Las alianzas tradicionales se modifican en
la región a medida que emergen nuevos actores. Este nuevo mapa estratégico que
se va configurando redefinirá el papel de Occidente, que está perdiendo
influencia
La primavera
árabe que
transformaría democráticamente Oriente Próximo ha resultado ser un periodo de
violentas incertidumbres y realineamientos geopolíticos inesperados. Los optimistas
estrategas de la promoción de la democracia no previeron que la caída de los
dictadores podría generar una fragmentación violenta de la región con ondas
expansivas.
El
colonialismo definió fronteras y Gobiernos autocráticos, muchos asentados sobre
codiciados recursos energéticos, que establecieron relaciones privilegiadas con
Occidente durante décadas aplicando políticas económicas excluyentes para la
mayorías de las sociedades. La invasión de Irak en 2003 y la operación de la
OTAN contra Muamar el Gadafi en 2011 fueron los últimos intentos de Occidente
de manejar una región crecientemente incontrolable. El impacto de esos dos
sucesos pos-imperiales generó olas de radicalización islamista que se
desplazaron hacia Siria y Somalia, desde el norte de África hacia el Sahel, y
masivos movimientos de refugiados e inmigrantes en múltiples direcciones.
En
los países que Occidente practicó el “cambio de régimen” —Irak, Libia y
Afganistán— reina la fragmentación sectaria, la corrupción y la inseguridad
para los ciudadanos, y la constante tensión entre Estados centrales débiles y
regiones que pugnan por la secesión. Entretanto, los Gobiernos no presentan
nuevas políticas para luchar contra la pobreza, la desigualdad y el inmenso
desempleo juvenil.
La
región se ve afectada por fracturas transfronterizas. En Siria luchan, por un
lado, grupos armados por Turquía, Arabia Saudí y las monarquías del Golfo (el
bando suní) contra otros apoyados por Irán y Hezbolá (bando chií) en favor y en
contra del Gobierno de Bachar el Asad de la minoría alauí (chií), armado a su
vez por Rusia e Irán. George Joffé, de la Universidad de Cambridge, subraya que
“una situación no muy diferente de la que ocurrió durante la guerra fría ha
sido recreada. Aparte de sus propios problemas, la región de Oriente Próximo y
norte de África está desempeñando otra vez el papel de delegada y zona de
ruptura entre bloques en tensión”.
La
división entre suníes y chiíes, con diferentes interpretaciones sobre la
descendencia de Mahoma desde hace casi 1.400 años, es crecientemente violenta,
algo que podría afectar a Arabia Saudí. El investigador Sverre Lodgaard dice en
su libro In the wake of the Arab Spring que “los conflictos económicos
y políticos son vistos a través de filtros religiosos y étnicos, y este
mecanismo los vuelve más fuertes”.
Libia está controlada por más de 400 grupos
armados y la región de Cirenaica demanda su autonomía. Miles de yihadistas y
grupos vinculados a Al Qaeda operan en Siria, Irak, Libia, Yemen y desde Malí
hasta Nigeria, al igual que en Somalia y Kenia. No todos los insurgentes están
unidos en una organización, ni todos los problemas tienen el mismo origen, pero
hay tendencias comunes entre la guerra de identidades en Siria e Irak, la
ruptura del control del Estado en Libia, el atentado en el centro comercial de
Nairobi, y el creciente flujo de emigrantes a través del Mediterráneo.
Estados
Unidos y Europa asisten a estos múltiples dramas varios pasos por detrás de las
circunstancias y asisten a una pérdida de influencia. Washington trata de
recuperar peso con acuerdos sobre Irán e Israel-Palestina. En Egipto, por
ejemplo, se apoyó a la democracia autoritaria de los Hermanos Musulmanes para
luego afirmar que el Gobierno militar que retomó violentamente el poder en
julio pasado “está siguiendo una hoja de ruta (hacia elecciones libres), al
menos según nuestra percepción”, en palabras elípticas del secretario de
Estado, John Kerry. El resultado es que los militares egipcios vuelven a ser
los dueños de la situación, algo coherente con su control de aproximadamente el
40% de los sectores clave de la economía. Con el apoyo económico de Arabia
Saudí y países del Golfo, los militares egipcios quieren eliminar toda huella
de los Hermanos Musulmanes. Así chantajean a Washington y Europa de la misma
forma que lo hacía Hosni Mubarak, presentándose como los estrictos opositores
al islam radical a la vez que reivindican su independencia para comprar armas a
Rusia y otros países, acabando con el monopolio y control que tenía Estados
Unidos.
Las
alianzas tradicionales que Occidente, especialmente Estados Unidos, tenía en la
región se ven afectadas, en particular con Arabia Saudí, Israel, Turquía y Egipto.
Después de casi una década de ocupación estadounidense de Irak, el Gobierno
represivo de Nuri al Maliki tiene estrechos vínculos con Irán y China. La falta
de política de Washington, en parte remediada con el reciente acuerdo con Irán,
abre espacios para Rusia y China. Moscú tiene crecientes buenas relaciones con
Teherán, Bagdad, Damasco, Riad y Hezbolá. Ankara (miembro de la OTAN) estudia
comprar armas a Pekín.
La
monarquía de Riad está furiosa con Barack Obama por negociar con el Gobierno
iraní su programa nuclear, dar pasos atrás en atacar al régimen sirio, y por
haber apoyado el Gobierno de los Hermanos Musulmanes para luego criticar
tibiamente el golpe militar egipcio. El Gobierno israelí comparte las mismas
críticas hacia la Casa Blanca.
Arabia Saudí usa su gran poder económico para
influir en la guerra siria. Los saudíes intentan crear un “ejército del islam”
que unifique a los grupos armados salafistas contra el régimen de Bachar el
Asad y debilitar a los grupos armados ligados a Al Qaeda. La estrategia de Riad
es equivocada porque los salafistas sirios tienen posiciones radicales más
cercanas a Al Qaeda y, además, se fomenta la fragmentación de la oposición.
Incluso
Israel, el aliado de EE UU más firme en la región, no responde a lo que
Washington quiere, enarbola la posibilidad de atacar las instalaciones
nucleares de Irán y continúa expandiéndose en Cisjordania. John Kerry se
esfuerza para alcanzar en 2014 un acuerdo entre Israel y la Autoridad
Palestina. Paradójicamente, Washington cree que el conflicto considerado de más
difícil solución podría ser otra carta victoriosa después del éxito con Irán.
Pero
Israel tiene divisiones y posiciones internas que no facilitarán las cosas. En
el improbable caso de que el primer ministro Benjamín Netanyahu cambiase su
posición y la Autoridad Palestina, presionada por Estados Unidos y a cambio de
fondos para su supervivencia, aceptara un acuerdo limitado, los partidos de la
ultraderecha religiosa en Israel, y la división interna entre Al Fatah y Hamás,
lo bloquearían. Un acuerdo en los mínimos no frenará los asentamientos, ni
incluirá el regreso de los refugiados y la doble capitalidad de Jerusalén.
Se
configura un mapa estratégico que puede cambiar “las alianzas, los desafíos de
seguridad, el comercio y los flujos energéticos”, dice Robin Wright,
investigadora del US Institute for Peace, en el que podrían surgir nuevos
Estados o ciudades-Estado con múltiples identidades, como Bagdad. Quizá no se
modifiquen las fronteras, pero podrían generarse rupturas y alianzas fluidas e
informales. Los kurdos de Irak y Siria podrían unirse mientras que los suníes
de esos mismos países se aliarían entre sí. Líbano y Jordania son dos eslabones
muy débiles, profundamente impactados por la presencia de decenas de miles de
refugiados sirios y la implicación de Hezbolá en Siria. Las monarquías del
Golfo, como Bahréin, presentan violentas tensiones internas entre las
comunidades suníes y chiíes. El mapa energético también cambiará, con Irán
exportando petróleo sin restricciones. Martin Chulov, corresponsal de The
Guardian en la región, dice que “el paisaje geopolítico no será el
mismo en una década”.
El
acuerdo alcanzado sobre el programa nuclear iraní, limitándolo al terreno
civil, reducirá parcialmente las inquietudes de los Estados suníes. El complejo
paso siguiente sería lograr un acuerdo entre Rusia, Estados Unidos y las
potencias locales (en particular Irán, Arabia Saudí, Turquía y Catar) con el
fin de pactar una retirada de las fuerzas delegadas en Siria, primer paso de un
proceso de paz. Los escenarios del futuro son acuerdos regionales entre Estados
inclusivos o crecientes rupturas violentas.
Mariano Aguirre es director del Norwegian Peacebuilding
Resource Centre (NOREF).