de las clases privilegiadas, siempre vinculadas desde la educación a los grupos organizados de la Iglesia.

(10) En justicia, debe reconocerse que estaba presente en muchos intelectuales españoles de comienzo de siglo. Es reconocible, por supuesto, en el españolismo imperial de Jose María Salaverría, pero también en el organicismo seudoliberal de Salvador de Madariaga (su libro Anarquía o jerarquía, no dejaba de ser un alegato elitista contra el sufragio universal) o en el despotismo ilustrado de Eugenio D´Ors.

(11) La oposición conservadora-monárquica al franquismo sólo representó pequeñas y débiles posiciones de notables marginados y de intelectuales que van viendo la imposibilidad de mantenimiento de un franquismo después de Franco. Joaquín Satrustegui (y su Unión Española, creada en 1957), Julián Marías, José María Gil Robles, Joaquín Ruiz Jiménez, Rafael Calvo Serer, etc. Pero ninguno de ellos desempeñó un papel importante en la transición ni en la conformación de los nuevos partidos políticos posfranquistas.

(12) La visión histórico-ideológica de Fraga puede leerse, entre otras obras, en El pensamiento conservador español, Barcelona, Planeta, 1981.

(13) Para analizar la creciente orientación neoconservadora es útil acudir a publicaciones como Veintiuno (órgano de la Fundación Canovas del Castillo desde 1989). A partir de 1992, la creación de la Fundación para el Análisis y los Estudios Sociales (FAES) la sitúa como el principal laboratorio para esa transición ‘neocon’, así lo atestiguan los Papeles de la FAES. Para seguir el curso ideológico de la derecha también merecen la atención Nueva Revista, conservadora con tintes neoliberales, dirigida por Antonio Fontán, los Cuadernos de Pensamiento Político, de José Luis González Quirós y el extremismo nacionalista de La Ilustración Liberal, dirigida por Federico Jiménez Losantos. Menos centrales son Verbo, un órgano del integrismo católico, publicado desde 1962 y la neofranquista Razón española (1983), de Gonzalo Fernández de la Mora, defensa del ideario conservador con tintes que recuerdan a Hayek.

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