domingo, 7 de julio de 2013

Ni Morsi ni Ejército. Democracia.


Por Victor Alonso Rocafort
Web Colectivo Novecento

Una democracia no son elecciones… y si te he visto no me acuerdo. Aquí y en Egipto. Para el engaño no hay pueblo que esté preparado. Para la democracia —es decir, para tomar entre todos libremente las decisiones sobre lo que nos afecta— todos los pueblos lo están. Otra cuestión es que esto alguna vez suceda.
La democracia, si trata de erigirse sobre la representación, debe hacer que esta se base en la confianza, en la rendición cotidiana de cuentas, en el trenzado de vínculos con la ciudadanía. Aceptar la pluralidad en este sentido es básico, tanto para quienes tienen el poder como para quienes lo buscan. Pero más allá del ámbito representativo, la política debe sustentarse en una amplia participación de una ciudadanía que pueda escoger sus problemas relevantes debatiendo respetuosamente, que marque la agenda, dialogue sobre las alternativas y finalmente decida entre sus opciones.
Es decir, que llamamos democracia a cualquier cosa, aquí y en Egipto.
Pero aceptemos que tenemos un Estado de derecho, donde se respetan libertades mínimas y hay elecciones competitivas entre partidos. Cuando un gobierno elegido en este marco —en el que los elementos oligárquicos suelen dominar sobre los democráticos— incumple sus promesas y gobierna solo para una minoría (religiosa o propietaria) lesionando los derechos fundamentales del resto, la rebelión popular es legítima. La gente en las calles reclama, con razón, la salida del gobierno elegido, pues ha incumplido todo aquello que se había comprometido a realizar y además ha atacado libertades básicas erosionando los cimientos compartidos de lo público. Es entonces cuando suelen resaltar más que nunca las fallas democráticas del régimen.
Lo que se reclama desde una protesta de este tipo suele ser más democracia. La presión de la gente en las calles y plazas de un país conforma un amplio poder popular, capaz de anular, o al menos tambalear, la confianza en el uso de la fuerza represora por parte del gobierno. Incluso, puede llegar a obligar a los gobernantes menos temerarios a marcharse. Turquía, Brasil, Egipto, ofrecen tres respuestas diferentes a similares desafíos durante las últimas semanas.
Si el ejército se presenta como atajo para la rebelión popular y da un golpe de Estado militar, como ha sucedido en Egipto, con suspensión de leyes y represión de periodistas, con encarcelamiento sin juicio previo de antiguos gobernantes, la senda que aparece es la de menos democracia, si no la de la guerra civil. Recordemos que al hablar del ejército nos referimos a una institución per se jerárquica, basada en las armas y no en la palabra. En el caso egipcio hablamos de quienes sostuvieron a Hosni Mubarak durante décadas, los mismos militares que reprimieron duramente a los revolucionarios de hace un par de años, aquellos que reciben millones de dólares norteamericano en armamento. Los mismos que ayer emitían un comunicado amenazando a “terroristas, extremistas e ignorantes”. Aquí y en Egipto, esta es la clásica mentalidad autoritaria que coloca su verdad como la verdad evidente, que sitúa al opositor discrepante como a un peligroso fuera de la ley.
La lógica aristotélica estableció tres grandes principios para el pensamiento occidental. El de identidad, el de no contradicción y finalmente el del tercio excluso. Ninguno de los tres actúa al cien por cien en política. Partiendo del de identidad (A es A), los ciudadanos no son siempre un sólido A nacional, sexual, religioso, de género o ideológico; a veces, y más si atendemos a nuestra realidad inconsciente, nos situamos en la ambigüedad de los grises —más aún si tenemos en cuenta el factor tiempo—. Esto es lo que hizo a Walt Whitman exclamar en su canto democrático aquello del “Me contradigo/ sí, me contradigo/ soy uno y contengo multitudes”. La aceptación de la pluralidad como aquello que, queramos o no, rige en la comunidad política, es lo que sustenta el principio —este sí democrático— de escuchar todas las voces de nuestra ciudad (interna y externa). Otra cuestión es hacerlas caso. Contradecirse entre amigos es lo normal (el pensamiento también es diálogo con uno mismo, basado en la amistad con uno mismo). Por eso en nuestras instituciones y partidos, conformadas por jefes y sometidos que desprecian la amistad política, comprobamos la constante persecución de la disidencia. Eso sí, necesario sería indicar que algo muy distinto de la contradicción es la traición.
Pues bien, el tercio excluso nos dice que entre dos contradicciones no hay posibilidad de alternativa: A o no A. Escojamos. De nuevo la política —y diría que la propia vida— nos muestra a cada rato que este último principio aristotélico tampoco rige. Parece que si no queremos a Morsi debemos comernos con patatas al Ejército egipcio. Pero no es así. Juan puede no ser ni guapo ni feo, sino maravilloso. Las trampas lógicas a las que estamos acostumbrados nos sitúan ante dilemas que sin embargo sí tienen salida. Hay terceros, cuartos y quintos… que deben incluirse frente a dos opciones que parecen enfrentarse en el abismo.
El ejército en este caso, es verdad, proporciona el brillo de la omnipotencia: con su fuerza parece que todo lo puede, además de manera veloz, contundente. Pero pensemos que precisamente esa omnipotencia es la mayor fuente de peligro político que tenemos desde siempre. Como un dios implacable, como una explosión nuclear, arrasa con todo. Por el contrario el tempo de la democracia además de pacífico suele ser lento, pues depende del pensamiento y del diálogo. También es lento el tiempo de las rebeliones que se quieren democráticas, aquellas que ponen el respeto a las libertades de todos —incluyendo las de aquellos contra quienes uno se rebela—  como condición irrenunciable de su acción política. Aquellas que construyen a cada paso democracia, sin guillotinas, checas ni comisariados.
Que sea difícil no quiere decir que sea imposible. O que debamos entregarnos en brazos de lo fácil, en este caso posiblemente de un nuevo opresor que nos tutele. De nuevo, renunciar a la omnipotencia no debe sumirnos en su opuesto, la impotencia.
La incierta y frágil aventura de tratar de expulsar del poder a los gobernantes que se han rebelado, ellos sí, contra la democracia, no debería así hacerse abrazando la violencia organizada de un grupo armado como el ejército ni reprimiendo “enemigos”. La alternativa tampoco es paralizarnos, o prepararnos únicamente para las siguientes elecciones. Es necesario confrontar a los votantes del PP —perdón, de Morsi— con las consecuencias de su voto. Pero no solo. Pues volvamos al principio: una democracia no son únicamente elecciones… Y menos aún lo es saltar de fraude en fraude con total impunidad. Frente a ello la opción siempre será más democracia, y tenemos derecho a reclamarlo en las calles.
Aquí y en Egipto.


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