La propuesta es un Israel para todos los israelíes, un Israel para todos sus ciudadanos. Para los electores que llevan en sus corazones los valores de la izquierda: paz, justicia, igualdad, democracia, derechos humanos para todos, feminismo, protección del medio ambiente, separación entre estado y religión. Hablo de una izquierda renovada que defina un nuevo modelo del Estado de Israel, con una sociedad civil participativa. Soy un israelí postsionista, no antisionista.
domingo, 19 de septiembre de 2010
Todos somos gitanos rumanos por Alicia Dujovne Ortiz
Cuando el ministro Eric Besson inauguró hace unos meses una serie de encendidos debates sobre la nacionalidad, basados en la pregunta, asaz turbadora, "¿qué significa ser francés?", quizás haya tenido in mente la futura propuesta de su gobierno, agitada como un trapo rojo durante este verano para distraer la atención. Nada mejor que reemplazar un culebrón estival con otro, sacando a relucir la trilogía tristemente célebre, nacionalidad-inmigración-inseguridad, para hacer olvidar los chanchullos de la heredera de L´Oréal y del ministro Woerth, que salpican al propio Sarkozy.
En su momento, como es lógico, la pregunta de Besson quedó sin respuesta, y sospecho que la posibilidad de encontrarla se aleja a pasos agigantados: en un mundo progresivamente argentinizado, vale decir, un mundo donde tener abuelos inmigrantes y provenir de los sitios más distintos del planeta se ha vuelto la norma, definir qué significa ser francés, inglés o alemán resulta un rompecabezas que sólo quienes utilizan el tema con objetivos políticos muy concretos tratan de armar.
Dicho y hecho, el debate "de ideas" sobre lo nacional acaba de convertirse en un proyecto de ley encaminado a retirar la nacionalidad francesa a los delincuentes que la hayan obtenido por adopción en fecha más o menos reciente, y en una medida de fuerza que se está aplicando desde hace algunas semanas: desmantelar los campamentos gitanos y expulsar a sus habitantes hacia sus países de origen, Bulgaria o Rumania.
La primera parte del programa plantea un angustioso dilema. Varias personalidades francesas con padre italiano o madre española se han interrogado acerca de sí mismas (¿su condición de franceses de fresca data no los pondrá en peligro, suponiendo que en el supermercado se tienten con algún chocolatito o una Barbie para la nena?), y, más generalmente, acerca de la relación entre el delito y la cantidad de años que median entre el haberlo cometido y el ser francés. Por ejemplo, ¿si robo un auto y soy francés desde hace diez años, estoy en mejores condiciones que si robo un kilo de papas y lo soy desde hace uno? Es como para imaginarse a los delincuentes sacando cuentas, viendo cuál es la fechoría más conveniente de acuerdo con la fecha de obtención de su carta de ciudadanía. Para este curioso modo de ver, lo delictuoso como categoría universal no existe. Todo depende de quién delinque, tomando en consideración el origen étnico y nacional del facineroso antes que el delito en sí. Ni siquiera pesarán en la balanza la personalidad del hombre o su circunstancia, para emplear un término sartreano (y es de suponer lo que Sartre habría pensado del proyecto), frente al hecho determinante del año que figura en el sello del documento. Tanto el delincuente francés de nacimiento como el francés por adopción irán a dar a la cárcel, es claro, pero mientras el primero no perderá su nacimiento, el segundo se quedará sin su adopción.
El caso de los gitanos es aún más complicado, si cabe. Complicado porque la vida del gitano lo es, desde aquel día lejano en que sus antepasados abandonaron cierta región de la India para venirse a Europa, nadie sabe por qué, a seguir viajando incansablemente por voluntad y elección, pero también por necesidad (la imagen del gitano libre que pintó Pushkin se completa con la del gitano perseguido, temido y menospreciado hasta el día de hoy), y complicado, desde un punto de vista legal. Por comenzar, la mayor parte de los gitanos que viven en Francia son de nacionalidad rumana, lo cual significa que son europeos. Todo europeo tiene derecho a vivir y a trabajar en cualquier país de la comunidad. Expulsar a los gitanos rumanos implica considerarlos gitanos antes que rumanos, esto es, basarse en la etnia más que en la nacionalidad. Además, al echarlos a todos sin distinción, como si fueran delincuentes en bloque, se echa en saco roto la presunción de inocencia: niños nacidos y escolarizados en Francia son expedidos rumbo a países donde nunca han vivido y donde se los detesta en forma no menos indiscriminada. La xenofobia es un odio compacto y entero que ignora los matices.
Esto me quedó claro durante la guerra de Kosovo, cuando entrevisté a un grupo de gitanos que se reunían en la facultad de medicina de París y publicaban una revista. Eran intelectuales y activistas que intentaban trabajar desde Occidente por la causa del pueblo rom. "En los Balcanes, hay una sola cosa capaz de unir a los distintos pueblos -me explicaron, no sin humor-. Los servios, los croatas y los albaneses se odian entre ellos, pero a nosotros nos odian todos." Pocos años después, la irracionalidad del odio, auténtica o fingida, pero siempre instrumentada con algún fin, emigra hacia el Oeste, donde sólo la hipocresía reinante impide emplear la gráfica expresión acuñada con tanta franqueza por los forzudos combatientes de la ex Yugoslavia: depuración étnica.
Dime quién te elogia y te diré quién eres. La expulsión de los gitanos de Francia ha sido saludada con entusiasmo por la derecha italiana. La Liga Norte está feliz. Un ministro leghista ponderó la idea sarkoziana de vincular el crimen con la ciudadanía. A eso se le llama "paquete de seguridad". Pero no sólo en Italia se alza como nunca la oleada populista, cuyo caballito de batalla es esa extraña vinculación entre extranjería y robo a mano armada. Si el gobierno francés ha decidido tomar medidas populistas justo al final del verano, después de fracasar en las últimas elecciones regionales y con vistas a la reelección de 2012, es porque se lo ha pensado muy bien. Un 79 por ciento de los franceses, según Le Figaro , y un 62 por ciento según L´Humanité , están de acuerdo con los desmantelamientos manu militari . Los sondeos varían, según la tendencia política del diario, pero si los comunistas hablan de semejante porcentaje, entonces la cosa está que arde.
Los organismos de derechos humanos, los socialistas y hasta las Naciones Unidas han protestado, obviamente, por ambos temas, la nacionalidad de los delincuentes y la expulsión de los rom. ¿Podrá la unión sagrada de los biempensantes oponerse a esa oleada que incluye otros absurdos, tales como la prohibición de la burka en países donde pocas mujeres se la ponen, o la de construir mezquitas? La cosa está que arde, sí, pero no es nueva. El trabajo que tengo en marcha en este momento se relaciona con la expulsión de los moriscos de España en 1609. Hay que ver cómo se parecen los odios raciales y cómo perduran: los improperios que mascullaban los españoles acerca de los árabes, en la España de la época, eran idénticos a los que habían llovido sobre los judíos un siglo atrás, antes de que también a ellos los expulsaran. Basta con leer un poco de historia para que la sola palabra "expulsión" nos dé piel de gallina.
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