martes, 18 de septiembre de 2012

¿Paz en Colombia? por Shlomo Ben Ami





BOGOTÁ – El Acuerdo Marco para poner fin al conflicto armado en Colombia que acaba de anunciar el Presidente Juan Manuel Santos es un hito para su país y toda América Latina. Es también un tributo a la habilidad diplomática y negociadora.
El acuerdo con las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, más conocidas como FARC, llega después de muchos años de intentos fallidos por parte de gobiernos colombianos de todas las orientaciones políticas para conseguir un acuerdo satisfactorio con el último movimiento guerrillero –y uno de los más odiosos– que ha actuado en América Latina. Las FARC, monumental aparato de terror, asesinatos en masa y tráfico de drogas, nunca habían accedido a debatir el desarme, la reintegración social y política de sus guerrilleros, los derechos de las víctimas, el fin de la producción de drogas y la participación en las comisiones “de la verdad y la responsabilidad” para examinar los crímenes cometidos durante medio siglo de conflicto, pero ahora sí.
Ese transcendental cambio refleja el estado de las FARC, diezmadas tras muchos años de lucha, la capacidad de resistencia de la sociedad colombiana y –y tal vez sea lo más importante– la brillante política regional de Santos. Al debilitarse el llamado Eje Bolivariano (Venezuela, Ecuador y Bolivia), las guerrillas de las FARC quedaron sin apoyo regional.
Como en el caso de los procesos de paz en Oriente Medio y América Central después del fin de la Guerra Fría, los cambios regionales crearon las condiciones para que se iniciara el proceso colombiano, pero en Oriente Medio y en América Central los protagonistas externos –los Estados Unidos y la Unión Soviética– produjeron el cambio; en el caso del proceso colombiano, el cambio surgió de dentro.
Antes de celebrar conversaciones secretas con las FARC en Cuba, la diplomacia regional de Santos cambió la política de la región al substituir las bravuconadas por una denodada labor de cooperación. Convirtió a Venezuela y el Ecuador, que durante mucho tiempo habían sido refugios para las FARC, en vecinos amistosos y deseosos de poner fin a la arcaica tradición de guerras revolucionarias. De hecho, el Presidente de Venezuela, Hugo Chávez, ha pasado a ser –con el que tal vez sea el vuelco diplomático más notable– un facilitador decisivo para la resolución del conflicto colombiano.
Las conversaciones con las FARC se iniciaron cuando a la distensión regional siguió una iniciativa ambiciosa de abordar las causas fundamentales del conflicto colombiano. Lo más notable es que Santos firmara la Ley de Víctimas y Devolución de Tierras en junio de 2011, con la presencia del Secretario General de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon. Dicha ley dispone la reparación para las víctimas de violaciones de los derechos humanos durante los sesenta años del conflicto, además de la devolución de los millones de hectáreas robadas a campesinos. Así, la ley introduce a Colombia en la senda de la paz al desbaratar la apelación de las FARC a la reforma agraria para justificar sus indecibles atrocidades.
Indudablemente, se trata de una ley compleja y no carece precisamente de defectos, pero, si se aplica como está previsto, podría desencadenar una profunda revolución social. También representa un nuevo planteamiento de la paz, dado que normalmente semejantes leyes se introducen sólo después de que haya concluido un conflicto. En este caso, la devolución de tierras a los campesinos desposeídos de ellas y el ofrecimiento de una reparación final a las víctimas y a los desplazados por el conflicto llegó a ser la vía para la paz. De hecho, fue nada menos que Alfonso Cano, ex dirigente de las FARC, quien calificó la ley de “esencial para un futuro de reconciliación” y “una contribución a la una solución real del conflicto”.
Sin embargo, los escépticos y los contrarios a las negociaciones no carecen de razones para serlo. La ejecutoria de las FARC en las anteriores conversaciones de paz revela una inclinación a manipular las negociaciones para obtener una legitimidad nacional e internacional sin la voluntad auténtica de llegar a un acuerdo. Así, pues, Santos podría haber sentido la tentación de seguir la vía de Sri Lanka: una acometida militar implacable para derrotar a los insurgentes, a costa de muy graves violaciones de los derechos humanos y la destrucción de comunidades civiles.
Las repercusiones de un final auténtico del conflicto armado colombiano se sentirían mucho más allá de las fronteras del país. Si la Venezuela de Chávez se ha convertido en un narcoestado en el que los acólitos del régimen son los señores de la droga, es el reflejo de sus privilegiadas relaciones con las FARC. Las repercusiones se sentirían también en México, donde los cárteles de la droga están destrozando el país, y en los Estados Unidos, que son la mayor fuente de demanda. También el África occidental se vería afectada, por haber pasado a ser en los últimos años el principal punto de tránsito para las drogas sudamericanas destinadas a Europa.
Sigue habiendo por delante dificultades formidables y en modo alguno es seguro un acuerdo, pero, aun así, Santos tiene muchas posibilidades de enterrar de una vez por todas la engañosa mística del cambio revolucionario violento que durante tanto tiempo ha frenado la modernización política y económica de América Latina.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
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