BOGOTÁ – El
Acuerdo Marco para poner fin al conflicto armado en Colombia que acaba de
anunciar el Presidente Juan Manuel Santos es un hito para su país y toda
América Latina. Es también un tributo a la habilidad diplomática y negociadora.
El acuerdo con
las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia, más conocidas como FARC, llega
después de muchos años de intentos fallidos por parte de gobiernos colombianos
de todas las orientaciones políticas para conseguir un acuerdo satisfactorio
con el último movimiento guerrillero –y uno de los más odiosos– que ha actuado
en América Latina. Las FARC, monumental aparato de terror, asesinatos en masa y
tráfico de drogas, nunca habían accedido a debatir el desarme, la reintegración
social y política de sus guerrilleros, los derechos de las víctimas, el fin de
la producción de drogas y la participación en las comisiones “de la verdad y la
responsabilidad” para examinar los crímenes cometidos durante medio siglo de
conflicto, pero ahora sí.
Ese
transcendental cambio refleja el estado de las FARC, diezmadas tras muchos años
de lucha, la capacidad de resistencia de la sociedad colombiana y –y tal vez
sea lo más importante– la brillante política regional de Santos. Al debilitarse
el llamado Eje Bolivariano (Venezuela, Ecuador y Bolivia), las guerrillas de
las FARC quedaron sin apoyo regional.
Como en el
caso de los procesos de paz en Oriente Medio y América Central después del fin
de la Guerra Fría, los cambios regionales crearon las condiciones para que se
iniciara el proceso colombiano, pero en Oriente Medio y en América Central los
protagonistas externos –los Estados Unidos y la Unión Soviética– produjeron el
cambio; en el caso del proceso colombiano, el cambio surgió de dentro.
Antes de
celebrar conversaciones secretas con las FARC en Cuba, la diplomacia regional
de Santos cambió la política de la región al substituir las bravuconadas por
una denodada labor de cooperación. Convirtió a Venezuela y el Ecuador, que
durante mucho tiempo habían sido refugios para las FARC, en vecinos amistosos y
deseosos de poner fin a la arcaica tradición de guerras revolucionarias. De
hecho, el Presidente de Venezuela, Hugo Chávez, ha pasado a ser –con el que tal
vez sea el vuelco diplomático más notable– un facilitador decisivo para la
resolución del conflicto colombiano.
Las
conversaciones con las FARC se iniciaron cuando a la distensión regional siguió
una iniciativa ambiciosa de abordar las causas fundamentales del conflicto
colombiano. Lo más notable es que Santos firmara la Ley de Víctimas y
Devolución de Tierras en junio de 2011, con la presencia del Secretario General
de las Naciones Unidas, Ban Ki-moon. Dicha ley dispone la reparación para las
víctimas de violaciones de los derechos humanos durante los sesenta años del
conflicto, además de la devolución de los millones de hectáreas robadas a
campesinos. Así, la ley introduce a Colombia en la senda de la paz al
desbaratar la apelación de las FARC a la reforma agraria para justificar sus
indecibles atrocidades.
Indudablemente,
se trata de una ley compleja y no carece precisamente de defectos, pero, si se
aplica como está previsto, podría desencadenar una profunda revolución social.
También representa un nuevo planteamiento de la paz, dado que normalmente
semejantes leyes se introducen sólo después de que haya concluido un conflicto.
En este caso, la devolución de tierras a los campesinos desposeídos de ellas y
el ofrecimiento de una reparación final a las víctimas y a los desplazados por
el conflicto llegó a ser la vía para la paz. De hecho, fue nada menos que
Alfonso Cano, ex dirigente de las FARC, quien calificó la ley de “esencial para
un futuro de reconciliación” y “una contribución a la una solución real del
conflicto”.
Sin embargo,
los escépticos y los contrarios a las negociaciones no carecen de razones para
serlo. La ejecutoria de las FARC en las anteriores conversaciones de paz revela
una inclinación a manipular las negociaciones para obtener una legitimidad
nacional e internacional sin la voluntad auténtica de llegar a un acuerdo. Así,
pues, Santos podría haber sentido la tentación de seguir la vía de Sri Lanka:
una acometida militar implacable para derrotar a los insurgentes, a costa de
muy graves violaciones de los derechos humanos y la destrucción de comunidades
civiles.
Las
repercusiones de un final auténtico del conflicto armado colombiano se sentirían
mucho más allá de las fronteras del país. Si la Venezuela de Chávez se ha
convertido en un narcoestado en el que los acólitos del régimen son los señores
de la droga, es el reflejo de sus privilegiadas relaciones con las FARC. Las
repercusiones se sentirían también en México, donde los cárteles de la droga
están destrozando el país, y en los Estados Unidos, que son la mayor fuente de
demanda. También el África occidental se vería afectada, por haber pasado a ser
en los últimos años el principal punto de tránsito para las drogas
sudamericanas destinadas a Europa.
Sigue habiendo
por delante dificultades formidables y en modo alguno es seguro un acuerdo,
pero, aun así, Santos tiene muchas posibilidades de enterrar de una vez por
todas la engañosa mística del cambio revolucionario violento que durante tanto
tiempo ha frenado la modernización política y económica de América Latina.
Traducido del inglés por Carlos Manzano.
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