Escrito: En 1997 en respuesta al Libro Negro del Comunismo de Stéphane Courtois.
Version al castellano: Alberto Nadal.
Fuente del presente texto: Transcripccion proporcionada por Reven.
Esta edición: Marxists Internet Archive, mayo de 2010.
Formidable empresa de oscurecimiento de referencias
Ya en 1995, François Furet había propuesto como lápida funeraria de un comunismo difunto su grueso volumen El Pasado de una Ilusión, ensayo sobre la idea comunista en el siglo XX. En 1997, un equipo de historiadores coordinado por Stéphane Courtois publica una obra aún más monumental, El Libro negro del comunismo. Crímenes, terror, represión. Ochocientas páginas para inventariar los crímenes del comunismo por todo el mundo y contar los cadáveres que jalonan su historia.Se trata esta vez de sacar al comunismo de su tumba para juzgarle.Por temor, quizá, de que siga recorriendo el mundo... El nazismo tuvo su Nuremberg. ¿Qué se espera para erigir un Nuremberg del comunismo?, pregunta nuestro historiador, que se nombra juez y entrega su veredicto: el comunismo, indisociable del estalinismo, se ha mostrado al menos tan criminal como el nazismo. Formidable empresa de oscurecimiento de puntos de referencia, de desorientación de las conciencias, al término de la cual el siglo no es ya más que un amontonamiento de cadáveres, la revolución de Octubre un horrible desliz y el ideal comunista una funesta monstruosidad. Para que la historia no se reduzca solo a la represión, para que la razón no ceda al furor, y no se confundan víctimas y verdugos, conviene en primer lugar volver sobre Octubre, para estudiarlo, sacar de él lecciones para el futuro. Un Octubre demasiado grande para un historiador entronizado como inquisidor.
“Pues un fenómeno semejante en la historia humana no se olvida jamás, al haber revelado en la naturaleza humana una disposición y una capacidad hacia lo mejor que político alguno hubiera podido argüir a partir del curso de las cosas acontecidas hasta entonces, lo cual únicamente puede augurar una conciliación de naturaleza y libertad en el género humano conforme a principios intrínsecos al derecho, si bien solo como un acontecimiento impreciso y azaroso por lo que atañe al tiempo.
Pero, aun cuando tampoco ahora se alcanzase con este acontecimiento la meta proyectada, aunque la revolución o la reforma de la constitución de un pueblo acabara fracasando, o si todo volviera después a su antiguo cauce después de haber durado algún tiempo (tal como profetizan actualmente los políticos), a pesar de todo ello, ese pronóstico filosófico no perdería nada de su fuerza. Pues ese acontecimiento es demasiado grandioso, se halla tan estrechamente implicado con el interés de la humanidad y su influencia sobre el mundo se ha diseminado tanto por todas partes, como para no ser rememorado por los pueblos en cualquier ocasión donde se den circunstancais propicias y no ser evocado para repetir nuevas tentativas de esa índole”.
Emmanuel Kant, El conflicto de las facultades, 1798.
“Tal es el problema a dilucidar, esta marcha de los acontecimientos es efectivamente continua o bien se trata de dos series de acontecimientos intrínsecamente ligados, pero que remiten a pesar de todo a vidas diferentes, a dos mundos políticos y morales distintos?. Si no logramos dilucidar este problema, hoy aún podemos por descuido volvernos peligrosos. Pues el pasado no meditado reanima los peores prejuicios y prohíbe a la conciencia histórica penetrar en el campo político”.
Mikhaël Guefter, "Staline est mort hier " en L'Homme et la société, 1987.
En 1798, en pleno período de reacción, Emmanuel Kant escribía a propósito de la Revolución francesa que un acontecimiento así, más allá de los fracasos y retrocesos, no se olvida. Pues, en ese desgarro del tiempo, se dejó entrever, aunque fuera de forma fugitiva, una promesa de humanidad liberada. Kant tenía razón. Nuestro problema es saber hoy si la gran promesa ligada al nombre propio de Octubre, ese estremecimiento del mundo, ese resplandor surgido de las tinieblas de la primera carnicería mundial, podrá ser él también “rememorado por los pueblos”. Es lo que está en juego no por un “deber de memoria” (noción hoy degradada), sino para un trabajo y una batalla por la memoria. El 80 aniversario de la revolución de octubre de 1917 corría el riesgo de pasar desapercibido. La publicación del Libro negro del Comunismo habrá tenido al menos el mérito de poner encima de la mesa “el asunto Octubre”, una de esas grandes querellas sobre las que no habrá jamás reconciliación. Claramente enunciado por Stéphane Courtois, director del conjunto, el objetivo de la operación es establecer una estricta continuidad, una perfecta coherencia entre comunismo y estalinismo, entre Lenín y Stalin, entre la radiación del inicio revolucionario y el crepúsculo helado del Gulag: “Estalinista y comunista, es lo mismo”, escribe en el Journal du Dimanche (9 de noviembre). Es crucial responder sin rodeos a la pregunta planteada por el gran historiador soviético Mikhaël Guefter: “Tal es el problema a dilucidar: esta marcha de los acontecimientos es efectivamente continua o bien se trata de dos series de acontecimientos intrínsecamente ligados, pero que remiten a pesar de todo a vidas diferentes, a dos mundos políticos y morales distintos?”. (“Stalin murió ayer”, en L´Homme et la société, 2-3, 1988). Pregunta decisiva, en efecto, que domina tanto la inteligibilidad del siglo que acaba como nuestros compromisos en el siglo atormentado que se anuncia: si el estalinismo no fuera, como algunos lo sostienen o lo conceden, más que una simple “desviación” o “una prolongación trágica” del proyecto comunista, habría que sacar de ello las conclusiones más radicales en cuanto al propio proyecto.
Un proceso de fin de siglo
Es por otro lado lo que intentan los promotores del Libro Negro. Sería en efecto extraño el tono de guerra fría, bastante anacrónico, de Stéphane Courtois y de ciertos artículos de prensa. Cuando el capitalismo, púdicamente rebautizado “democracia de mercado”, se proclama de buena gana como sin alternativa tras la desintegración de la Unión Soviética, vencedor absoluto del fin de siglo, esta obstinación revela en realidad un gran miedo reprimido: el temor de ver las llagas y los vicios del sistema tanto más patentes, en la medida en que ha perdido, con su doble burocrático, su mejor coartada. Es importante pues proceder a la diabolización preventiva de todo lo que podría dejar entrever un posible futuro diferente. Es en efecto en el momento en que su imitación estalinista desaparece en la debacle, cuando se acaba su confiscación burocrática, cuando el espectro del comunismo puede de nuevo volver a recorrer el mundo. ¿Cuántos antiguos celosos estalinistas, por no haber sabido distinguir estalinismo y comunismo, han dejado de ser comunistas dejando de ser estalinistas, para unirse a la causa liberal con el fervor de los conversos?. Estalinismo y comunismo no son solo distintos, sino irreductiblemente antagónicos. Y el recordatorio de esta diferencia no es el menor deber que tengamos hacia las numerosas víctimas comunistas del estalinismo.
El estalinismo no es una variante del comunismo, sino el nombre propio de la contrarrevolución burocrática. Que militantes sinceros, en la urgencia de la lucha contra el nazismo, o debatiéndose en las consecuencias de la crisis mundial de entre guerras, no hayan tomado inmediatamente conciencia, que hayan continuado ofreciendo generosamente sus existencias desgarradas, no cambia nada del asunto. Se trata claramente, por responder a la pregunta de Mikhaël Guefter, de “dos mundos políticos y morales” distintos e irreconciliables. Esta respuesta está en las antípodas de las conclusiones de Stéphane Courtois en el Libro Negro. Se defiende a veces de haber reclamado un Nuremberg del comunismo, probablemente molesto por unirse en este tema a una fórmula querida de M. Le Pen. Sin embargo, la puesta en escena del Libro Negro tiende no solo a borrar las diferencias entre nazismo y comunismo, sino a banalizar sugiriendo que la comparación estrictamente “objetiva” y contable va en ventaja del primero: 25 millones de muertos contra 100 millones, 20 años de terror contra 60. La primera banda de presentación del libro anunciaba escandalosamente 100 millones de muertos. El descuento de los autores llega a 85 millones. A M. Courtois no le va de 15 millones. Maneja los cadáveres de forma turbia.
Esta contabilidad macabra de comerciante al por mayor, mezclando países, épocas causas y campos tiene algo de cínico y de profundamente irrespetuoso de las propias víctimas. En el caso de la Unión Soviética, llega a un total de 20 millones de víctimas sin que se sepa lo que la cifra incluye exactamente. En su contribución al Libro Negro, Nicolas Werth rectifica más bien a la baja las estimaciones aproximativas corrientes. Afirma que los historiadores, sobre la base de archivos precisos, evalúan hoy en 690.000 las víctimas de las grandes purgas de 1936-1938. Es ya enorme, más allá del horror. Llega además a un número de detenidos del Gulag de alrededor de dos millones como media anual, una proporción de los cuales más importante de lo que se creía pudo ser liberada, reemplazada por nuevos recién llegados. Para alcanzar el total de 20 millones de muertos, habría por tanto que añadir a las cifras de las purgas y del Gulag, los de las dos grandes hambrunas (cinco millones en 1921-1922 y seis millones en 1932- 1933), y los de la guerra civil, que los autores del Libro Negro no pueden demostrar, y por motivos sobrados, que se trate de “crímenes del comunismo”, dicho de otra forma de un exterminio fríamente decidido. Con tales procedimientos ideológicos, no sería muy difícil escribir un Libro rojo de los crímenes del capital, sumando las víctimas de los pillajes y de los populicidios coloniales, de las guerras mundiales, del martirologio del trabajo, de las epidemias, de las hambrunas endémicas, no solo de ayer, sino de hoy. Solo en el siglo veinte, se podrían contar sin esfuerzo varios centenares de millones de víctimas.
En la segunda parte demasiado a menudo olvidada de su trilogía, Hannah Arendt veía en el imperialismo moderno la matriz del totalitarismo y en los campos de concentración coloniales en África el preludio a muchos otros campos (Hannah Arendt, Los orígenes del totalitarismo, tomo II, El imperialismo). Si se trata no ya de examinar regímenes, períodos, conflictos precisos, sino de incriminar una idea, ¿cuántos muertos se imputará, a través de los siglos, al cristianismo y a los evangelios, al liberalismo y al “laisser-faire”?. Incluso aceptando las cuentas fantásticas de M. Courtois, el capitalismo habría costado bastante más de veinte millones de muertos a Rusia en el curso de este siglo en dos guerras mundiales que el estalinismo. Los crímenes del estalinismo son suficientemente espantosos, masivos, horribles, para que haya necesidad de añadir más. A menos que se quieran deliberadamente borrar las pistas de la historia, como hemos visto que se hacía con ocasión del bicentenario de la Revolución francesa, cuando ciertos historiadores hacían a la Revolución responsable no solo del Terror o de la Vendée, sino también de los muertos del terror blanco, de los muertos en la guerra contra la intervención coaligada, ¡o incluso de las víctimas de las guerras napoleónicas!
Que sea legítimo y útil comparar nazismo y estalinismo no es nuevo –¿no hablaba Trotsky de Hitler y Stalin como de “estrellas gemelas”?. Pero comparación no es justificación, las diferencias son tan importantes como las similitudes. El régimen nazi cumplió su programa y mantuvo sus siniestras promesas. El régimen estalinista se edificó en contra del proyecto de emancipación comunista. Tuvo para instaurarse que machacar a sus militantes. ¿Cuántas disidencias, oposiciones, ilustran, entre dos guerras, este viraje trágico? ¿Suicidados Maiakovski, Joffé, Tucholsky, Benjamin y tantos otros? ¿Se puede encontrar, entre los nazis, esas crisis de conciencia ante las ruinas de un ideal traicionado y desfigurado? La Alemania de Hitler no tenía necesidad como la Rusia de Stalin de transformarse en “país de la gran mentira”: los nazis estaban orgullosos de su obra, los burócratas no podían mirarse de frente en el espejo del comunismo original.
A base de diluir la historia concreta en el tiempo y en el espacio, de despolitizarla deliberadamente, por una opción de método (Nicolas Werth reivindica francamente “la puesta en segundo plano de la historia política” para mejor seguir el hilo lineal de una historia descontextualizada de la represión), no queda más que un teatro de sombras. No se trata ya entonces de instruir el proceso de un régimen, de una época, de verdugos identificados, sino de una idea: la idea que mata. En el género, algunos periodistas se han entregado con delectación. Jacques Amalric registra con satisfacción “la realidad engendrada por una utopía mortífera” (Libération, 6 de noviembre). Philippe Cusin inventa una herencia conceptual: “Está inscrito en los genes del comunismo: es natural matar” (Le Figaro, 5 de noviembre). ¿Para cuando la eutanasia conceptual contra el gen del crimen?. Instruir el proceso no con hechos, crímenes precisos, sino con una idea, es ineluctablemente instituir una culpabilidad colectiva y un delito de intención. El tribunal de la historia según Courtois no es solo retroactivo. Se convierte en peligrosamente preventivo, cuando lamenta que el “trabajo de duelo de la idea de revolución esté aún lejos de haber sido acabado” y se indigna de que ¡“grupos abiertamente revolucionarios estén activos y se expresen con absoluta legalidad”!.
El arrepentimiento está ciertamente de moda. Que Furet o Le Roy Ladurie, Mme Kriegel o el propio M.Courtois no hayan llegado nunca al fin de su trabajo de duelo, que arrastren como un grillete su mala conciencia de estalinistas arrepentidos, que su expiación se cueza en el resentimiento, es su problema. Pero, quienes han seguido siendo comunistas sin jamás haber celebrado al padrecito de los pueblos ni salmodiado el libro rojo del gran timonel, ¿de qué quiere Vd., M. Courtois, que se arrepientan?. Sin duda se han equivocado a veces. Pero, visto como va el mundo, ciertamente no se han equivocado ni de causa ni de adversario. Para comprender las tragedias del siglo que acaba y sacar de ello lecciones útiles para el futuro, hay que ir más allá de la escena ideológica, abandonar las sombras que se agitan en ella, para hundirse en las profundidades de la historia y seguir la lógica de los conflictos políticos en los que se toma una opción entre varias posibles.
¿Revolución o golpe de estado?
Una vuelta crítica sobre la Revolución rusa, con ocasión del 80 aniversario de Octubre, plantea cantidad de cuestiones, de orden tanto histórico como programático. Lo que está en juego es enorme. Se trata ni más ni menos de nuestra capacidad en un futuro abierto al actuar revolucionario, pues todos los pasados no tienen el mismo futuro. Sin embargo, antes incluso de entrar en la masa de los nuevos documentos accesibles debido a la apertura de los archivos soviéticos (que permitirán sin ninguna duda nuevas aclaraciones y una renovación de las controversias),la discusión viene a tropezarse con el pret-a-porter ideológico dominante, cuyo dominio está bien ilustrado por el reciente homenaje necrológico consensual a François Furet. En estos tiempos de contrarreforma y de reacción, nada de extraño en que los nombres de Lenín y de Trotsky se conviertan en tan impronunciables como lo fueron los de Robespierre o de Saint-Just bajo la Restauración. Para comenzar a despejar el terreno, conviene pues retomar tres ideas bastante ampliamente extendidas hoy:
1. Aunque presentado como revolución, Octubre sería más bien el nombre emblemático de un complot o de un golpe de estado minoritario que impuso enseguida, por arriba, su concepción autoritaria de la organización social en beneficio de una nueva élite.
2. Todo el desarrollo de la revolución rusa y sus desventuras totalitarias estarían inscritas en germen, por una especie de pecado original, en la idea (o la “pasión” según Furet) revolucionaria: la historia se reduciría entonces a la genealogía y al cumplimiento de esta idea perversa, despreciando grandes convulsiones reales, acontecimientos colosales, y el resultado incierto de toda lucha.
3. En fin, la Revolución rusa habría sido condenada a la monstruosidad por haber nacido de un parto “prematuro” de la historia, de una tentativa de forzar su curso y su ritmo, cuando las “condiciones objetivas” de una superación del capitalismo no estaban reunidas: en lugar de tener la sabiduría de “autolimitar” su proyecto, los dirigentes bolcheviques habrían sido los agentes activos de este contratiempo.
Un verdadero impulso revolucionario
La Revolución rusa no es el resultado de una conspiración sino la explosión, en el contexto de la guerra, de las contradicciones acumuladas por el conservadurismo autocrático del régimen zarista. Rusia, a comienzos del siglo, es una sociedad bloqueada, un caso ejemplar de “desarrollo desigual y combinado”, un país a la vez dominante y dependiente, aliando rasgos feudales de un campo en el que la servidumbre está oficialmente abolida hace menos de medio siglo, y los rasgos de un capitalismo industrial urbano de los más concentrados. Gran potencia, está subordinada tecnológicamente y financieramente (¡el préstamo ruso de divertida memoria!). El cuaderno de quejas presentado por el pope Gapone en la revolución de 1905 es un verdadero registro de la miseria que reina en el país de los zares. Las tentativas de reformas son rápidamente bloqueadas por el conservadurismo de la oligarquía, la terquedad del déspota, y la inconsistencia de una burguesía atropellada por el naciente movimiento obrero. Las tareas de la revolución democrática corresponden así a una especie de tercer estado en el que, a diferencia de la Revolución francesa, el proletariado moderno, aunque minoritario, constituye ya el ala más dinámica.
Es en todo esto en lo que la “santa Rusia” puede representar “el eslabón débil” de la cadena imperialista. La prueba de la guerra da fuego a este polvorín. El desarrollo del proceso revolucionario, entre febrero y octubre de 1917, ilustra bien de que no se trata de una conspiración minoritaria de agitadores profesionales, sino de la asimilación acelerada de una experiencia política a escala de masas, de una metamorfosis de las conciencias, de un desplazamiento constante de las correlaciones de fuerzas. En su magistral Historia de la Revolución rusa, Trotsky analiza minuciosamente esta radicalización, de elección sindical en elección sindical, de elección municipal en elección municipal, entre los obreros, los soldados y los campesinos. Mientras que los bolcheviques no representaban más que el 13 % de los delegados al congreso de los soviets en junio, las cosas cambian rápidamente tras las jornadas de Julio y la tentativa de golpe de Kornilov: representan entre el 45% y el 60% en octubre, en el segundo congreso. Lejos de un golpe de mano logrado por sorpresa, la insurrección representa pues la culminación y el desenlace provisional de una prueba de fuerzas que ha madurado a lo largo de todo el año, durante la cual el estado de espíritu de las masas plebeyas se ha encontrado siempre a la izquierda de los partidos y de sus estados mayores, no solo de los de los socialistas revolucionarios, sino incluso los del partido bolchevique o de una parte de la dirección (incluso sobre la decisión de la insurrección).
Los historiadores convienen generalmente que la insurrección de Octubre fue el desenlace, a penas más violento que la toma de la Bastilla, de un año de descomposición del antiguo régimen. Es por lo que, comparativamente a las violencias que hemos conocido luego, fue poco costosa en vidas humanas. Esta “facilidad” relativa de la toma insurreccional del poder por los bolcheviques ilustra la impotencia de la burguesía rusa entre febrero y octubre, su incapacidad para poner en pie un estado y edificar sobre las ruinas del zarismo un proyecto de nación moderna. La alternativa no estaba ya entre la revolución y la democracia sin frases, sino entre dos soluciones autoritarias, la revolución y la dictadura militar de Kornilov o de alguno similar. Si se entiende por revolución un impulso de transformación venido de abajo, de las aspiraciones profundas del pueblo, y no el cumplimiento de algún plan grandioso imaginado por una élite esclarecida, ninguna duda de que la Revolución rusa fue una de ellas, en el pleno sentido del término, a partir de las necesidades fundamentales de la paz y de la tierra.
Basta con recordar las medidas legislativas tomadas en los primeros meses y el primer año por el nuevo régimen para comprender que significan un cambio absolutamente radical de las relaciones de propiedad y de poder, a veces más rápido de lo previsto y querido, a veces más allá incluso de lo deseable, bajo la presión de las circunstancias. Numerosos libros testimonian de esta ruptura en el orden del mundo (ver Los diez días que conmovieron el mundo, de John Reed) y de su repercusión internacional inmediata (cf. La Révolution d ´Octubre et le mouvement ouvrier européen, collectif, EDI, 1967). Marc Ferro subraya (principalmente en La Revolution de 1917, Albin Michel 1997; y Naissance et effondrement du régime communiste en Russie, Livre de Poche 1997), que no hubo en aquel momento mucha gente que lamentase la caída del régimen del zar y que llorase por el último déspota. Insiste al contrario sobre el derrocamiento del mundo tan característica de una auténtica revolución, hasta en los detalles de la vida cotidiana: en Odessa, los estudiantes dictan a los profesores un nuevo programa de Historia; en Petrogrado, trabajadores obligan a sus patronos a aprender “el nuevo derecho obrero”; en el ejército, soldados invitan al capellán castrense a su reunión “para dar un nuevo sentido a su vida”; en algunas escuelas, los niños reivindican el derecho al aprendizaje del boxeo para hacerse oír y respetar por los mayores.
La prueba de la guerra civil
Este impulso revolucionario inicial opera aún, a pesar de las desastrosas condiciones, durante la guerra civil a partir del verano de 1918. En su contribución, Nicolas Werth enumera de forma documentada todas las fuerzas con las que tuvo que enfrentarse el nuevo régimen: no solo los ejércitos blancos de Koltchak y Denikin, no solo la intervención extranjera franco-británica, sino también los levantamientos campesinos masivos contra las requisiciones y los disturbios obreros contra el racionamiento. Leyéndole casi no se ve de dónde pudo el poder revolucionario sacar la fuerza para vencer a tan potentes adversarios. Parece que fuera por el único efecto del terror minoritario y el enrolameinto en las tchekas de un lumpen proletariado dispuesto a todo. La explicación es demasiado limitada para dar cuenta de la organización, en algunos meses, del Ejército rojo y de sus victorias. Es más realista dar a la guerra civil su pleno alcance y admitir que se oponen en ella sin tregua fuerzas sociales antagónicas. Según los autores del Libro negro, la guerra civil habría sido querida por los bolcheviques y el terror puesto en pie a partir del verano de 1918 sería la matriz original de todos los crímenes cometidos después en nombre del comunismo.
La historia real, hecha de conflictos, de luchas, incertidumbres, victorias y derrotas, es irreducible a esta sombría leyenda del autodesarrollo del concepto, en la que la idea engendraría al mundo. La guerra civil no fue querida sino prevista. Es más que un matiz. Todas las revoluciones desde la Revolución francesa habían inculcado esta dolorosa lección: los movimientos de emancipación se enfrentan a la reacción conservadora; la contrarrevolución sigue a la revolución como su sombra, en 1792, cuando las tropas de Brunswick marchan sobre París, en 1848 en las masacres de junio (sobre la ferocidad burguesa de entonces, releer a Michelet, Flaubert o Renan), en la Semana sangrienta de 1871.
La regla luego no ha sido nunca desmentida, desde el pronunciamiento franquista de 1936 al golpe de estado de Sukarno (que hizo 500.000 muertos en 1965 en Indonesia) o el de Pinochet en Chile en 1973. No más que los revolucionarios franceses de 1792, los revolucionarios rusos no declararon la guerra civil. ¡No llamaron a las tropas francesas y británicas para que les derrocaran!. Desde el verano de 1918, recuerda Nicolas Werth, los ejércitos blancos estaban sólidamente establecidos en tres frentes y los bolcheviques “no controlaban ya más que un territorio reducido a la Moscovia histórica”. Las disposiciones del terror fueron tomadas en agosto-septiembre de 1918, cuando la agresión extranjera y la guerra civil comenzaron. Igualmente, en la Revolución francesa, Danton proclama el terror para canalizar el terror popular espontáneo que estalla con las masacres de septiembre ante la amenaza que hacía pesar sobre Paris el avance de las tropas coaligadas de Brunswick. Admite pues que la responsabilidad en el desencadenamiento de la guerra civil no estuvo del lado de la revolución.
Si los horrores de la guerra civil son desde entonces compartidos entre “rojos” y “blancos”, la matriz de todas los terrores del futuro residiría sin embargo en una guerra oculta, una guerra en la guerra, contra el campesinado. A fin de inscribir las víctimas de la hambruna de 1921-22 en el cuadro de los crímenes del comunismo, Nicolas Werth tiende a veces a presentarla como el resultado de una decisión de exterminio deliberada del campesinado. Los documentos sobre la represión de los pueblos, de las pequeñas ciudades son abrumadores. Pero, ¿es posible sin embargo, disociar los dos problemas, el de la guerra civil y el de la cuestión agraria?. Para enfrentarse a la agresión, el Ejército rojo tuvo que movilizar en algunos meses cuatro millones de combatientes que hubo que equipar y alimentar. En dos años, Petrogrado y Moscú perdieron más de la mitad de su población. La industria devastada no producía ya nada. En estas condiciones, para alimentar las ciudades y el ejército, ¿qué otra solución que las requisiciones?. Sin duda se puede imaginar otras formas, tener en cuenta, mirando desde la distancia del tiempo transcurrido, la lógica propia de una policía política, los peligros de arbitrariedad burocrática ejercida por tiranuelos improvisados. Pero es una discusión concreta, en términos de decisiones políticas, de alternativas imaginables ante pruebas reales y no de juicios abstractos.
A la salida de la guerra civil, no es ya la base la que empuja a la cúspide, sino la voluntad de la cúspide la que se esfuerza por arrastrar a la base. De ahí la mecánica de la sustitución: el partido sustituye al pueblo, la burocracia al partido, el hombre providencial al conjunto. En el curso de ese proceso, emerge una nueva burocracia, fruto de la herencia del antiguo régimen y de la promoción social acelerada de nuevos dirigentes. Tras el reclutamiento masivo de la “promoción Lenín” en 1924, los pocos miles de militantes de Octubre no influyen ya demasiado en los efectivos del partido en relación a los centenares de miles de nuevos bolcheviques, entre los cuales están los carreristas volando en socorro de la victoria y los elementos reciclados de la vieja administración.
La pesada herencia de la guerra civil
La guerra civil constituye una terrible experiencia fundadora. Crea una costumbre hastiada a las formas más extremas e inhumanas de una violencia que se añade a los ensañamientos de la guerra mundial. Forja una herencia de brutalidad burocrática, de la que Lenín tomará conciencia con ocasión de la crisis con los comunistas georgianos, y de la que Trotsky da cuentas en su Stalin. El “Testamento de Lenín” y el “Diario de sus secretarias” (ver Moshe Lewin, El último combate de Lenín, Minuit, 1979) dan fe, en su agonía, de esta conciencia patética del problema. Mientras que la revolución es un asunto de pueblos y multitudes, Lenín agonizante se ve reducido a sopesar los vicios y las virtudes de un puñado de dirigentes de los que casi todo parece depender en adelante. En definitiva, la guerra civil ha significado un “gran salto hacia atrás”, una “arcaización” del país en relación al nivel de desarrollo alcanzado antes de 1914. Ha dejado al país exhausto. De los cuatro millones de habitantes que tenían Petrogrado y Moscú a comienzos de la revolución, no quedaban más que 1,7 millones a fines de la guerra civil. En Petrogrado, 380.000 obreros abandonaron la producción quedando 80.000. Las ciudades devastadas se convirtieron en parásitas de la agricultura, obligando a retenciones autoritarias de aprovisionamientos. Y el Ejército rojo alcanzó un efectivo de 4 millones. “Cuando el nuevo régimen pudo al fin conducir el país hacia su objetivo declarado, escribe Moshe Lewin, el punto de partida se reveló bastante más atrasado de lo que habría sido en 1917, por no decir en 1914”.
A través de la guerra civil se forja “un socialismo atrasado” y estatalista, un nuevo estado edificado sobre ruinas: “En verdad, el estado se formaba sobre la base de un desarrollo social regresivo”. (Moshe Lewin, Russia, URSS, Russia, Londres 1995). Ahí reside la raíz esencial de la burocratización de la que ciertos dirigentes soviéticos, entre ellos Lenín, toman bastante pronto conciencia a la vez que se desesperan de no lograr contenerla. Aquí, el peso terrible de las circunstancias y la ausencia de cultura democrática acumulan sus efectos. No queda así ninguna duda de que la confusión mantenida, desde la toma del poder, entre el estado, el partido, y la clase obrera, en nombre de la extinción rápida del estado con que se contaba y de la desaparición de las contradicciones en el seno del pueblo favorece considerablemente la estatización de la sociedad y no la socialización de las funciones estatales. El aprendizaje de la democracia es un asunto largo, difícil. No va al mismo ritmo que los decretos de reforma económica, tanto menos en la medida que el país no tiene prácticamente tradiciones parlamentarias y pluralistas. Reclama tiempo, energía, también medios. La efervescencia en los comités y los soviets del año 1917 ilustra los primeros pasos de un aprendizaje así, en el curso del cual se dibuja una sociedad civil.
Ante la prueba de la guerra civil, la solución más sencilla consiste en subordinar los órganos de poder popular, consejos y soviets, a un tutor ilustrado: el partido. Prácticamente, consiste también en reemplazar el principio de la elección y del control de los responsables por su nominación a iniciativa del partido, desde 1918 en ciertos casos. Esta lógica lleva finalmente a la supresión del pluralismo político y de las libertades de opinión necesarias a la vida democrática, así como a la subordinación sistemática del derecho a la fuerza. El engranaje es tanto más temible en la medida en que la burocratización no procede solo de una manipulación desde arriba. Responde también a veces a una demanda de abajo, a una necesidad de orden y de tranquilidad nacida de los cansancios de la guerra y de la guerra civil, de las privaciones y del desgaste, que las controversias democráticas, la agitación política, la demanda constante de responsabilidad molestan. Marc Ferro ha subrayado muy pertinentemente en sus libros esta terrible dialéctica. Recuerda así que existían claramente “dos focos democrático-autoritarios en la base, centralista-autoritario en la cumbre”, al comienzo de la revolución, mientras “que ya no queda más que uno en 1939”.
Pero, para él, la cuestión está prácticamente zanjada al cabo de algunos meses, desde 1918 o 1919, con el decaimiento y el control de los comités de barrio y de fábrica (ver Marc Ferro, Les Soviets en Russie, collection Archives). Siguiendo un planteamiento análogo, el filósofo Philippe Lacoue-Labarthe es aún más explícito declarando al bolchevismo “contrarrevolucionario a partir de 1920-1921” (es decir antes de Kronstadt). (Cf. Revue Lignes n.31, mayo 1997). El asunto es de la mayor importancia. No se trata de oponer punto por punto, de forma maniquea, una leyenda dorada del “leninismo bajo Lenin” al leninismo bajo Stalin, los luminosos años veinte a los sombríos años treinta, como si nada hubiera aún comenzado a pudrirse en el país de los soviets. Por supuesto la burocratización está inmediatamente en marcha, por supuesto la actividad policial de la tcheka tiene su lógica propia, por supuesto el penal político de las islas Solovski es abierto tras el fin de la guerra civil y antes de la muerte de Lenin, por supuesto la pluralidad de partidos es suprimida, la libertad de expresión limitada, los derechos democráticos incluso en el partido son restringidos desde el X Congreso de 1921.
Pero el proceso de lo que llamamos la contrarrevolución burocrática no es un acontecimiento simple, fechable, simétrico de la insurrección de Octubre. No se hace en un día. Pasa por decisiones, enfrentamientos, acontecimientos. Los propios actores no han dejado de debatir sobre su periodización, no por gusto de precisión histórica, sino para intentar deducir de ello tareas políticas. Testigos como Rosmer, Eastman, Souvarine, Istrati, Benjamin, Zamiatine y Boulgakov (en su carta a Stalin), la poesía de Maiakowski, los tormentos de Mandelstam o de Tsetaieva, los carnets de Babel, etc, pueden contribuir a esclarecer las múltiples facetas del fenómeno, su desarrollo, su progresión. Así, cuando la desastrosa represión de Kronstadt hace tomar conciencia en la primavera de 1921 de una reorientación necesaria de la política económica, cuando la guerra civil es victoriosamente terminada, las libertades democráticas son de nuevo restringidas en lugar de ser ampliadas: el X congreso del Partido prohíbe entonces las tendencias y las fracciones. Con la visión histórica, es necesario volver sobre estas cuestiones de la democracia representativa, del pluralismo político, de la censura, de la disolución de la Asamblea constituyente, para formular teóricamente los problemas a los que se han enfrentado los pioneros del socialismo y para meditar sus lecciones.
No hay ninguna duda de que la herencia del zarismo, los cuatro años de carnicería mundial durante los cuales fueron movilizados más de quince millones de soldados rusos, las violencias y las atrocidades de la guerra civil, influyeron infinitamente más sobre el futuro del régimen revolucionario que las faltas doctrinales de sus dirigentes, por graves que fueran. Es sin embargo necesario volver, con la distancia histórica, sobre las cuestiones democráticas en la revolución, no para rehacer la historia, sino para formular teóricamente los problemas a los que se han enfrentado los pioneros del socialismo y para asimilar sus lecciones. En un artículo sobre “la Revolución y la ley” publicado por Pravda el 1 de diciembre de 1917 (¡), Anatole Lunatcharski, futuro ministro de educación, comenzaba con esta constatación: “Una sociedad no está unificada como un todo”. Se necesitó mucho tiempo y muchas tragedias para sacar todas las consecuencias de esta pequeña frase.
Porque una sociedad no está unificada como un todo, incluso tras el derrocamiento del antiguo orden, no se puede pretender socializar el estado por decretos sin correr el riesgo de estatizar la sociedad. Porque la sociedad no está unificada como un todo, los sindicatos deben permanecer independientes en relación al estado y a los partidos, los partidos independientes en relación al estado. Las contradicciones entre los intereses existentes en la sociedad deben poder ser expresados por una prensa independiente y por una pluralidad de formas de representación. Es también por ello que la autonomía de la forma y de la norma jurídica debe garantizar que el derecho no se reduce a arbitrariedad perennizada de la fuerza. La defensa del pluralismo político no es por tanto una cuestión de circunstancias, sino una condición esencial de la democracia socialista. Es la conclusión que Trotsky saca de la experiencia en La Revolución Traicionada: “En realidad las clases son heterogéneas, desgarradas por antagonismos internos, y no llegan a fines comunes más que por la lucha de las tendencias, de los agrupamientos y de los partidos”. Esto quiere decir que la voluntad colectiva no puede expresarse más que a través de un proceso electoral libre, cualesquiera que sean sus formas institucionales, combinando democracia participativa directa y democracia representativa.
Sin constituir una garantía absoluta contra la burocratización y los peligros profesionales del poder, pueden sin embargo desprenderse algunas respuestas y orientaciones de la experiencia.
- La distinción de las clases, de los partidos y del estado, debe traducirse en el reconocimiento del pluralismo político y sindical, como única forma de permitir la confrontación de programas y de opciones alternativas sobre todas las grandes cuestiones de sociedad, y no el simple intercambio de puntos de vista provenientes de las instancias locales del poder.
- Una forma de democracia que combine consejos de producción y consejos territoriales, con una expresión directa y un derecho de control, no solo de los partidos, sino de los sindicatos, asociaciones, movimientos de mujeres.
- La responsabilidad y la revocabilidad de los electos por quienes les han elegido, y no un mandato imperativo que bloquearía toda función deliberativa de las asambleas elegidas.
- La limitación de la acumulación y de la renovación de los mandatos electivos y la limitación del salario del electo a nivel del obrero/a cualificado/a o del empleado/a de los servicios públicos, a fin de restringir la personalización y la profesionalización del poder.
- La descentralización del poder y la redistribución e las competencias a nivel local, regional, o nacional más cercano a los ciudadanos, con el derecho de veto suspensivo de las instancias inferiores sobre las decisiones que les afecten directamente y posible recurso a referendums de iniciativa popular.
Una democracia de los productores libremente asociados es perfectamente compatible con el ejercicio del sufragio universal. Consejos comunales o asambleas populares territoriales pueden estar formados de representantes de las unidades de trabajo y de habitación y someter toda decisión importante al voto de las poblaciones concernidas. Experiencias recientes, la de Polonia en 1980-1981, la de Nicaragua en 1984, han puesto al orden del día la posibilidad de un sistema de dos cámaras, una elegida directamente mediante el sufragio universal, la otra representando directamente a los obreros, los campesinos, más ampliamente las diferentes formas asociativas del poder popular. Esta respuesta (que puede incluir en los estados plurinacionales una cámara de las nacionalidades) satisface teóricamente a la vez la exigencia de elecciones generales y la preocupación por la democracia popular más directa posible. permite no confundir por decreto la realidad de la sociedad y la esfera del estado, llamada a ir debilitándose a medida que se desarrolla, se extiende y se generaliza la autogestión. Estas grandes orientaciones resumen las lecciones de una historia dolorosa. No constituyen ni un arma absoluta contra los peligros profesionales del poder, ni una receta para cada situación concreta.
Se puede discutir retrospectivamente sobre las consecuencias de la disolución de la Asamblea Constituyente por los bolcheviques, la representatividad respectiva de esta Asamblea y el Congreso de los Soviets a fines de 1917, sobre saber si no hubiera sido preferible mantener duraderamente una doble forma de representación (especie de dualidad prolongada de poder). Puede preguntarse si no habría habido que organizar desde el final de la guerra civil elecciones libres, a riesgo de ver, en un contexto de destrucción y de presión internacional ver a los Blancos militarmente vencidos ganar. Esta situación particular depende de relaciones de fuerza específicas, nacionales e internacionales. Toda la experiencia histórica en cambio confirma la advertencia lanzada por Rosa Luxemburg en 1918: “Sin elecciones generales, sin una libertad de la prensa y de reunión ilimitada, sin una lucha de opinión libre, la vida se apaga en todas las instituciones públicas, vegeta, y la burocracia sigue siendo el único elemento activo” (La Revolución Rusa). La democracia más amplia es inseparablemente una cuestión de libertad y una condición de eficacia económica: solo ella puede permitir una superioridad de la planificación autogestionaria sobre los automatismos del mercado.
¿Voluntad de potencia o contrarrevolución burocrática?
La suerte de la primera revolución socialista, el triunfo del estalinismo, los crímenes de la burocracia totalitaria constituyen uno de los hechos más importantes del siglo. Para algunos, el principio del mal residiría en un mal fondo de la naturaleza humana, en una irreprimible voluntad de poder que puede manifestarse bajo diferentes máscaras, incluso la de la pretensión de hacer la felicidad de los pueblos a su pesar, de imponerles los esquemas preconcebidos de una ciudad perfecta. El objetivo polémico del Libro Negro consiste en establecer una estricta continuidad entre Lenin y Stalin, arruinando “la vieja leyenda de la revolución de Octubre traicionada por Stalin”: “Los horrores del estalinismo son consustanciales al leninismo” (Jacques Amalric); “El impulso criminal precoz corresponde a Lenín” (Eric Conan, L´Express, 6 de noviembre).
A falta de haber llevado la crítica de su propio pasado hasta un examen riguroso de la periodización de la revolución rusa, de las orientaciones que se enfrentaron a lo largo de los años veinte y treinta, algunos responsables del PCF se contentan por su parte con una autocrítica vaga y se dejan llevar a hablar de los crímenes del estalinismo como de la “prolongación trágica” del acontecimiento revolucionario (Claude Cabanes, L ´Humanité, 7 de noviembre). Si un destino implacable, portador de tales desastres, estuviera en marcha desde el primer día, ¿porqué pretenderse aún comunista?
Los años veinte: ¿“pausa” o bifurcación?
A pesar de la reacción burocrática, que comienza muy pronto a “helar la revolución”, a pesar de las penurias y del atraso cultural, el impulso revolucionario inicial se hace aún sentir a lo largo de los años veinte, en las tentativas pioneras en el frente de la transformación del modo de vida: reformas escolares y pedagógicas, legislación familiar, utopías urbanas, invención gráfica y cinematográfica. Es aún ese impulso el que permite explicar las contradicciones y las ambigüedades de la “gran transformación” operada en el dolor entre las dos guerras, donde se mezclan aún el terror burocrático y la energía de la esperanza revolucionaria. No fue la menor de las dificultades para tomar conciencia del sentido y del alcance histórico del fenómeno.
Es importante por tanto captar en la organización social, en las fuerzas que se constituyen y se oponen en ella, las raíces y los resortes profundos de lo que a veces se ha llamado “el fenómeno estalinista”. El estalinismo, en circunstancias históricas concretas, remite a una tendencia más general a la burocratización, que actúa en todas las sociedades modernas. Es alimentada fundamentalmente por el auge de la división social del trabajo (entre trabajo manual e intelectual principalmente), y por “los peligros profesionales del poder” que le son inherentes. En la Unión Soviética, esta dinámica fue tanto más fuerte y rápida en la medida en que la burocratización se produjo sobre un fondo de destrucción, de penuria, de arcaísmo cultural, en ausencia de tradiciones democráticas.
Desde el origen, la base social de la revolución era a la vez amplia y estrecha. Amplia en la medida en que reposaba en la alianza entre los obreros y los campesinos que constituían la aplastante mayoría social. Estrecha en la medida en que su componente obrera, minoritaria, fue rápidamente laminada por los desastres de la guerra y las pérdidas de la guerra civil. La brutalidad burocrática es proporcional a la fragilidad de su base social. Es constitutiva de su función parasitaria. No deja de haber una ruptura, una discontinuidad irreductible, tanto en la política interna como en la política internacional, entre el comienzo de los años veinte y los terribles años treinta. Las tendencias autoritarias comenzaron ciertamente a hacerse visibles bastante antes. Obsesionados por el “enemigo principal” (en este caso bien real) de la agresión imperialista y de la restauración capitalista, los dirigentes bolcheviques comenzaron por ignorar o subestimar “el enemigo secundario”, la burocracia que les minaba desde el interior y acabó por devorarles.
Este inédito escenario era difícil de imaginar. Se necesitó tiempo para comprenderlo, interpretarlo, para sacar las consecuencias. Si Lenin percibió sin duda la señal de alarma que significó la crisis de Kronstadt, hasta el punto de impulsar una profunda reorientación económica, no será sino bastante más tarde, en La Revolución Traicionada, cuando Trotsky llegará a fundar como principio el pluralismo político sobre la heterogeneidad del proletariado mismo, incluso tras la toma del poder. La mayor parte de los testimonios y de los documentos sobre la Unión soviética o sobre el Partido bolchevique mismo (ver el Moscú bajo Lenin de Rosmer, el Leninismo bajo Lenín de Marcel Liebman, la historia del partido bolchevique de Pierre Broué, el Stalin de Souvarine y el de Trotsky, los trabajos de E.H.Carr, de Tony cliff, de Moshe Lewin, de David Rousset) no permiten ignorar, en la estrecha combinación de ruptura y de continuidad, el gran giro de los años treinta.
La ruptura gana de lejos, atestiguada por millones y millones de muertos de hambre, de deportados, de víctimas de los procesos y de las purgas. Fue preciso el desencadenamiento de tal violencia para llegar al “congreso de los vencedores” de 1934 y a la consolidación del poder burocrático.
El gran giro
Entre el terror de la guerra civil y el gran terror de los años treinta, Nicolas Werth privilegia la continuidad. Debe para ello relativizar la significación de los años veinte, de las opciones que se presentan en ellos, los conflictos de orientación en el seno del partido, reducirlos a una simple “pausa” o “tregua” entre dos auges terroristas. Aporta sin embargo él mismo los elementos que testimonian un cambio (cuantitativo) de la escala represiva y un cambio (cualitativo) de su contenido. En 1929, el plan de “colectivización de masas” fija el objetivo de trece millones de explotaciones a colectivizar por la fuerza. La operación provoca las grandes hambrunas y las deportaciones de masas de 1932-1933: “La primavera de 1933 marcó sin duda el apogeo de un primer gran ciclo de terror que había comenzado a finales de 1929 con el lanzamiento de la deskoulakizción” (N. Werth, Libro negro, p. 199). Tras el asesinato de Kirov, comienza en 1934 el segundo gran ciclo, marcado por los grandes procesos y sobre todo por la “gran purga” (iejovschina) de 1936-1938, cuyo número de víctimas está evaluado en 690.000. La colectivización forzosa y la industrialización acelerada conllevan un desplazamiento masivo de poblaciones, una “ruralización” de las ciudades, y una masificación vertiginosa del Gulag.
A lo largo del proceso, la legislación represiva se desarrolla y se refuerza. En junio de 1929, al mismo tiempo que la colectivización de masas, es puesta en pie una reforma capital del sistema de detención: los detenidos condenados a penas de más de tres años serán en adelante transferidos a los campos de trabajo. Ante la importancia incontrolable de las migraciones interiores, una decisión de diciembre de 1932 introduce los pasaportes interiores. Algunas horas después del asesinato de Kirov (dirigente del partido en Petrogrado), Stalin redacta un decreto conocido como “ley del 1 de diciembre de 1934” legalizando los procedimientos expeditivos y proporcionando el instrumento privilegiado del gran terror. Más allá del aplastamiento de los movimientos populares urbanos y rurales, este terror burocrático liquida lo que subsiste de la herencia de Octubre. Se sabe que los procesos y las purgas produjeron enormes claros en las filas del partido y del ejército. La mayor parte de los cuadros dirigentes del período revolucionario son deportados o ejecutados.
De los 200 miembros del Comité Central del Partido Comunista ukraniano, no hubo más que tres supervivientes. En el ejército, el número de los arrestos alcanzó más de 30.000 cuadros de 178.000. Paralelamente, el aparato administrativo requerido para esta empresa represiva y para la gestión de una economía estatalizada se dispara. Según Moshe Lewin, el personal administrativo pasó entonces de 1.450.000 miembros en 1928 a 7.500.000 en 1939, el conjunto de los trabajadores de cuello blanco de 3.900.000 a 13.800.000. La burocracia no es una palabra vana. Se convierte en una fuerza social: el aparato burocrático de estado devora lo que quedaba de militante en el partido. Esta contrarrevolución hace también sentir sus efectos en todos los terrenos, tanto en el de la política económica (colectivización forzosa y desarrollo a gran escala del Gulag), de la política internacional (en China, en Alemania, en España), de la política cultural (ver el libro de Varlam Chalamov, Les années vingt que subraya el contraste entre esos años aún efervescentes y los terribles años treinta), de la vida cotidiana, con lo que Trotsky llamó el “thermidor en el hogar”, de la ideología (con la cristalización de una ortodoxia de Estado, codificación del “diamat” y redacción de una Historia oficial del partido).
Hay que llamar a las cosas por su nombre, y a una contrarrevolución una contrarrevolución, de otra forma masiva, de otra forma visible, de otra forma desgarradora que las medidas autoritarias, por inquietantes que fueran, tomadas en el fuego de la guerra civil. Nicolas Werth, por su parte, está desgarrado entre el reconocimiento de lo que hay de radicalmente nuevo en esos años treinta y su voluntad de establecer una continuidad entre la promesa revolucionaria de octubre y la reacción estalinista triunfante. Habla así de “episodio decisivo” en la puesta en pie del sistema represivo o de “último episodio del enfrentamiento comenzado en 1918-1922”. Episodio o giro decisivo, hay que elegir. Optar por la continuidad lleva a saltar por encima de los años veinte, sus controversias y sus envites, como si se tratara de un simple paréntesis. El relato lineal de la represión sala entonces de su contexto. Relega a un segundo plano difuso los conflictos alrededor de opciones cruciales, tanto en materia de política internacional (orientación durante la revolución china, actitud ante el ascenso del nazismo, oposiciones sobre la guerra de España), como en materia de política interna (oposición tanto trotskysta como bujariniana a la colectivización forzosa, ¡alternativas económicas y sociales propuestas en nombre de una otra idea del comunismo!)
Contrarrevolución y restauración
La idea de contrarrevolución turba a algunos con el pretexto de que no lleva al restablecimiento de la situación anterior. El tiempo histórico no es reversible como el de la física mecánica. La película no va hacia atrás. Tras Thermidor, Jospeh de Maistre, el ideólogo conservador durante la revolución y buen conocedor en materia de reacción, señalaba ya finamente que una contrarrevolución no es una revolución en sentido contrario, sino lo contrario de una revolución. Los dos procesos no son simétricos. Una contrarrevolución puede así producir algo nuevo e inédito. Fue el caso en la Alemania bismarckiana tras el fracaso de las revoluciones de 1848. Igualmente, Thermidor no es todavía la Restauración. El imperio constituye una larga zona gris en la que se mezclan las aspiraciones revolucionarias y la consolidación de un orden nuevo.
Es en una zona gris análoga donde se han perdido numerosos militantes comunistas sinceros, impresionados por los éxitos de la "patria del socialismo" sin conocer o medir su coste. A condición de querer saber, se sabía mucho, aunque no se supiera todo, en los años treinta sobre el terror estalinista. Estaban los testimonios de Victor Serge, de Ante Ciliga, el contraproceso presidido por John Dewey, los testimonios contra la represión de los anarquistas y del POUM en España. Pero en aquellos tiempos de lucha antifascista y de "heroismo burocratizado" (según la fórmula de Isaac Deutscher), fue a menudo difícil combatir a la vez al enemigo principal y el enemigo no tan secundario, que derrota desde el interior. Numerosos actores (Jan Valtin, Elizabeth Poretsky, Jules Fourier, Charles Tillon, los supervivientes de la Orquesta roja, y tantos otros) son testimonio de esas "existencias desgarradas".
En efecto, la Unión Soviética bajo Stalin no era la del estancamiento brejneviano. Se transformaba a toda marcha, bajo el látigo de una burocracia emprendedora. El secreto de esta energía no deja de tener relación con el de la energía napoleónica que fascinó a Chateaubriand: "Si los boletines, discursos, alocuciones y proclamas de Bonaparte se distinguen por la energía, esta energía no le pertenecía como algo suyo propio; era de su tiempo, venía de la inspiración revolucionaria que se debilitaba en Bonaparte, porque él marchaba en sentido inverso a ella". (Memorias de ultratumba, II, p. 643). No es por otra parte la única analogía llamativa entre los dos personajes: "La Revolución que había sido la nodriza de Napoleón no tardó en presentársele como una enemiga, por lo que nunca no dejó de combatirla" (ibid, p.647).
Nunca ningún país del mundo habrá conocido una metamorfosis tan brutal como la Unión Soviética de los años treinta, bajo el puño de una burocracia faraónica: entre 1926 y 1939, las ciudades van a aumentar en 30 millones de habitantes y su parte en la población global pasar del 18% al 33% de la población; solo durante el primer plan quinquenal, su tasa de crecimiento es del 44%, es decir prácticamente tanto como entre 1897 y 1926; la fuerza de trabajo asalariado aumenta más del doble (pasa de 10 a 22 millones); lo que significa la ""ruralización" masiva de las ciudades, un esfuerzo enorme de alfabetización y de educación, la imposición a marchas forzadas de una disciplina del trabajo. Esta gran transformación se acompaña de un renacimiento del nacionalismo, de un auge del carrerismo, de la aparición de un nuevo conformismo burocrático. En este gran barullo, ironiza Moshe Lewin, la sociedad estaba en un cierto sentido "sin clases" pues todas las clases se encontraban informes, en fusión (Moshe Lewin, La formación de la Unión Soviética, Gallimard 1985).
A la pregunta esencial de Mikhaël Guefter, una "marcha continua" entre Octubre y el Gulag, o "dos mundos políticos y morales distintos", el análisis de la contrarrevolución estalinista aporta una respuesta clara. La periodización de la revolución y de la contrarrevolución rusas no es una pura curiosidad histórica. Ordena posiciones, orientaciones y tareas políticas: antes, se puede hablar de error que corregir, orientaciones alternativas en un mismo proyecto; después, son fuerzas y proyectos que se oponen, opciones organizativas. No se trata de una querella de familia que permita exhibir a posteriori a las víctimas de ayer como prueba de un "pluralismo comunista" que reúne víctimas y verdugos. La periodización rigurosa permite así, por retomar la fórmula de Guefter, a la "conciencia histórica penetrar en el campo político".
¿Una revolución "prematura"?
Desde la caída de la Unión Soviética, ha recobrado vigor una tesis: aquella según la cual la revolución habría sido de entrada una aventura condenada debido a su carácter prematuro. Es la que defiende Henri Weber en una tribuna de Le Monde (14 noviembre de 1997). Esta tesis encuentra su origen muy temprano, en el discurso de los mencheviques rusos mismos y en los análisis de Kautsky, desde 1921: mucha sangre, lágrimas y ruinas, escribe entonces habrían sido ahorrados "si los bolcheviques hubieran poseído el sentido menchevique de la autolimitación a lo que es accesible, sentido en el que se revela la maestría de alguien" (Von der Demokratie zur Staatsktaverei, 1921, citado por Radek en Les Voies de la Révolution russe, EDI, p.41). La fórmula es reveladora. Kautsky polemiza contra la idea de un partido de vanguardia, pero imagina de buena gana un partido-maestro, educador y pedagogo, capaz de regular a su guisa la marcha y el ritmo de la historia.
Como si las luchas y las revoluciones no tuvieran también su propia lógica. Por querer autolimitarlas cuando se presentan, se pasa al lado del orden establecido. No se trata ya entonces de "autolimitar" los objetivos del partido, sino de limitar sin más las aspiraciones de las masas. En este sentido, los socialdemócratas, los Ebert y los Noske, asesinando a Rosa Luxemburg y aplastando los soviets de Baviera se ilustraron como los virtuosos de la "autolimitación". La toma del poder en octubre de 1917 resulta de la incapacidad, desde febrero, de los burgueses liberales y de los reformistas de aportar una respuesta a la crisis de la sociedad y del estado. A la cuestión "¿Había opción en 1917"?, la respuesta de Mikhaël Guefer parece mucho más fecunda y convincente que la tesis de "prematura":
"La cuestión es cardinal. Habiendo reflexionado mucho sobre este problema, me puedo permitir una respuesta categórica: no había opción. Lo que se hizo entonces era la única solución que se oponía a una transformación infinitamente más sangrienta, a una debacle privada de sentido. La opción se ha planteado después. Una opción que no trataba sobre el régimen social, sobre la vía histórica que tomar, sino que debía ser efectuada en el interior de esa vía. Ni variantes (el problema era más amplio), ni escaleras que subir para alcanzar la cumbre, sino una ramificación, ramificaciones". (Mikhaël Guefter, artículo citado).
Estas ramificaciones, estas bifurcaciones, no han dejado en efecto de presentarse y de suscitar respuestas diferentes y opuestas: en 1923, ante el octubre alemán, sobre la NEP y la política económica, sobre la colectivización forzada, sobre la industrialización acelerada y las formas de planificación, sobre la democracia en el país y en el partido, sobre el ascenso del fascismo, sobre la guerra de España, sobre el pacto germano-soviético. Sobre cada una de estas pruebas, propuestas, programas, se enfrentaron diferentes orientaciones, mostrando otras opciones y otros posibles desarrollos. En verdad, la tesis del carácter prematuro conduce ineluctablemente a la idea de una historia bien ordenada, reglada, como un reloj, en donde todo llega a su hora, justo a tiempo. Recae en las platitudes de un estricto determinismo histórico, tan a menudo reprochado a los marxistas, donde el estado de la infraestructura determina estrechamente la superestructura correspondiente. Elimina simplemente el hecho de que la historia no tiene la fuerza de un destino, está horadada de acontecimientos que abren un abanico de posibilidades, no todas ciertamente, sino un horizonte determinado de posibilidad.
Si leemos hoy a los autores del Libro Negro, se tiene la impresión de que los bolcheviques, una vez triunfado el golpe de mano de Octubre, se habrían aferrado a cualquier precio al poder por el poder. Es olvidar que nunca pensaron en la Revolución rusa como una aventura solitaria, sino como el primer elemento de una revolución europea y mundial. Si Lenin, se dice, bailó encima de la nieve el 73º día de la toma del poder, es porque no esperaba, inicialmente, aguantar más tiempo que la Comuna. El futuro de la revolución dependía a sus ojos de la extensión de la revolución a escala europea y en Alemania principalmente.
Las convulsiones que sacudieron, entre 1918 y 1923, Alemania, Italia, Austria, Hungría, indican una verdadera crisis europea. Los fracasos de la revolución alemana o de la guerra civil española, los desarrollos de la revolución china, la victoria del fascismo en Italia y en Alemania no estaban escritos por adelantado. Los revolucionarios rusos no son a pesar de todo responsables de las dimisiones y de las cobardías de los socialdemócratas franceses y alemanes. A partir de 1923, se hizo claro que no podían ya contar a corto plazo con una extensión de la revolución en Europa.
Una reorientación radical se imponía. Fue lo que estuvo en juego en el enfrentamiento entre las tesis del "socialismo en un solo país" y las de la "revolución permanente", que desgarró el partido a mediados de los años veinte. Sin contestar la legitimidad inicial de la revolución rusa, algunos estiman pues que se basaba en un pronóstico erróneo y en una apuesta imposible. No se trataba sin embargo de una predicción, sino de una orientación que intentaba eliminar las causas de la guerra derrocando el sistema que la había engendrado. La onda de choque a la salida de la guerra quedó bien confirmada, de 1918 a 1923. Tras el fracaso del Octubre alemán, en cambio, la situación se había duraderamente estabilizado. ¿Qué hacer entonces?. Intentar ganar tiempo sin la ilusión de poder "construir el socialismo en un solo país", que además está arruinado?. Es todo lo que está en juego de las discusiones de las luchas de los años veinte. Es toda la dimensión política de la cuestión, lo importante del asunto.
En el plano económico y social, la NEP aportó un elemento de respuesta, pero habría sido necesario para aplicarla un personal cultivado de otra forma que el formado en los métodos expeditivos del comunismo de guerra. En el plano político, hubiera sido necesario una orientación democrática, que buscara una legitimación mayoritaria por la expresión electoral de un pluralismo soviético. En el plano internacional, hubiera sido necesario una política internacionalista que no subordinara, a través de la Komintern, los diferentes partidos comunistas y su política a los intereses del estado soviético. Estas opciones fueron, al menos parcialmente planteadas. No tomaron la forma de discusiones apacibles, sino de enfrentamientos sin piedad. Los vencidos de estas luchas no estaban equivocados. Pues, si bien se realiza con entusiasmo la contabilidad macabra de las revoluciones, se evalúa más difícilmente el coste de las revoluciones abortadas o aplastadas: la no-revolución alemana de 1918-1923 y la revolución española vencida de 1937 no pueden dejar de tener relación con la victoria del nazismo y los desastres de la segunda guerra mundial.
Para establecer las responsabilidades reales, periodizar la historia alrededor de las grandes alternativas políticas, es este hilo el que hay que retomar y reexaminar. Hablar simplemente de revolución prematura remite al contrario a enunciar un juicio de tribunal histórico, en lugar de comprender la lógica interna del conflicto y de las políticas que en él se enfrentan. Pues las derrotas no son más pruebas de error que las victorias pruebas de verdad: “Si el éxito fuera reputado inocencia; si, corrompiendo hasta la posteridad, la cargara con sus cadenas; si, esclava futura, engendrada de un pasado esclavo, esta posteridad sobornada se convirtiera en la cómplice de cualquiera que hubiera triunfado, ¿dónde estaría el derecho, dónde estaría el precio de los sacrificios?. El bien y el mal no siendo ya más que relativos, toda moralidad se borraría de las acciones humanas” (Chateaubriand, Memorias de Ultratumba.)
Si no hay juicio último en historia, importa que sea trazado paso a paso, ante cada gran opción, cada gran bifurcación, la pista de otra historia posible. Es lo que preserva la inteligibilidad del pasado y permite sacar de él lecciones para el futuro. Lo que, en diez días, conmovió el mundo, no podría ser borrado. La promesa de humanidad, de universalidad, de emancipación que se apareció en el fuego efímero del acontecimiento está "demasiado mezclada a los intereses de la humanidad" para que pueda olvidarse. Depositarios y responsables de una herencia amenazada por el conformismo, tenemos la tarea de suscitar las circunstancias en las que podrá ser "rememorado".
Notas para los nombres mencionados (por orden de mención en el texto).
Maïakovski : Poeta, cantor de la revolución. Emprende una crítica de la burocracia. Desesperado, se suicida en 1930.
Adolf Joffé : Jugó durante la revolución un papel de primer plano al lado de Lenín. Representó al poder bolchevique en Berlín, y luego en Tokyo. Amigo de Trotsky, fue detenido y deportado, se suicidó en 1927, dejando una carta de adiós a Trotsky.
Kurt Tucholsky : Escritor alemán, que critica violentamente el nacionalismo y el militarismo. Sus libros son quemados por los nazis, que le privan de su nacionalidad. Refugiado en Suecia, se suicida en 1935.
Walter Benjamin : Escritor y filósofo de primera línea. Huyendo de la barbarie nazi, quiere abandonar Francia para refugiarse en los Estados Unidos, bloqueado en la frontera española, se suicida el 26 de septiembre de 1940.
Sukarno : General que toma el poder en Indonesia mediante un golpe de estado, en 1965, y emprende una eliminación sangrienta de los comunistas (varios centenares de miles de muertos). Será él mismo apartado del poder por el general Suharto, su ministro de la guerra en 1967.
Rosmer : Colaborador de la Vie ouvrière y responsable del PC. Ligado a Trotsky a partir de 1915, fue excluído del PC en 1924. Colaborará en Révolution proletarienne, luego en La Verité.
Eastman : Eminente intelectual americano. Se liga a Trotsky, en 1922 en Moscú.
Souvarine : Uno de los animadores del Comité de la III Internacional, delegado del PC en la IC. En 1924 toma posición en favor de Trotsky y es excluído del PC. Autor de una gran obra crítica sobre Stalin.
Panait Istrati : Escritor rumano. Tras un viaje a la URSS en 1929, escribe una viva crítica del régimen (Vers l ´autre flamme).
Zamiatine : novelista ruso, emigrado en 1931 con la autorización de Stalin.
Boulgakov : escritor ruso, cuya obra no será publicada en su mayor parte más que tras la muerte de Stalin.
Mandelstam : poeta ruso, detenido en 1933, deportado, exiliado, luego de nuevo deportado, muere en 1937 en un campo de tránsito.
Anna Tsétaïeva: Escritora y poeta, se suicida en 1941 tras su vuelta a la URSS.
Babel : Novelista, autor de Caballería roja; fue ejecutado en 1941. Será rehabilitado en 1954.
Joseph de Maistre : Político y escritor. Emigra en 1793. Monárquico, escribe Consideraciones sobre Francia (1796) y Sobre el Papa (1819).
Victor Serge : Militante revolucionario, miembro dela Oposición de Izquierdas. Escritor, autor de numerosos cuentos y novelas.
Ante Ciliga : Miembro del CC del PC yugoeslavo y del Komintern. Va a la URSS en 1928 y se convierte en opositor de izquierdas. Detenido, deportado a Siberia, fue expulsado en 1936. Autor del libro En el país de la mentira desconcertante.
John Dewey : Eminente pedagogo y filósofo americano. Participó en 1936 en el Comité americano para la defensa de Trotsky.