AMAIA PÉREZ OROZCO
No suena a nuevo decir que vivimos en una sociedad en la que lo único que está garantizado es el proceso de acumulación de capital. Que vivimos en una sociedad en la que los mercados capitalistas se han situado en su epicentro y, en torno a ellos, se organiza todo el resto: los tiempos vitales, los espacios, los procesos de producción...; pero llegan aún mucho más lejos, hasta colonizar nuestras expectativas vitales y nuestros proyectos políticos. Hasta nuestras reivindicaciones de derechos pivotan alrededor de esa fuerza centrípeta en que parece convertirse la lógica de acumulación. Y la noción de ciudadanía encarna estas constricciones.
Desde otro ángulo
Por eso, para liberarnos de esa fuerte influencia que nos limita y condiciona, nuestro primer movimiento estratégico pasa por mirar a la realidad desde otro ángulo. Nuestros nombres y palabras, las herramientas de análisis que utilizamos, están construidas en torno a esa realidad mercantil, todo nuestra armazón mental (y verbal) está sutil o burdamente urdida a su alrededor. Así, nos encadenamos a seguir llamando trabajo a lo que pasa en el interior de la fábrica, y no a lo que hacemos en casa o en el barrio. Y aceptamos como normal que comprar un bocata en el Pans & Company genere crecimiento económico y, por ende, supuesta riqueza colectiva. Es más, nuestra reivindicaciones a menudo se centran en pedir más dinero con que comprar más bocadillos de plástico en vez de reivindicar espacios públicos donde comértelos. Por no hablar de reivindicar centros sociales para hacer bocatas en colectivo, o que el tomate no sea transgénico, o tiempo de vida para que no se nos atraganten. Cada vez más como lo que antes eran sólo películas: gente engullendo en la calle cualquier take away sólido o líquido, mientras corre, no se sabe muy bien hacia dónde ni por qué, pero corre.
Frente a esta forma de ver, que nos sitúa en un terreno donde las personas y su bienestar no importamos, sugerimos otro ángulo de visión. Proponemos poner en el centro la sostenibilidad de la vida, los procesos de re-creación de vidas que merezcan la pena ser vividas. Y un lugar estratégico desde el que mirar son los cuidados. Cuidados. ¿Y qué es eso? Hablamos de cuidados para referirnos a la gestión y el mantenimiento cotidiano de la vida y de la salud, de los cuerpos sexuados atravesados por (des)afectos. Hablar de cuidados no es sólo preocuparnos de cómo se atiende a niños y niñas; o, cada vez más, a personas ancianas. Hablar de cuidados es escoger un punto estratégico para entender, en lo cotidiano (en lo que todo el mundo vemos y palpamos), qué cosas se priorizan en nuestra sociedad, qué calidad de vida tenemos. Los cuidados son un lugar privilegiado para visualizar el profundo conflicto entre el capital y la vida, para ver cómo opera y cómo se maneja socialmente: cómo se encarna en nuestros cuerpos, cuerpos que tienen sexo y que tienen emociones. Un lugar privilegiado para desenredar la madeja de los sistemas de jerarquización social que han determinado históricamente el reparto de posiciones en un sistema inherentemente desigual.
Esta apuesta es muy difícil, entre otros motivos, porque nos sitúa sobre una tensión básica: mirar desde fuera de los mercados capitalistas a una sociedad en la que los mercados son el centro. Comprender el proceso, pero sin dejarse arrastrar. Y, por esta misma tensión, en esta apuesta no basta con declaraciones de intenciones ni nadie tiene verdades irrefutables, sino que es necesario un arduo proceso común en el que redescubramos el mundo, tirando de los hilos de lucidez que tenemos por ahí dispersos.
Ciudadanía constreñida
Y, si ésta es la apuesta teórica, la correspondiente apuesta política pasa por un movimiento estratégico similar. Proponemos renunciar a la noción de la ciudadanía como la base desde la que exigir derechos. Y, en su lugar, reivindicar la cuidadanía, terreno aún vacilante y movedizo, con la convicción de que, en este caso, más vale inestable y quizá bueno por inventar que sólido y malo conocido.
Uno de los grandes teóricos de la ciudadanía, Alfred Marshall, ya nos lo dejó claro: la ciudadanía trata de combinar derechos de la gente con las necesidades del libre mercado. La ciudadanía sitúa en el centro una figura normativa que crea desigualdades y exclusiones entre quienes no tienen cabida en dicha norma. Por tanto, la idea de ciudadanía pretende combinar un imposible: las necesidades del proceso de acumulación de capital y las necesidades de la gente. La reivindicación de derechos de ciudadanía sólo puede darse en el margen que deja libre la imposición de la lógica de la rentabilidad capitalista. Así, los derechos sociales están sujetos a restricciones presupuestarias, frente al inalienable derecho a la propiedad privada. No es irrelevante que la moderna idea de ciudadanía naciera al calor de los hornos de la revolución industrial.
Y el protagonista de semejante esquizofrenia es el firmante del contrato social de Rousseau, el hombre libre que delega en la voluntad general, en el estado que le confiere derechos. O, desde otra óptica, el protagonista es el hombre que, según Hobbes, es un lobo para el hombre, egoísta por naturaleza, el que únicamente acepta la compañía social porque solo no puede subsistir, un frío cálculo racional le lleva poner sus derechos en manos del estado a cambio de seguridad. Multiplicidad de teorías políticas y en todas ellas subyaciendo un invisibilizado contrato sexual. Menos mal que Carole Pateman y otras hace tiempo nos abrieron los ojos. Esa sociedad con los mercados en su epicentro negaba toda responsabilidad colectiva en la sostenibilidad de la vida, y esa responsabilidad social se delegaba al ámbito de lo invisible, el hogar dulce hogar donde todo es amor y ternura, quedando el duro raciocinio para la res publica. Y es que, sin esos trabajos invisibles, sin sus protagonistas invisibilizadas, no habría podido construirse un sistema donde la vida no es un objetivo, sino un medio para la obtención de beneficios. La división sexual del trabajo ha sido pieza clave para que ese conflicto básico que subyacía a la ciudadanía no estallara, para que perdiera legitimidad social al ahogarse en los pozos domésticos. Desde ahí, la reivindicación de que lo personal es político ha sido una herramienta de lucha esencial: para reivindicar el papel de las relaciones de poder entre mujeres y hombres, para mostrar que los trabajos no remunerados eran pieza clave en el conjunto del sistema, para mostrar que esos derechos de ciudadanía construidos en torno a los mercados y al empleo no llegaban a quienes estaban fuera de los mercados y que su acceso estaba segmentado según la posición en el mercado se acercara o se alejara de esa figura normativa del hombre blanco, adulto, heterosexual, sin discapacidad y, por supuesto, occidental.
¿Habéis oído que ya no hay derecho al trabajo? ¡Vaya por dios! Las mujeres andábamos dilucidando entre si tirar por la vía de la emancipación a través del empleo o si bien seguir insistiendo en que trabajo es mucho más que empleo y que había que otorgar derechos sociales a los otros trabajos, los de fuera del mercado laboral, los que mayoritariamente hacíamos nosotras de forma invisible. Mientras seguíamos y seguimos peleando por esto, decidimos también que el aquí y ahora nos imponía el empleo como una vía inmediata para lograr mayor libertad. Y ahora resulta que ya no hay derecho al trabajo, sino derecho a buscar trabajo. Y nos habíamos formado para tener el dichoso capital humano y ahora resulta que lo que hay que tener es empleabilidad. Que la empleabilidad define tu capacidad de adaptarte a un mercado laboral flexible y que va a ser lo que te dé la esperanza de lograr derechos.
Cuidadanía en grado de tentativa
Frente a la insistencia en reconducir la ciudadanía hacia territorios más halagüeños, proponemos poner los esfuerzos en otro lado. Poner los cuidados en el centro e inventar una nueva forma de reconocernos sujetos sociales que construyen derechos sociales: la cuidadanía. Frente a la reivindicación de viejos derechos inamovibles que parecen abocados a una degradación sin freno, ¿qué tal si los revisamos, si pedimos derechos de siempre desde una nueva óptica, si inventamos otros que sustituyan a los que se quedaron caducos? Por ejemplo, reconocer que pedir pleno empleo de calidad para todos y todas es situarnos ante un triste horizonte vital. Porque el pleno empleo y sus asociados derechos nunca existió, sino que se basó siempre en la degradación ambiental, en el esquilme de otras gentes, en la invisibilidad de los trabajos femeninos. Y porque ser esclavas del salario no puede ser nuestra meta, que nuestro objetivo es acabar con la relación salarial. Y, vale, hoy pedir empleo de calidad es una reivindicación estratégica que nos sirve en la medida en que nos lleve hacia otro lado. Y que eso sólo pasará si exigimos otras cosas: tiempo, por ejemplo, tiempo de calidad, derecho a cuidar y a no cuidar, derecho a ser cuidadas y a cuidarnos. Construcción cotidiana de la cuidadanía combinada con las dosis suficientes de sentido común para dilucidar cómo y en qué se concreta eso paso a paso.
¿Y quién será el sujeto tras la construcción de la cuidadanía? Venimos de un modelo esquizofrénico: que idolatra al individuo, pero que sólo lo entiende en el seno de la “familia natural”. El cabeza de familia, el Robinson Crusoe mito de la economía de mercado, es el modelo de ciudadano racional y autónomo. Ciudadano que encarna la figura del trabajador asalariado ideal, el que parece brotar todos los días, lavado y planchado, disponible cien por cien para la empresa; sin responsabilidad de cuidar de nadie, sin necesidades propias. Este ciudadano champiñón, que no ha nacido de nadie, que nadie ha cuidado, ni a nadie cuida, que no se pone enfermo, que sólo existe cuando nace para el mercado y muere al salir de él. Este “hongo de Hobbes”, como lo llama Celia Amorós, es una ficción sostenida sobre la existencia de múltiples trabajadoras invisibles que abonan ese terreno sobre el que se produce ese brote diario. Y el hongo es quien recibe el nombre de ciudadano, y, hasta hace bien poco, se lo presuponía plantado en una maceta muy concreta: papá-ganador del pan (porque en la familia ya no es el individuo-ciudadano, la figura pública se relaja una vez en la intimidad), mamá-cuidadora (no-ciudadana, o ciudadana vía matrimonio) y prole. ¿Qué hay más natural?
La maceta es cada vez más multiforme. Ya sabemos, el lío de las peras y las manzanas y una nueva ley de matrimonio que bienvenida sea (por lo que enfada a cierta gente empeñada en aguarnos la vida y porque da soluciones a gente que las necesitaba muy mucho). Pero esta nueva reglamentación, que no deja de ser lo más cercano a la familia nuclear sin ser “la familia natural”, puede ser avance estratégico hacia la pluralidad de relaciones (¡el polinomio!), o puede ser una sutil forma de domesticarnos y volver a poner cercas al campo. Frente a retoques en la maceta, creemos en la explosión de modelos de convivencia y en la legitimidad de todos ellos. Ni más macetas ni más hongos de Hobbes. Una fértil apuesta por la interdependencia social, por crear redes de vida y convivencia, plurales y libremente elegidas. No queremos encorsetarnos (¿cuánto de natural es tu familia?) y tampoco queremos brotar para el mercado.
Tampoco queremos entrar en ese juego en el que la sociedad te da lo que tú des a la sociedad (principio de capitalización, lo llaman). Si pones X en el fondo privado de pensiones, el fondo te dará Y. Ya, pero yo es que no quería un fondo privado, yo pensaba que aún existía un sistema público. Ya, pero es que lo que yo pongo no se ve, hay que cambiar el sistema de medición, que una se pasa la vida currando y luego nada. Ya, pero yo cotizo y luego me ponen una vía de acceso distinta, porque tengo permiso de residencia y no dni. Ya, pero yo mantengo este sistema y no cotizo, porque salgo más rentable sin papeles... Ya, pero... Es que, en este juego del pon y se te dará, las sumas y restas son demasiado complicadas y las trampas aparecen por todas las esquinas. Frente a este juego retorcido, apostamos por la interdependencia. Reivindicar la interdependencia supone reconocer una realidad social, que la división entre activos e inactivos (y, sobretodo, inactivas) es falsa y peligrosa, porque es muy fácil caer en lo de la cigarra y la hormiga, en quién merece y quién, en última instancia, gorronea. Y es a la vez una propuesta ética por cambiar las reglas bajo las que se maneja hoy día esa interdependencia, reglas que inhiben la reciprocidad.
Queremos tejer una cuidadanía que sea inclusiva de todas las formas de vida, que multiplique las maneras de estar en el mundo; que valore las diferencias y que se enriquezca de ellas, saltando las barreras del miedo a lo distinto, de la comodidad de no hacer esfuerzos por adaptarse a nada ni a nadie, del triste regusto de sentirse normal frente a lo raro. Por eso, reivindicamos la riqueza de convivir con la diversidad funcional, de aprender a vivir la vida con distintos cuerpos y mentes, con variopintas maneras de funcionar. Y la riqueza y valentía de quienes se atreven a romper con un estricto y bipolar sistema sexo/género. Si naces mujer, eres mujer, si naces hombre, macho te quedas: ¡qué cortedad de miras! Qué cerrazón mental que nos impide ver que hay quienes no lo viven así. Y que sus experiencias nos abren camino a todos y todas para indagar un poco más sobre quiénes somos y, sobretodo, quiénes querríamos ser si fuéramos (aunque fuera sólo un poco) más libres. Valorar la diferencia: la diversidad funcional, la transexualidad. Pero, además de palabras, ahora mismo tenemos en ciernes dos leyes, ante las cuáles podemos preguntarnos cuánto hay de posible en esa valoración de lo distinto.
Por un lado, está la ley de identidad de género. Promesa electoral del PSOE que había caído en el ¿olvido? hasta que las recientes amenazas del colectivo TLGB de emprender serias luchas políticas la han vuelto a sacar a la palestra. Pero, ¿hasta dónde se atreverá a llegar la ley?, ¿seguirá dejando fuera del catálogo de prestaciones públicas el proceso de reasignación de sexo? Por otro lado, una ley de promoción de la autonomía personal y atención a las personas en situación de dependencia: toda una loa a lo políticamente correcto, vaya título más largo, para luego centrar todo el articulado en torno a la idea de dependencia, de sujeto pasivo que espera a recibir la ayuda externa. Y, a propósito, un pequeño ejercicio de imaginación. Imaginad: una ciudad española media, en torno a los 200.000 habitantes., con una escuela municipal de deporte adaptado (sí, eso, para gente con diversidad funcional): ¿cuánto diríais que da anualmente el ayuntamiento para que funcione? Venga, pensad... 1.200€, sí, eso, doscientas mil pesetas, al año, en total, eso es todo, c’est tout. Ahora bien, el equipo municipal de baloncesto en silla de ruedas este año despunta, parece que van a subir, hasta han fichado jugadores de fuera. Y, entonces, voila, el alcalde afirma que quizá este año sea distinto, porque, “claro, la gente te pide rentabilidad”. ¿La gente?, ¿qué gente? Y es que quizá este alcalde sea muy malo (pero malo malísimo, de los malvados de cuento), pero quizá también la gente lo seamos. Y estemos atrapadas entre esa lógica de la rentabilidad, esa incapacidad de mirar más allá de nuestro ombligo y esa imposibilidad de ver lo bueno de lo distinto. En fin. Al margen de cómo seamos la gente, lo que está claro es que lo rentable es importante, muy importante. Y está claro que, en los márgenes de la rentabilidad, muy poco hay que rascar.
Derechos... ¿de dónde?, ¿quién los decide, quién los crea, quién los da? Otra apuesta por la cuidadanía: no más derechos creados desde la superestructura, desde una maquinaria institucional ajena a nuestras decisiones y deseos. Derechos que primero se reconocen, luego se reglamentan, más tarde se articulan y, mucho después, se ejercen. Derechos que vienen de arriba, que se imponen sobre un sujeto pasivo. Tienes derecho a recibir cuidados en situación de dependencia, pero no pidas que hablemos de tu autonomía; hemos dicho dependencia. Tienes derecho a una vida digna, pero no pidas derecho a una muerte digna; hemos dicho vida. Y es que así no. Cuando se construye la ciudadanía como una cualidad de recepción pasiva, los derechos son concesiones, son dádivas que caerán o no caerán. Cuidadanía como una autogestión de los derechos que día a día inventamos y construimos. Construir derechos de cuidadanía tejiendo democracia participativa y directa. Derechos que no preexisten, sino que se articulan. Democracia en lo político y democracia en lo económico. Ni más ni menos, pero eso es poner los cuidados en el centro, ¿no?
La sostenibilidad de la vida como responsabilidad colectiva
Porque exigir derechos sociales es exigir que exista una auténtica responsabilidad social en la sostenibilidad de la vida. Y, en ese sentido, supone establecer una lucha directa, en cada pequeño territorio a conquistar, contra el capital y su lógica de acumulación. Y el ámbito de eso que se ha dado en llamar la conciliación de la vida laboral y familiar-personal (¡qué palabrejas tan engañosas!) es un buen ejemplo. Reivindicar derechos de conciliación (derechos a cuidar en condiciones dignas, y a no cuidar: un derecho a elegir) en el ámbito del mercado laboral es una lucha directa contra la falsa idea del trabajador champiñón, es un pulso a la lógica empresarial: de acuerdo, tú quieres personal disponible cuando y donde te convenga. Pero nosotras (y nosotros) queremos que adaptes tus formas de funcionamiento a las necesidades de la vida. ¡Qué pulso tan claro y tan escondido a un tiempo! Porque, si nos dejamos llevar a su terreno, si nos situamos en su lógica, entonces, sólo habrá conciliación mientras suponga rentabilidad: trabajadores más contentos rinden más; dar posibilidades de empleo a las mujeres supone un uso más eficiente de los recursos humanos, la imagen de empresa conciliadora pinta mucho hoy, contratar una sustituta no sale tan caro con las nuevas bonificaciones... Y cuando ya no es rentable, entonces no, o sí, pero si el estado lo paga.
Exigir una responsabilidad colectiva en la sostenibilidad de la vida significa cuestionar los diversos privilegios cotidianos en los que vivimos. Porque un sistema jerárquico que se sostenía en base a la invisibilidad segmentada de mucha gente no se desmonta sin que el lugar que cada quien ocupaba se tambalee. Y en el ámbito de los cuidados esto también se ve claro. Las posiciones de partida nunca han sido equitativas. La imposición a las mujeres de la obligación de cuidar ha ido pareja a que a ellos se les haya eximido de cuidar. Si ahora esto lo repartimos, hay consecuencias claras en los tiempos de vida de cada quien. Y, claro, ya sabemos que nada es tan fácil, y que también entre nosotras hay fuertes diferencias. Pero seguimos sin ser conscientes de cómo funcionan en el día a día: pedimos servicios públicos y a menudo nos desentendemos de las condiciones laborales de las curritas en esos servicios (que, por otro lado, ya rara vez son públicos...). Una apuesta por la cuidadanía pasa ineludiblemente por ser capaces de cuestionarnos el lugar de cada quién. Y a lo mejor la inmigración nos trae a las puertas de casa lo dramáticamente urgente de un vuelco social mundial. Y a lo mejor es verdad que no podemos tener tele, y coche, y dvd, y mp3 (¿o ya va por el mp4?), e ir en avión a todos los lados, y aire acondicionado, y modelitos varios... si queremos una vida de verdad sostenible, a nivel medioambiental y social. Replantearse privilegios y cambiar modos (y modelos) de vida, perder comodidades y ¿llegar a ser más felices? A peor, desde luego, difícil.
La cuidadanía en construcción como impulsora de formas diversas de habitar el mundo, tijera que rompa el cordel que nos ata a ese eje mercantil, que nos libere de la fuerza centrípeta de la lógica de acumulación y así podamos salirnos por la tangente.
Amaia Pérez Orozco
Publicado en el número especial conjunto sobre derechos sociales de El Ecologista, La Lletra A y Libre Pensamiento, 2006