POR BETTINA GHIO Y NAIMA DI PIERO
FEMINISMO
(ENTREVISTA A CARMEN CASTILLO)
En esta
entrevista, la realizadora chilena y antigua militante del MIR (Movimiento de
Izquierda Revolucionaria), Carmen Castillo, relata su experiencia militante en
los años setenta en Chile, bajo la dictadura de Augusto Pinochet. Nos cuenta su
reflexión sobre lo que significa militar como mujer, y sobre lo que ello ha
podido representar en esos años revolucionarios.
En tu película
“Calle Santa Fé”1 toman la palabra muchas mujeres. Militantes
del MIR2, mujeres víctimas de tortura, o que han perdido allegados,
mujeres periodistas y comprometidas en el movimiento social, etc. ¿Qué
representaba el hecho de ser mujer y militante en el Chile de los años setenta?
En América
Latina, en los años sesenta y setenta, era algo normal militar desde la
adolescencia, éramos conscientes desde muy temprano de las necesidades de los
demás, dábamos así los primeros pasos del compromiso político. Después venía el
compromiso en las organizaciones y movimientos revolucionarios. El MIR nació en
los años sesenta, en Chile, a la vez del movimiento estudiantil, donde el papel
de las mujeres era muy importante, y del movimiento popular, sobre todo de “Los
pobladores sin casa”, gentes que llegaban a las grandes ciudades y no
tenían vivienda. Las mujeres tuvieron un papel extraordinario dentro de este
movimiento porque, aunque la presencia masculina era más fuerte entre los
campesinos, fueron las mujeres quienes llevaron a cabo el trabajo de
alfabetización en el sur del país. En cierta manera, comprometernos en un
movimiento nos parecía algo evidente. No nos planteábamos la cuestión de si
éramos mujeres y militantes, todos éramos militantes: hombres, mujeres,
jóvenes, obreros, campesinos, indígenas, etc. La especificidad de lo que
implicaba ser mujer vino mucho más tarde, como una reflexión dentro del
Movimiento. Diría incluso que vino con la clandestinidad, porque en la
clandestinidad nosotras, las mujeres, tuvimos papeles bastante específicos, ya
que la mayor parte de los hombres estaban detenidos y nos tocó a nosotras
ponernos a la cabeza de las organizaciones sociales. Así, las primeras
reacciones frente a la dictadura fueron los colectivos de mujeres: de madres,
de esposas y hermanas que buscaban a los prisioneros, a los desaparecidos.
Después vinieron las nacidas entre la población para organizar el auxilio
popular, organizaciones que tuvieron un gran desarrollo en los años noventa,
aunque ya en los años setenta estos primeros pequeños colectivos y comités
estaban compuestos sobre todo de mujeres, que desempeñaban el papel de agentes
de enlace o de cobertura.
Pero el
verdadero momento de reflexión sobre la condición de mujer en el seno de una
organización militante vino con la tortura y los campos de internamiento. En el
encarcelamiento comenzó la reflexión sobre la especificidad de la tortura
infligida a las mujeres. Después de la persecución y la represión de las y los
militantes en Chile, después de la derrota seguida de la marcha al exilio,
llegó a Europa un gran número de mujeres militantes. Estaban solas, la mayor
parte con niños pequeños, habían salido de las prisiones y de las casas de
tortura clandestinas; se encontraron entonces con los movimientos de mujeres
revolucionarias de Europa –hablo sobre todo de París– y podría decirse que en
ese momento comenzó un verdadero trabajo de reflexión colectiva sobre la
especificidad de las mujeres y el militantismo.
Después de
haber superado la muerte de tu compañero y dirigente del MIR, Miguel Enríquez,
bajo la dictadura de Pinochet, dices en tu película que “aquel día, dejé de
vivir para comenzar a existir”. Exiliada a la fuerza, decidiste continuar en la
distancia la revolución emprendida por tu organización política. ¿Lo que
comenzaba aquel día era una existencia a partir de una nueva concepción de tu
condición de mujer y del compromiso militante?
Hay dos
momentos en “Calle Santa Fé”, el momento de la muerte de Miguel y el
final de mi vida de mujer libre no fue, en absoluto, el momento en que pasé de
la supervivencia a la existencia. Aquel momento fue la ruptura total y el fin
de mi vida de mujer libre, enamorada, comprometida, con un cuerpo, un alma,
pensamientos, una articulación, ... podríamos decir. Fue entonces cuando fue
hecha prisionera, después expulsada, y llega el exilio. Hablo de un tiempo
bastante largo, en el que la vida de superviviente –hablo de mí, aunque creo
que hablo también de mis amigas– era un punzón peligroso, terrible, porque la
condición de víctima no produce pensamiento sino que se sufre... se sufre a la
vez que se dice que hay que desarrollar el trabajo de la solidaridad y
denunciar el régimen de Pinochet. Como “miristas”, teníamos grandes escollos
para denunciar, porque éramos una organización armada que resistía a Pinochet
con las armas en la mano, y había que explicar por tanto para qué servían las
armas, en qué contexto, etc. Para poder ser comprendidas por las organizaciones
de perseguidos y de desaparecidos, porAmnesty International y por
otras ONG que se ocupaban de ellos, teníamos que hablar de “resistencia”. Esta
responsabilidad implicaba por tanto callarse sobre muchas cosas y no dejar
lugar al dolor. Teníamos que ser firmes, aguantar, hablar, hacer discursos y,
evidentemente, como debíamos estar a la altura de este compromiso de
representación, todo lo relacionado con la culpabilidad, la supervivencia, la
usurpación y la ilegitimidad estaba muy presente entre nosotras.
Ahora bien, el
momento en la película en que hablo de “pasar de la supervivencia a la existencia”
es el momento en que, mucho tiempo después, me reencuentro de nuevo con la
política, la política donde hoy estoy. Es la ausencia de política lo que mata y
lo que en cierta manera lleva al suicidio, a una situación de angustia
absoluta. Si no puedes ser mujer y militante a la vez, revientas, te suicidas.
Había que llevar por tanto el combate al interior del movimiento para que
pudiéramos ser consideradas como mujeres, con todo lo que esto implica: madres,
seres humanos que sufren, que lloran, que están en verdad afectados por la
dictadura, por la muerte, y por otra parte continuar haciendo política, no
simplemente el ritual del exilio –del ghetto exiliado nostálgico– porque eso
solo puede ser mortífero. Como mujeres, tuvimos que pasar por todo lo que habíamos
sufrido específicamente y preguntarnos cómo podríamos salir de ello y cuál era
nuestra responsabilidad en ese momento fundamental –hablo como militante– del
combate contra el culto a la muerte y al sacrificio, puesto en marcha por la
lógica del torturador.
Esto
representó diez años de vida y de combate que nos permitieron participar en las
experiencias nacidas en América central, en París y en Italia, es decir,
nuestra cabeza se puso a funcionar. Por “existencia” quiero decir simplemente
tomar conciencia –de nuevo– de poder ser una mujer militante, no importa dónde,
porque no todo se juega en el compromiso clandestino o armado, que es sólo un
momento, por importante que sea.
¿Qué
influencia tuvieron para una mujer chilena comprometida, como tú, los movimientos
feministas emergentes en Francia en los años setenta?
El encuentro
con el Mouvement Féministe Révolutionnaire [Movimiento
Feminista Revolucionario], y en particular con todas esas mujeres de mi
generación, fue esencial para nosotras. Yo pasé de la supervivencia a la vida,
y de la vida a la existencia, porque me encontré con estas mujeres francesas y
estas mujeres de la Resistencia, mayores que yo, con quienes podía discutir de
las experiencias que había vivido. Me decían, por ejemplo: “también nosotras
quedábamos embarazadas”, porque en situaciones en las que la vida es tan
intensa –porque la muerte te acompaña de forma permanente, hasta el punto de
que ya no se piensa en ella, sino que la intensidad de la vida es tan fuerte
que ocupa todo el espacio mental y vital– no hay lugar para las pequeñas cosas,
para los desfallecimientos. Todo está arbitrado por algo muy vital, por una
especie de energía solar y precisamente en esos momentos una se queda
embarazada. ¿Es una locura? Sí..., nos decían que era una locura, porque
estábamos en la clandestinidad; pero nosotras no queríamos en absoluto
sacrificar nuestro deseo de mujeres enamoradas de tener hijos. Ahora bien, si
la organización no respondía, nos tocaba a nosotras organizarnos y lo mismo
ocurrió a las mujeres de la Resistencia en Francia. Mis reflexiones sobre todo
lo que habíamos vivido en la clandestinidad y frente a la dictadura me vinieron
justamente del contacto con estas mujeres.
También
estaban las mujeres de mi generación, e incluso más jóvenes, que se reunían en
las grandes AG [Asambleas Generales] en Jussieu o en grandes fiestas en el
Bataclan, mujeres con la experiencia militante de Mayo 68 que continuaban
militando en el “Comité Chile”. El “Comité Chile” era un lugar de gigantesco
compromiso político en Francia, había 600.000 personas organizadas, entre ellas
una gran cantidad de mujeres que eran feministas y se planteaban de otra manera
la cuestión de la violencia. La reconstrucción del espacio íntimo en política
nos llegó de este encuentro; nos hicimos feministas, evidentemente, pero no
combatíamos sólo por el aborto o la igualdad de oportunidades, peleábamos
cotidianamente dentro mismo de la organización revolucionaria para ocupar
espacios. La luz debía venir de nosotras mismas, del interior y colectivamente;
así, por ejemplo, nació el “Proyecto hogares”3, que
tal vez pudo ser una “gran aberración” –no lo sé– aunque era un proyecto para
responder al problema del cuidado de nuestros hijos.
Suele decirse
que el siglo veinte fue el de la feminización de las sociedades occidentales;
pero desde hace algún tiempo se viene hablando, sobre todo en la sociedad
francesa, de que la condición de las mujeres se deteriora. ¿Qué piensas de eso?
Convertirnos
en militantes y revolucionarias significa que nuestros compromisos se juegan en
cada momento y en la acción; nada está ganado de antemano, la libertad es un
acto que se hace, no es un regalo ni una conquista para siempre. A mí,
personalmente, no me sorprende que haya que seguir peleando; es desesperante
hasta qué punto la manipulación del poder hace que se vuelva atrás: se revisan
leyes, se revisan fases, se nos culpabiliza; este desaliento, esta rabia, nos
empuja a continuar de una manera cada vez más lúcida. Creo que hoy se nos
requiere –a los jóvenes, pero también a nosotras– mantener una lucidez
implacable. El Chile de los años setenta era más fácil de comprender: una
dictadura aplastaba todos nuestros derechos, nuestras leyes, incluidas los de
las mujeres.
Chile era un
país –o todavía lo es, no lo sé– donde la mujer ocupaba ya un lugar muy
particular en la sociedad, en comparación con otros países latinoamericanos. En
los años ochenta, las mujeres estaban en primera línea de la resistencia, en
todos los sectores. Llegó la democracia y nos volvimos a encontrar encerradas
en el papel tradicional, y sobre todo en el terrorífico papel de consumidoras.
En una sociedad donde hay que pagar la educación y la salud, donde todo el
espacio de lo imaginario está ocupado con el slogan “hay que triunfar”, el
lugar de las mujeres está completamente ahogado, porque al mismo tiempo tiene
que proporcionar a los niños el máximo. Las condiciones de trabajo son
terribles en todos los sectores, incluso en la clase media, y ese deseo tan
sencillo de dar a los niños salud y educación no se puede alcanzar sin
endeudarse. Ni siquiera encontramos el momento para discutir entre nosotras,
para llevar a cabo acciones, la sociedad chilena se ha vuelto completamente
retrógrada, hipócrita y sobre todo muy burguesa. Aunque es un problema mundial,
porque en todas partes existe el riesgo de perder nuestras conquistas, como le
ocurre hoy también al movimiento sindical y a los trabajadores en general. La
urgencia es tanto mayor porque ya no sabemos qué hacer, yo no tengo respuestas.
Según mis convicciones, creo que no podemos detenernos y habría que pensar en
formas de participación colectiva para que nuestros deseos circulen y la
transmisión de mi generación a la vuestra se haga de la manera más directa.
En “Calle
Sante Fé” dices: “Como mi vida ya no corría riesgo, debía consagrarme al
trabajo militante. Testimoniar sin cesar. Ya no llegaba a ser madre”. Muestras
aquí la dificultad de conciliar el militantismo con el “papel tradicional” de
madre. Varias mujeres del MIR se separaron de sus hijos para dedicarse mejor a
construir un cambio social. ¿Cómo has vivido esta toma de decisión? ¿Crees que
militar impone obligaciones más difíciles a las mujeres que a los hombres?
Las mujeres,
la maternidad y la militancia... es el gran tema que apenas he mostrado en mi
película. Hace algunos años, uno de nuestros hijos me planteó la cuestión:
“¿cómo es que nos dejásteis?”. La cuestión de la maternidad y la militancia ha
sido planteada por la generación de hoy, y el terremoto emocional que nosotras
hemos vivido –que he vivido con esta conciencia que me viene de mi hija– es
enorme, porque aunque esto debería haber sido igual para los padres,
desgraciadamente no fue así.
A final de los
años setenta, cuando pusimos en marcha el “Proyecto Hogares”, para dar
una respuesta colectiva de la organización a la cuestión de la familia, de los
hijos y de cómo criarlos, la revolución estaba en su punto álgido y decíamos
entonces: “somos madres y no queremos ser excluidas del compromiso militante,
queremos volver a Chile para recuperar lo que nos pertenece y que no sean sólo
los hombres los que respondan a la llamada”. Por tanto, este proyecto no fue
promovido en absoluto por una dirección masculina. ¿Se refería a eso? Con todo
lo que ha pasado después, me siento tentada a contestar que “no”, pero no
serviría de nada; en cambio, hay que situarse en el contexto en que estábamos,
porque estábamos con dignidad, dolor y una profunda convicción de habernos
unido a la lucha clandestina, que se encontraba en una fase importante.
Para nosotras,
dejar a nuestros hijos era un gesto necesario, pero no los abandonamos: los
dejamos a todos juntos, para poder pasar dos años construyendo una estructura
de resistencia a la dictadura militar. Los confiamos a hombres y mujeres militantes
que los cuidaron, primero en Bélgica y después en Cuba. Después llegó la
derrota y para muchos de estos niños, llegó también la muerte de uno o de los
dos padres... y el abandono para siempre.
¿Qué puede
hacerse con ello a la luz del presente? Es fácil decir... “todo eso para nada”
–como nos reprochan hoy nuestros hijos. Nos reprochan haberles abandonado, sin
que nuestra lucha hubiera impedido que la sociedad chilena se convirtiera en
una sociedad ultraliberal. Nuestra actitud es procurar ser lo más honestas
posible y abrazar a nuestros hijos y decirles: “veo el horror que he cometido”.
En aquel momento, interiormente, yo no tenía elección y este desgarro sólo lo
hemos vivido las mujeres. Es nuestra relación con los hijos, habría que cambiar
toda la sociedad para que sea de otra manera –tal vez hoy día un hombre se
sentiría como nosotras entonces, tal vez se haya podido mover algo en ese
sentido. En aquella época, sólo nos afectaba a las mujeres, y nosotras
solicitamos que hombres jóvenes se quedasen también con los hijos, para
enseñarles el papel de padre y de madre al mismo tiempo. De esta forma, no
fueron sólo mujeres mayores sino también muchos hombres jóvenes militantes
quienes se dedicaron a esta tarea, porque quedarse con estos niños era también
un espacio de militancia política en la organización, durante los cuatro años
que duró.
Pero cuando en
“Calle Santa Fé” digo esta frase, estoy diciendo otra cosa muy distinta,
porque en aquella época, yo personalmente, no estaba del todo en la realidad.
La frase hace más bien referencia a una “ilusión”, a ese estado particular de
cualquier mujer que acaba de perder al hombre de su vida, a su bebé y donde
todo se ha hundido para ella. Esta incapacidad de ser madre, en mi caso
personal, no estuvo determinada –como para otras mujeres– por la decisión
definitiva de volver al país clandestinamente, sino por esa especie de
indecisión, esa capa de cosas confusas que forman la ilusión de ser una
militante libre y a la vez una mujer libre y todo eso hace que no puedas ser
madre, por tanto era más bien una cuestión personal.
En lo que se
refiere a nuestros hijos nacidos aquí, en el exilio, es verdad que hubo una
transmisión que pudo ser demasiado cargada, vinculada al sueño de volver al
país, al país soñado. Colectivamente como organización, sólo ahora nuestros
hijos tienen un lugar; en los años noventa, hubo el movimiento H.I.J.O.S.4 en
Chile y sobre todo en Argentina, en el que los hijos de los desaparecidos
reclamaban justicia y verdad. Una gran parte de la transmisión viene de ahí,
pienso que hemos fracasado en nuestro papel de transmisión, bien por hacerla de
manera demasiado aplastante y nostálgica, o porque se hizo en el silencio
absoluto o nublado por la culpabilidad, por la derrota y por el abandono. Hay
tantas transmisiones como personas militantes que transmiten, pero es una
evidencia para mí que los jóvenes exigen de nosotras respuestas a estas
cuestiones.
En octubre de
2004, en una reunión que antiguos militantes del MIR habían organizado en la
universidad ARCIS en Santiago de Chile –con distintos talleres de discusión
sobre temas que habían marcado nuestra militancia– en el taller “Mujeres”, una
mujer joven planteó la cuestión: “¿y para vosotras, madres y militantes, qué es
la maternidad?” Esto quiere decir que para nosotras esta cuestión no había
pasado todavía del estado de sufrimiento al estado de conciencia. Para nosotras
lo esencial era decir: estamos verdaderamente en la vida, si deseamos, hay que
tener hijos. Esto parecía tan natural que no habíamos asumido efectivamente
toda la dimensión de lo que hacíamos. ¿Por ello no deberíamos haber tenido
hijos? No lo creo, no. Creo que el deseo de tener hijos es bastante misterioso.
En cambio, lo que debemos exigir de la organización o de cualquier pequeño colectivo,
es aceptarnos tal como somos. Si una es madre, eso significa no obligar a una
militante que no quiere dejar a su bebé a partir clandestinamente a Chile, que
tanto una decisión como la otra sea considerada totalmente legítima, que no
existe esta “moralización” del papel de madre, pero que tampoco haya
desconsideración del tiempo que ocupa en el espacio mental. Nos toca vivirlo
primero a nosotras, porque la sumisión insconsciente que hicimos y transmitimos
por las madres a los hijos jóvenes, es uno de los temas siemrpe presentes hoy
día: lo que se les pide respecto a nosotras, como madres, respecto a una mujer
simplemente. Hay que estar muy atentas porque a veces nosotras mismas
vehiculizamos comportamientos masculinos o femeninos estereotipados, como gestos
habituales.
También
muestras en tu película el deseo de “encontrar, aunque sea por un instante, la
ilusión de una vida de mujer y de militante. ¿Cuál es esta ilusión? ¿La has
cumplido a lo largo de tu vida? ¿De qué forma?
Creo que he
tenido una vida cumplida de mujer y de militante. Cuando hablo de ilusión,
quiero decir que inventamos prototipos allí donde estamos. En los años sesenta,
yo estaba en la universidad, después a la puerta de las fábricas, más tarde en
el MIR, más tarde como agente de enlace, después en los colectivos de apoyo a
Chile. Era siempre militante, por la sencilla razón de que nunca he pensado un
instante de mi vida sin el compromiso político, porque para mí la vida sin ese
compromiso no tiene intensidad, no tiene alegría. Es también una manera muy
simple de ver la vida y vuelvo a lo que decía al principio: en mi época,
teníamos desde muy temprano una conciencia de los demás, y por ejemplo en mi
familia éramos muy conscientes de la situación de injusticia y de pobreza que
se vivía cerca de nosotros; pasábamos fines de semana construyendo casas junto
a los sin-vivienda. También consiste en esto la educación, mucho más que esa
educación “protegida” occidental que se recibe a diario. Hay que salir, ir a
los suburbios, o a algunos barrios parisinos, intentar ver lo que pasa a
nuestro alrededor, y puedo decir que en mi caso, a partir de esta primera
conciencia, mi vida adquirió múltiples formas y siempre ha estado en contacto y
en unión con un pensamiento vinculado a la política.
La palabra
“ilusión” hace referencia a un estereotipo de militante que era el producto de
esta autoconsiderada mujer sin ataduras. Con esta palabra de ilusión, quise
denunciar en ese momento de la película la mascarada de la mujer militante y
libre de sus responsabilidades, que no existe. No se puede ser militante y
mujer más que en el día a día y allí donde no se está. Es ésta la cuestión que
más me interesa de la acción y del pensamiento. Creo que perfectamente se puede
ser mujer y militante en todo momento, que se trata simplemente de desmitificar
la mujer militante, volverla “normal”, porque de lo contrario querrá decir que
es excepcional y que sólo las gentes excepcionales pueden ser militantes y
mantenerse fieles a una organización.
En un momento
hablas del “agujero negro” de una vida sin compromiso. ¿Cuál es tu mensaje para
todas esas mujeres que militan hoy en diversas formas y, por qué no, para
aquellas que por su condición de mujeres creen que el militantismo no les
conviene?
Desgraciadamente
el término “militante” se ha endurecido, ha sido contaminado por la ideología
dominante y ha asociado a la palabra “terrorismo”. No hay nada más opuesto a
una militante que una terrorista, es justo todo lo contrario. Tenemos que
recuperar las palabras, volverlas a dar su sentido, reapropiándolas nosotras
mismas, porque sólo se puede ser militante siendo una mujer entre las otras, y
si no es así no sirve de nada; no estamos ahí para ser diez, sino para ser
millones. Además, en las condiciones actuales de vida, no disponemos de mucho
tiempo, hay que inventar ese tiempo. Hoy día reflexionamos sobre esto:
militamos allí donde estamos, sea en los sindicatos o en los colectivos, y a
partir de ahí nos movemos y diseñamos conforme a las oportunidades. ¡Nada
excepcional! Esto es lo que quiero decir, si la militancia no vuelve a la
normalidad, es que se ha pensado mal lo que significa ser militante político
hoy día. Hay que volver a dar al término “mujer comprometida” su amplitud
poética. Es sencillo, se trata de gestos, de pequeñas cosas, de pequeñas
acciones que llevamos a cabo día a día en momentos y en situaciones ligadas al
contexto político y social. En mi caso, cuendo me dicen que he hecho esto o
aquello, respondo: me quedé en la clandestinidad en Chile después del 11 de
setiembre de 1973 y no reflexioné ni un instante. Todo el mundo se movió por
ahí dentro de manera natural, porque estaba inscrito antes en pequeños gestos y
pequeñas acciones que vienen de muy atrás, que pasan por ser cosas sencillas:
una película, un texto o un grafitti en la calle. Hay cosas que nos despiertan
y alimentan nuestro pensamiento y nuestra manera de actuar, pero sobre todo es
el espacio colectivo, y este espacio está todavía por inventar.
76/03/2013
Traducción: VIENTO SUR
NOTAS
1. “Calle Santa Fé”, documental realizado por
Carmen Castillo en 2007, es el nombre de la calle donde se encuentra la casa
que compartía con su compañero Miguel Enríquez hasta el asesinato de éste y el
exilio de ella. El documental es una investigación sobre cuestiones sin
respuesta de estos años de la dictadura a partir de rastros que sobreviven en
el presente.
2. El Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR) es
un partido chileno de la izquierda radical creado en 1965 por la conjunción de
las luchas estudiantiles y sindicales. Uno de sus primeros dirigentes, Miguel
Enríquez, muerto en combate el 5 de octubre de 1974, fue el compañero de Carmen
Castillo.
3. Nombre que recibió la iniciativa lanzada en los
años ochenta por el MIR para mantener a los hijos de militantes en Cuba bajo la
protección de “padres sociales”, mientras sus padres luchaban en la
clandestinidad en Chile.
4. Hijos por la Identidad y la Justicia contra el
Olvido y el Silencio es un organismo argentino de derechos humanos que
agrupa a los hijos de desaparecidos bajo la dictadura militar de 1976 a 1982.
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