Por Victor Alonso Rocafort
Web Colectivo Novecento
Una democracia no son elecciones… y si te he visto no me
acuerdo. Aquí y en Egipto. Para el engaño no hay pueblo que esté preparado.
Para la democracia —es decir, para tomar entre todos libremente las decisiones
sobre lo que nos afecta— todos los pueblos lo están. Otra cuestión es que esto
alguna vez suceda.
La
democracia, si trata de erigirse sobre la representación, debe hacer que esta
se base en la confianza, en la rendición cotidiana de cuentas, en el trenzado
de vínculos con la ciudadanía. Aceptar la pluralidad en este sentido es básico,
tanto para quienes tienen el poder como para quienes lo buscan. Pero más allá
del ámbito representativo, la política debe sustentarse en una amplia
participación de una ciudadanía que pueda escoger sus problemas relevantes
debatiendo respetuosamente, que marque la agenda, dialogue sobre las
alternativas y finalmente decida entre sus opciones.
Es decir,
que llamamos democracia a cualquier cosa, aquí y en Egipto.
Pero aceptemos que tenemos un Estado de derecho, donde se
respetan libertades mínimas y hay elecciones competitivas entre partidos.
Cuando un gobierno elegido en este marco —en el que los elementos oligárquicos
suelen dominar sobre los democráticos— incumple sus promesas y gobierna solo
para una minoría (religiosa o propietaria) lesionando los derechos
fundamentales del resto, la rebelión popular es legítima. La gente en las
calles reclama, con razón, la salida del gobierno elegido, pues ha incumplido
todo aquello que se había comprometido a realizar y además ha atacado
libertades básicas erosionando los cimientos compartidos de lo público. Es
entonces cuando suelen resaltar más que nunca las fallas democráticas del
régimen.
Lo que se
reclama desde una protesta de este tipo suele ser más democracia. La presión de
la gente en las calles y plazas de un país conforma un amplio poder popular,
capaz de anular, o al menos tambalear, la confianza en el uso de la fuerza
represora por parte del gobierno. Incluso, puede llegar a obligar a los
gobernantes menos temerarios a marcharse. Turquía, Brasil, Egipto, ofrecen tres
respuestas diferentes a similares desafíos durante las últimas semanas.
Si el
ejército se presenta como atajo para la rebelión popular y da un golpe de
Estado militar, como ha sucedido en Egipto, con suspensión de leyes y represión
de periodistas, con encarcelamiento sin juicio previo de antiguos gobernantes,
la senda que aparece es la de menos democracia, si no la de la guerra civil.
Recordemos que al hablar del ejército nos referimos a una institución per
se jerárquica, basada en las armas y no en la palabra. En el caso
egipcio hablamos de quienes sostuvieron a Hosni Mubarak durante décadas, los
mismos militares que reprimieron duramente a los revolucionarios de hace un par
de años, aquellos que reciben millones de dólares norteamericano en armamento.
Los mismos que ayer emitían un comunicado amenazando a “terroristas,
extremistas e ignorantes”. Aquí y en Egipto, esta es la clásica mentalidad
autoritaria que coloca su verdad como la verdad evidente, que sitúa al opositor
discrepante como a un peligroso fuera de la ley.
La lógica
aristotélica estableció tres grandes principios para el pensamiento occidental.
El de identidad, el de no contradicción y finalmente el del tercio excluso.
Ninguno de los tres actúa al cien por cien en política. Partiendo del de
identidad (A es A), los ciudadanos no son siempre un sólido A nacional, sexual,
religioso, de género o ideológico; a veces, y más si atendemos a nuestra
realidad inconsciente, nos situamos en la ambigüedad de los grises —más aún si
tenemos en cuenta el factor tiempo—. Esto es lo que hizo a Walt Whitman
exclamar en su canto democrático aquello del “Me contradigo/ sí, me contradigo/
soy uno y contengo multitudes”. La aceptación de la pluralidad como aquello
que, queramos o no, rige en la comunidad política, es lo que sustenta el
principio —este sí democrático— de escuchar todas las voces de nuestra ciudad
(interna y externa). Otra cuestión es hacerlas caso. Contradecirse entre amigos
es lo normal (el pensamiento también es diálogo con uno mismo, basado en la
amistad con uno mismo). Por eso en nuestras instituciones y partidos,
conformadas por jefes y sometidos que desprecian la amistad política,
comprobamos la constante persecución de la disidencia. Eso sí, necesario sería
indicar que algo muy distinto de la contradicción es la traición.
Pues bien,
el tercio excluso nos dice que entre dos contradicciones no hay posibilidad de
alternativa: A o no A. Escojamos. De nuevo la política —y diría que la propia
vida— nos muestra a cada rato que este último principio aristotélico tampoco
rige. Parece que si no queremos a Morsi debemos comernos con patatas al
Ejército egipcio. Pero no es así. Juan puede no ser ni guapo ni feo, sino
maravilloso. Las trampas lógicas a las que estamos acostumbrados nos sitúan
ante dilemas que sin embargo sí tienen salida. Hay terceros, cuartos y quintos…
que deben incluirse frente a dos opciones que parecen enfrentarse en el abismo.
El ejército
en este caso, es verdad, proporciona el brillo de la omnipotencia: con su
fuerza parece que todo lo puede, además de manera veloz, contundente. Pero
pensemos que precisamente esa omnipotencia es la mayor fuente de peligro
político que tenemos desde siempre. Como un dios implacable, como una explosión
nuclear, arrasa con todo. Por el contrario el tempo de la
democracia además de pacífico suele ser lento, pues depende del pensamiento y
del diálogo. También es lento el tiempo de las rebeliones que se quieren
democráticas, aquellas que ponen el respeto a las libertades de todos
—incluyendo las de aquellos contra quienes uno se rebela— como condición
irrenunciable de su acción política. Aquellas que construyen a cada paso
democracia, sin guillotinas, checas ni comisariados.
Que sea
difícil no quiere decir que sea imposible. O que debamos entregarnos en brazos
de lo fácil, en este caso posiblemente de un nuevo opresor que nos tutele. De
nuevo, renunciar a la omnipotencia no debe sumirnos en su opuesto, la
impotencia.
La incierta
y frágil aventura de tratar de expulsar del poder a los gobernantes que se han
rebelado, ellos sí, contra la democracia, no debería así hacerse abrazando la
violencia organizada de un grupo armado como el ejército ni reprimiendo
“enemigos”. La alternativa tampoco es paralizarnos, o prepararnos únicamente
para las siguientes elecciones. Es necesario confrontar a los votantes del PP
—perdón, de Morsi— con las consecuencias de su voto. Pero no solo. Pues
volvamos al principio: una democracia no son únicamente elecciones… Y menos aún
lo es saltar de fraude en fraude con total impunidad. Frente a ello la opción
siempre será más democracia, y tenemos derecho a reclamarlo en las calles.
Aquí y en Egipto.
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