Por Rodrigo Quesada 1
Entre la nostalgia (imperial) restaurativa y la vindicativa median el tiempo, la vida cotidiana, y nuestra certera o torpe articulación con el presente. Habituados por la cultura burguesa más pobre y convencional, a sobre-dimensionar este último, el presente, y sobre todo el futuro, los recuerdos adquieren en nuestra existencia cotidiana, una textura siempre evanescente, nunca tangible. Evasivos y vaporosos, los mismos son solo una forma, tal vez encubierta, de ubicarnos en el aquí y en el ahora, sin consecuencias prácticas, creemos, de ninguna especie. La nostalgia, en tanto que constituye una forma de ubicarnos en el lento transcurrir de nuestra cotidianidad, nos dice que es posible reconstruir la memoria, ahí donde todavía no se han saldado las tareas pendientes del pasado inmediato. Esta clase de nostalgia se torna una nostalgia restaurativa cuando se parece a la utopía. La nostalgia también puede agotarse en sus vindicaciones cuando, nutrida de sí misma, se parece cada vez más al cinismo, y muta en una especie de imaginación afligida. Ambas formas de la nostalgia son también vehículos dispares para llegar a la melancolía, y de ahí a la depresión.
La nostalgia imperial, a la que nos hemos referido anteriormente, tiene en su haber la constitución de un conjunto de elementos culturales y sociales, que la hacen particularmente seductora. Su procedencia pequeño-burguesa y su cultivo de los aspectos sobresalientes de la civilización, la distancian notablemente del tratamiento despótico del poder, y la acercan a los delirios liberales y democráticos de la aristocracia obrera. Si la historia de las emociones es la historia de las palabras en que son expresadas esas emociones2, entonces, la nostalgia imperial como expresión de una forma particular de recordar, de anhelar el paraíso perdido, tiene una gran vitalidad en algunos círculos políticos e intelectuales de nuestros días, para quienes la memoria es la forma eficaz de saldar cuentas con el pasado.
En el tanto en cuanto ese pasado pueda constituir un paradigma de la utopía, la nostalgia se torna restaurativa, porque facilita la recuperación de un arquetipo. La nostalgia imperial, sobresaliente en el período de entreguerras, cuando dicho arquetipo buscaba reconstituir las vivencias imperiales de la era victoriana, con todas sus implicaciones políticas, sociales y culturales, es una experiencia sumamente aleccionadora de las formas escogidas por la moral burguesa para experimentar el recuerdo.
Con el imperio, la vida de la mediana y de la pequeña burguesías victorianas era más ordenada, funcional, fácil, tranquila y llevadera, aunque no hubiera preocupaciones de orden político y social condicionadas por la aterradora desigualdad e injusticia que atenazaban la cotidianidad de las clases trabajadoras. Las dos guerras mundiales modificaron radicalmente este escenario, pero dejaron intacta la nostalgia restaurativa, es decir aquella que recuerda y se plantea retener, a cualquier costo, la textura moral del arquetipo del paraíso perdido, de la utopía de un mundo mejor que se fue y no volverá en los hechos, aunque las palabras, los objetos, las emociones y los afectos hagan su mayor esfuerzo por retenerlo. Aquí el problema real es cómo recuerda la burguesía imperial. Porque su moral está también en crisis y a punto de desaparecer, ante el asedio inmisericorde de la burguesía expansionista, para la cual ninguna moral es válida en su carrera hacia la acumulación y el despojo desmedidos de pueblos, países y civilizaciones.
Para la burguesía imperial es conveniente recordar y recuperar los quehaceres heroicos de Roger Casement (1864-1916), el ilustre irlandés que se atrevió a denunciar los excesos y brutalidades del imperialismo europeo en África y América Latina. Eso le costó la vida. Para la burguesía expansionista es natural recordar el triste papel de colaboracionista de los nazis jugado por el magnate norteamericano Henry Ford (1863-1947). Eso lo convirtió en una leyenda de la historia empresarial y financiera de los Estados Unidos. Se trata de formas distintas de recordar, pero que provocan en las personas también diversas maneras de reproducir la memoria. Esta, por su plasticidad, tanto colectiva como individual, ha sido proclive a la gestación de mitos y, con la utopía, ha facilitado que la nostalgia imperial todavía constituya la forma de moral burguesa más resonante y generalizada en nuestros días, entre aquellos que todavía se ven a sí mismos, como herederos ciertos de los ideales mejor articulados del viejo liberalismo radical.
El liberal radical de nuestros días es una especie en extinción. Ha sido sustituido por el neoliberal fanático, pragmático y "presentista". No hay que olvidar que, uno de los nutrientes del anarquismo, en sus aspectos fundacionales, es la síntesis de inquietudes, métodos y proyectos del socialismo utópico con el liberalismo radical. De esta manera, confundir al liberal radical clásico de un antaño muy inmediato, con el neoliberal dogmático y recalcitrante del futuro equidistante entre el hoy y el mañana, confundidos y deslumbrados por la tecnología del presente, delirio de los ideólogos de la globalización, no sólo es injusto sino erróneo, pues las cuotas de alienación atribuibles a la gran burguesía expansionista y a la mediana burguesía imperial, de donde recluta la primera sus testaferros, son inversamente proporcionales a su grado de compromiso con la cultura y la civilización.
La nostalgia restaurativa, o la nostalgia vindicativa3, son las herramientas culturales, psicosociales y emocionales, con que los individuos tratan de imprimirle algún sentido a su pasado histórico en su presente existencial. Es en la nostalgia imperial, entonces, que recoge las dos vertientes mencionadas arriba, donde residen los mejores recursos de la mediana burguesía. Porque sus aspiraciones culturales y civilizatorias, están en relación directa con su capacidad de reflexionar y de reflejar sobre la libertad, la productividad, la moral y la creatividad sus anhelos de independencia y anti-despotismo. Con la nostalgia restaurativa, la burguesía imperial, hace la transición de la melancolía como problema médico, a la melancolía como asunto estético y ético.
Esta transición tiene dimensiones morales, ahí donde la nostalgia imperial no se plantee simplemente la reconstrucción geográfica de los imperios, sus formas de vida o sus vínculos con el poder colonial, sino que también abarque la experiencia de la vida cotidiana como una cuestión artística, con la que es posible reconstituir toda la escala de valores promovida por el liberalismo radical clásico. Cuando Oscar Wilde (1854-1900) hablaba de que la vida casi siempre imita al arte, no estaba más que repitiendo las tesis de ese viejo liberalismo radical, para el cual la individualidad de cada sujeto, viene medida en función de su capacidad para producir utopías en la privacidad absoluta de cada existencia personal.
El alma del hombre en el socialismo es antes que nada privacidad pura, y solo muy luego, solidaridad cotidiana. De aquí que siempre hayamos visto con algo de prudencia, la ubicación de Oscar Wilde en el campo de acción y pensamiento de los anarquistas, pues sus tesis, sus poses y sus escritos nos recuerdan más al liberalismo radical clásico que a las ideas fundamentales del anarquismo revolucionario. Los delirios nostálgicos imperiales de Wilde, están más cerca de la pose victoriana, aunque su justicia lo haya condenado a dos años de trabajos forzados por sodomía, que de las acciones directas de los anarquistas, en el siglo diecinueve4.
El esteticismo pequeño burgués de Wilde se nutre de la parafernalia victoriana, hasta el momento en que ésta se torna imperialista, abusiva, despótica y discriminatoria. La nostalgia imperial de Wilde es la nostalgia productiva, restauradora, aquella totalmente volcada hacia fuera, que utiliza al arte como la excusa perfecta, para sostener y reproducir los valores fundamentales de su civilización. Pero Wilde, el poeta irlandés, vivió en carne propia la brutalidad imperialista inglesa, cuando ésta se sintió amenazada por los desplantes pequeño burgueses de un poeta marginal, quien con sus denuncias hacía burla de una moral que finalmente lo envió a prisión y lo destruyó como hombre de letras. En creadores como Wilde el tránsito de la nostalgia productiva a la nostalgia improductiva, de la nostalgia restaurativa a la nostalgia vindicativa, se dio de forma traumática y con serias consecuencias.
Hay tres grandes autores, sin embargo, a los que ya hemos mencionado varias veces, con quienes la nostalgia imperial de la que hablamos, adquiere niveles todavía no superados por nadie. Junto a ellos, por supuesto hay también poetas, músicos, científicos, pintores, diseñadores y revolucionarios a granel. Pero resulta que en Joseph Roth, Stefan Zweig y Sandor Márai, lo que aquí hemos llamado la nostalgia restaurativa, como expresión productiva de la nostalgia imperial, alcanzó niveles de cultura, sofisticación, humanismo y sensibilidad, pocas veces igualados por otros creadores occidentales. La sistemática y, a veces traumática, combatividad estética y ética contra el despotismo nazi que nuestros autores desplegaron a lo largo de sus vidas, no deja dudas sobre el poder de la palabra para la elaboración racional y emocional de niveles de utopía, que pudieran hacer tolerable la cotidianidad vivida en medio de la vecindad de una guerra atroz.
El despotismo nazi-fascista, y luego el autoritarismo estalinista, no presentaban solución de continuidad para ninguno de los tres autores mencionados, porque, según ellos, la destrucción de la vieja Europa, no se agotaba en el mero reemplazo de una estructura social, económica, política y cultural que reposaba en el culto a la ganancia, por otra cargada de racismo, discriminación, brutalidad y miedo. La cultura europea que los tres vivieron, entre 1914 y 1945, destilaba pánico por todos y cada uno de sus poros, pero fue a través del arte, de la estética, de una moral forjada al calor de la disciplina, del trabajo y la dedicación, según ellos, que fue posible conservar lo mejor de esa vieja Europa, que se les estaba escapando de las manos, ante las pisadas de animal grande que traía consigo el totalitarismo.
Roth murió en 1939; Zweig en 1942; y Márai en 1989. El último es el más y mejor articulado con relación a la ética y a la estética de la nostalgia imperial de vertiente restaurativa. Para él nunca hubo solución de continuidad, como decíamos, entre el despotismo nazi y el autoritarismo estalinista, pues vivió ambas experiencias, con la profunda intensidad de quien es consciente de que su vieja forma de vida se le va, para ser sustituida por otra en la que la individualidad y la productividad, pivotes de la moral burguesa clásica, terminarían reposando sobre el terreno cenagoso del egoísmo, y de una concepción de lo heroico que paradójicamente emparejaba la fuerza física con la indiferencia y la ignorancia totales.
A estos hombres nunca los asustó la llegada de las masas al escenario de la historia, tal y como lo había planteado la gloriosa revolución rusa de 1917. Los asustó la manipulación que se hizo de esas masas humanas desposeídas, hambrientas, desamparadas y feroces de haber sufrido por siglos, la humillación, la tortura y la más penosa segregación que pueda imaginarse, a manos de tiranos con escasa consciencia de su ubicación en el desarrollo de la humanidad. Las quejas de Roth contra el nazismo eran más el producto de su nostalgia imperial restaurativa, que de sus temores porque los nazis mostraran que el futuro de la civilización estaba en manos de un selecto grupo de matones. Esta última tesis tenía los días contados, según él, aunque la destrucción que ocasionaría sería descomunal, como bien lo presentía cuando murió de alcoholismo. La tragedia del nazismo, de acuerdo con Roth, era la tragedia de toda forma de despotismo: las ilusiones que ponía en las mentes de la gente humilde, sencilla y esperanzada.
Porque la nostalgia del nazismo, de sus ideólogos, de sus lacayos, era la nostalgia vindicativa del buen imperialista, quien sostiene que él tiene la razón, porque la irracionalidad de la fuerza bruta está de su parte. Es la nostalgia imperial vindicativa, decimos, la nostalgia imperialista, la que entra en escena, una vez que el socialismo ha hecho colapso en 1989, el mismo año en que Sandor Márai decidía suicidarse. Nunca, como hoy, los nostálgicos revanchistas han arremetido con tanta fuerza en contra de la nostalgia imperial restaurativa, porque ésta, según ellos, es evasiva, ofrece nada más una salida hacia el pasado y por eso es reaccionaria, con lo cual se hace merecedora de la más absoluta e irrespetuosa indiferencia. La saña con que el neoliberal de nuestros días critica al liberal radical clásico, el cual le parece retardatario e inoportuno, es solamente el síntoma de la batalla definitiva entre la nostalgia imperial restaurativa y la nostalgia imperial vindicativa. Es el triunfo final del sistema imperialista.
Quien hoy piense, desplegando una ingenuidad irresponsable, que el sistema imperialista está acabado, simple y llanamente porque sus prejuicios lo llevan a creer que el futuro de la humanidad, si es que hay alguno, le pertenece a los pesimistas, está abonando un terreno propicio para el florecimiento de la mentalidad guerrerista, conflictiva y discriminatoria, que ha caracterizado al desarrollo capitalista después de la caída del socialismo real en 1989. Esta paradoja tiene su fuente nutricia en la lógica consecuencia que trae consigo el sistema económico, cada vez que colapsan sus estructuras clásicas de acumulación. En la medida en que el capitalismo se vuelve cada más incompetente para satisfacer las necesidades perentorias de la gente, el sistema imperialista se torna más agresivo, depredador y guerrerista.
En estas circunstancias, el escenario cultural se repleta de posseurs, oportunistas, arribistas y desfasados, quienes creen encontrar en la nueva situación, inédita para bien de los publicistas, propagandistas y magos de todas clases, el llamado contundente de una supuesta revolución cultural, cuyos límites se encuentran ubicados en las potencias personales de cada individuo, quien atiende el llamado al espectáculo como si se tratara de una oportunidad muy personal, para salir de la mediocridad y dejar su trazo individual en el decurso de la historia.
Esto es lo que no logran concebir románticos reaccionarios como Mario Vargas Llosa, para quienes todo se resuelve con tomar como ejemplo el pasado para mejor vivir en el presente. La posición del brillante escritor peruano, más cercana de la nostalgia imperial vindicativa que de la restaurativa, deja, sin embargo, espacios en los cuales es posible confundir al lector bien intencionado para el cual Vargas Llosa toma posiciones cercanas al liberalismo clásico, antes que al neoliberalismo más acartonado. El conservatismo plebeyo de Vargas Llosa, en realidad, tiene muy poco que aportar a un neo-monarquismo de base imperial, que se ha quedado huérfano de sus especies racistas y jerárquicas, y se apoya más en la tradición, los rituales, la cultura clásica y el buen gusto, antes que en cuestiones de sangre o simplemente de heráldica familiar, de la cual Vargas Llosa carece por completo.
Pero las gesticulaciones aristocráticas del escritor sudamericano no son más que los tristes estertores de un advenedizo carente de sangre azul, y eso en realidad no tiene relevancia, a no ser en la vida personal del autor mencionado. Es más importante destacar de sus dramáticos llamados de atención sobre el deterioro de la cultura tradicional burguesa, aquello que alejó al buen burgués del pasado de su ancestral acercamiento a las potencias y virtudes de la civilización. Vargas Llosa ignora que su imprecación contra lo vulgar y lo banal en la cultura burguesa contemporánea, es un producto malogrado de aspiraciones aristocráticas, a medio camino entre las discriminaciones jerárquicas de la alta burguesía centro-europea, rancia pero inculta, y el despotismo ideológico de los nazis. Pero son esos vacíos, esos silencios, los que le dan su textura al neoliberalismo contemporáneo, más inclinado a la recuperación de mitos, de fórmulas aprendidas, que a la invención y la creación de alternativas reales para recuperar, al menos, algo de lo bueno del viejo liberalismo radical clásico que, en realidad, a un intelectual como Vargas Llosa lo tiene totalmente sin cuidado.
No existe en los escritores centro-europeos mencionados en este ensayo, una aspiración sistemática por revivir los viejos desplantes expansionistas del imperialismo victoriano. Recordemos para ello la vieja tesis de Max Weber, de que los afanes imperialistas no son más que el resultado de las discordancias éticas y políticas de una moral burguesa en decadencia. Con escritores como Márai o Roth, este argumento encuentra sitio en una literatura enfáticamente elaborada con el afán de fortalecer las dimensiones multinacionales, multilingüísticas y multiculturales del imperio austro-húngaro, hasta dónde lo facilitaran la indiferencia ideológica, política y religiosa de la monarquía, a punto de saltar en pedazos con la Primera Guerra Mundial. La mortecina inanidad de los Habsburgos, en materia cultural, apenas tenía un contra-relato, apegado y justo, en la esfera política. De esta forma, los escritores, los artistas y los científicos, se convirtieron en el soporte ideológico de una monarquía siempre en fuga hacia sus decadentes aspiraciones militares. Cuando los nazis evidenciaron que hasta estas últimas eran irrelevantes, todo lo demás se desplomó.
Sin embargo, la humillación militar, nacional y cultural de Austria, con el pacto de anexión voluntaria firmado en 1938, se estaban recogiendo los fragmentos dejados por una crisis imperial que se venía gestando desde 1870. Por esta razón es muy fácil sostener que los escritores centro-europeos desde ese momento, casi con el nacimiento del Imperio Austro-Húngaro, fueron escritores en crisis permanente de identidad, como se registra magistralmente en las novelas escritas por Robert Musil. Ahí reside su indubitable vigencia. Roth y Márai son entonces escritores en vilo entre sus anhelos culturales del viejo espacio y la atmósfera de tolerancia, producto más bien de la indiferencia política de la monarquía imperial que de su estímulo sistemático y sostenido, y sus depresiones melancólicas provocadas por el despojo de la identidad nacional, que los totalitarismos estarían a punto de aplicarles a ficciones geográficas creadas, en gran medida, para conjurar los viejos y preteridos fantasmas napoleónicos.
En una obra como Confesiones de un burgués de Sándor Márai5, se alcanzan alturas rara vez superadas en la novela contemporánea, para retratar el apogeo de una forma de vida, su ápice y su declive, lánguido y tortuoso. La habilidad que, con mano maestra, Márai despliega, paso a paso, puntillosamente, el desarrollo y crecimiento de la existencia cotidiana de la mediana burguesía centro-europea entre 1914 y 1945, deja casi sin aliento al lector contemporáneo, más bien ajeno y acostumbrado a presenciar la vida de los otros, desde una experiencia digital o cibernética, en la que el compromiso moral con la civilización, la solidaridad y la cultura en su expresión más recóndita es casi desconocida. La nostalgia imperial, de la que hemos venido hablando hasta ahora; y sobre todo su expresión diferida en la nostalgia restaurativa, encuentra en esta obra de Márai los instrumentos, los detalles, los paisajes, las vivencias, las emociones y las ideas mejor articuladas sobre las cuales difícilmente un testigo convencional podría testimoniar.
Seguir, trecho a trecho, la descripción comprometida, repleta de resonancias espirituales que Márai realiza, ante nuestros ojos, de su confiada y segura clase social, de sus glorias y sus miserias, es un evento que rara vez lo hallamos en la literatura occidental, a no ser en sus más egregios representante, tales como Marcel Proust, del que ya hemos hablado páginas atrás. Pero Proust busca retener lo que el tiempo vuelve polvo. Márai, en cambio, nos transmite lo que ve, lo que vive, piensa y siente, sin tomar consciencia del vendaval que se avecina. La abrumadora sabiduría de Proust, apenas tiene parangón con la temible ingenuidad de Márai.
Sin embargo, en ambos casos, se trata de autores que testimonian el auge y la caída de un universo social, cultural, político y espiritual que, a pesar de lo que puedan decir algunos exégetas de la cultura contemporánea, tiene una vigencia temeraria en un mundo (el nuestro) que, constantemente vuelve a él (a ese universo) para encontrar respuestas a preguntas relacionadas con lo más esencial del ser humano: la libertad, la solidaridad, la tolerancia, el simple sentido común. La nostalgia restaurativa ha tenido la eficacia de mostrar que la nostalgia vindicativa perdió hace rato el sentido común, y en esta obra del autor húngaro eso se nota con una fuerza avasalladora: la pérdida del sentido común es el primer paso hacia el totalitarismo.
Algunos analistas han sostenido que las novelas escritas por Márai, padecen del mal corriente en la mayor parte de la literatura hecha por los escritores de la burguesía antebellum, es decir, son obras en las que nunca pasa nada relevante. Hasta qué punto dicha aseveración es cierta, es un asunto que les corresponde dilucidar a los críticos de profesión. Por el momento, para nosotros, resulta de mayor utilidad llegar a comprender, a través de los trabajos de Márai, Roth y Zweig, los ajustes que el eje de la utopía de la mediana burguesía centro-europea experimenta con la inminencia de la Primera Guerra Mundial, y el Apocalipsis que significó la llegada de los nazis al poder.
Es que en los trabajos literarios de ambos autores, y de otros que hemos mencionado, se encuentra el mejor filón estético y ético, de una burguesía imperial que se niega a renunciar a su apreciada y tranquila cotidianidad en la que, así parecía, no sucede nada de importancia. Basta con leer las primeras páginas de la obra de Márai a la que nos hemos referido, para percatarse de que la vida cotidiana en la Viena finisecular, no tiene nada que envidiarle a la vida cotidiana en cualquier otra parte del mundo capitalista. Está compuesta de los mismos rituales, gestos, juegos, ambiciones y pequeñas envidias de cualquier otra ciudad burguesa y civilizada del planeta. La ciudad se ocultaba (…) en los patios de sus casas6 dice casi con gozo, en uno de los momentos iniciales más bellos de la obra citada. Esa intimidad burguesa, ese vivir hacia adentro casi sin contemplaciones con las expectativas de los demás, respecto a lo que podría llamarse "sociabilidad", logra captarla Márai de forma majestuosa, y nos permite hablar de una nostalgia imperial en la que el extrañamiento del tiempo perdido, está más en relación con las carencias afectivas y emocionales del presente, que la experiencia del propio envejecimiento.
Acerca de la importancia de los bancos, como centro neurálgico de las actividades financieras del momento, Márai nos devuelve, reconstruyendo procedimientos, hábitos, vacíos y manías, lo que él llama el capitalismo rampante, aquel sistema económico cuya hegemonía en todas las aristas sociales, políticas e ideológicas, para él, no ha perdido, en la intimidad burguesa, su esencia primigenia, procedente de la mentalidad del pequeño tendero. Las relaciones con el banquero, el prestamista, el financista todavía conservan, según nos relata Márai, con un candor y un sentido común apabullantes, el perfume de la intimidad familiar más arrabalera imaginable. Era la época del capitalismo de cara serena y amable que hacía aparecer ante nuestros ojos asombrados palacios de ensueño, los únicos que no apreciaban aquel nuevo edificio eran los campesinos de pura cepa, que preferían seguir guardando su dinero en los armarios de la oscura oficina antigua y que, al ver tanta ostentación, movían negativamente la cabeza preguntándose: "¿Con qué dinero se habrá construido esto?7
Hoy, ante la severa crisis bancaria que experimenta el capitalismo voraz, revanchista y vindicativo, una relectura de obras fundamentales como ésta que comentamos, les fortalecería a muchos pequeños burgueses, acomplejados y cohibidos por los embustes, el acoso y la discriminación experimentada a manos de la gran burguesía imperialista, el poco sentido común que aún les queda, para percatarse de que los viejos ideales del liberalismo clásico, según los retrata Márai, aún tienen posibilidades. Pocos podrán decir, con tanta certeza como lo ha hecho el autor húngaro, casi sin quererlo, que la nostalgia restaurativa de procedencia burguesa, todavía tiene mucho que enseñarles a los de su misma clase, a pesar de todo, aquellos que imaginan el mundo como el siniestro reducto donde la rapiña constituye la cultura predominante. Ni Márai, ni Roth, ni Zweig, son autores desclasados, herederos resentidos y dolientes de la pérdida de un mundo mejor, que se ha fugado para nunca más volver.
NOTAS
- Rodrigo Quesada (1952), historiador, escritor y catedrático jubilado de la UNA-Costa Rica.
- Linda. M. Austin. Nostalgia. In Transition, 1870-1917 (University of Virginia Press. 2007). P. 29.
- Svetlana Boym. The Future of Nostalgia (New York: Basic Books. 2001) Capítulos 4 y 5. Este es un libro innovador y rico en sugerencias teóricas y metodológicas, para tratar el asunto de la nostalgia. Nos ha resultado de gran utilidad para esta parte de nuestro ensayo.
- Para estos asuntos puede consultarse nuestro ensayo titulado La oruga blanca. Un retrato de Oscar Wilde (Heredia, Costa Rica: EUNA. 2000).
- Sándor Márai. Confesiones de un burgués (Barcelona: Salamandra. 2004. Traducción de Judit Xantus Szarvas) 478 páginas.
- Idem. Op. Cit. P. 12.
- Ibídem. P. 26.
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