lunes, 3 de enero de 2011

Los derechos humanos: instrumentos para construir una utopía realista por Jürgen Habermas


Hace hoy 64 años finalizó la Segunda Guerra Mundial. No hay fecha más idónea para la entrega de un premio que la Fundación Brunet y la Universidad Pública de Navarra crearon para fomentar la política a favor de los derechos humanos. La fundación de las Naciones Unidas y la Declaración Universal de los Derechos Humanos del 18 de diciembre de 1948 constituyeron una respuesta a aquella guerra y a los crímenes masivos perpetrados bajo el régimen nazi. Desde la instauración de los tribunales contra los criminales de guerra de Nuremberg y de Tokio existe la posibilidad de denunciar a los Estados soberanos y a sus funcionarios. En ese contexto, la reciente orden de arresto del Tribunal Penal Internacional contra el presidente sudanés Bashir, responsable de las masacres de Darfur, es un efecto directo de aquella cesura en la historia de la humanidad que concluyó el 8 de mayo de 1945.
Los derechos humanos surgieron de la resistencia política contra la arbitrariedad, la represión y la humillación. A partir de las revoluciones constitucionales del siglo XVIII han ido incorporándose paulatinamente a todas las naciones y a todos los idiomas.
Desde entonces han sido violados pero también ratificados con mucha frecuencia. Hoy en día, nadie puede expresar uno de estos venerables artículos -por ejemplo, la frase «Nadie será sometido a torturas ni a penas o tratos crueles» (artículo 5.º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos)- sin escuchar el rumor de su eco: el grito de un sinnúmero de seres humanos torturados y ejecutados. ¿Quién puede saberlo mejor que ustedes, 70 años después de una guerra civil cuyas fosas comunes sólo se han abierto muy recientemente? No es necesario explicar a los ciudadanos de Navarra y de Pamplona, a los ciudadanos de la España democrática, el auténtico valor de los derechos humanos garantizados.
La lucha por la instauración de los derechos humanos continúa en China, África, Bosnia o Kosovo, y también en nuestros propios países. Cada una de las repatriaciones de un solicitante de asilo al que se le cerró la entrada en un aeropuerto, cada uno de los barcos repletos de fugitivos de la pobreza que naufraga en la ruta entre Libia y la isla de Lampedusa nos interpela a nosotros, los ciudadanos europeos. Desde nuestra perspectiva, la lucha por el reconocimiento de las minorías religiosas, raciales y culturales, por la protección del menor, por el trato igualitario a las parejas homosexuales y por la igualdad de condiciones laborales entre hombres y mujeres, sigue su curso; sin olvidar a las mujeres jóvenes de familias inmigrantes que tienen que liberarse de la violencia de un código de honor anclado en la tradición.
Al mismo tiempo, la retórica de los derechos humanos ha ido desgastándose cada vez más. Los derechos humanos se han convertido en palabrería hueca que brota fácilmente de nuestras bocas. Son materia de charla dominical. Incluso en una mañana de viernes como la de hoy, es difícil para cualquier orador huir de esa tentación. Semejante dificultad no es en absoluto casual, pues los derechos humanos poseen la cualidad del rostro de Jano: es decir, una doble cara moral y jurídica que nos sitúa en una inaudita tensión entre lo ideal y lo real. Solemos optar por esquivar dicha tensión provocadora bien con un idealismo sin compromiso o con un cinismo exento. Quisiera explicar brevemente esta idea.
El concepto de dignidad humana está estrechamente ligado a la alta exigencia moral de un respeto idéntico para cualquiera: para cada niño, para cada mujer y para cada hombre. Pero esta exigencia no debe limitarse a ser una demanda moral, tiene que plasmarse como realidad jurídica. El concepto de dignidad humana se expresa desde sus orígenes en forma de derechos subjetivos. El artículo 1.º de la Declaración Universal de los Derechos Humanos empieza con la frase: «Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos». Sin embargo, la expresión de derechos «innatos» no debe entenderse en sentido literal. Aunque los derechos humanos reivindican un derecho moral, en su forma jurídica están destinados a concretarse mediante la legislación y la jurisdicción democráticas, y a que las sanciones estatales los hagan valer. Esta sorprendente vinculación entre la moral y el derecho obligatorio obedece a la universalización de un concepto de dignidad que en las sociedades estamentales de la Europa medieval y en las sociedades gremiales de principios de la época moderna, se mantenía sujeto a un estatuto especial, como el código de honor de la nobleza, por ejemplo, o la ética profesional de los gremios de artesanos o la conciencia corporativa de las universidades.
En aquella época, las personas obtenían su dignidad y su autoestima mediante el reconocimiento social de un estatuto honorable que en cada caso se basaba en su propia pertenencia a colectivos específicos, respetados en un sentido particular. Si elevamos tales dignidades definidas socialmente al plano de la dignidad universal del ser humano, esta dignidad nueva y abstracta queda despojada de las cualidades peculiares de una ética de clase. Al mismo tiempo, esa dignidad, que sería común a todas las personas, también mantendría la connotación de una autoes tima que se apoya en el reconocimiento social. Como dignidad, la dignidad humana -más allá del respeto moral- requiere un estatuto civil, es decir, la pertenencia a una comunidad organizada en el tiempo y en el espacio (y no solamente la pertenencia al «reino de los fines» trascendental). El concepto de dignidad humana vincula esa moral del idéntico respeto para todos con el reconocimiento por anticipado del estatuto de ciudadanos que se respetan a sí mismos y entre sí como sujetos de unos mismos derechos judicialmente exigibles. Tal estatuto de ciudadanía precisa el marco de un Estado constitucional democrático, que no surge de manera natural, sino que debe crearse con los medios que el derecho positivo procura.
Los derechos humanos constituyen, por lo tanto, aquella parte de la moral que no sólo hay que respetar en el trato personal, sino que debe convertirse en realidad política, adoptando la robusta figura de los derechos fundamentales obligatorios. La frase «la dignidad del hombre es intocable» contiene una fuerza política explosiva porque, en combinación con la concreción de los derechos humanos en el derecho positivo, desarrolla una dinámica que cada vez abre más puertas. En las instituciones del Estado constitucional se produce una reactividad de la obligación jurídica de llevar a cabo abundantes objetivos morales. En este sentido, los derechos humanos construyen una utopía realista. Actualmente, incluso son aceptados a nivel mundial, aunque de momento sólo sobre la letra.
Por un lado, la totalidad de los 192 miembros de la ONU se declara partidaria de la Declaración Universal de los Derechos Humanos, por otro, en el Consejo de Derechos Humanos de las Naciones Unidas vuelven a tener mayoría aquellos gobiernos que, según los informes de Amnistía Internacional, están pisoteando los derechos fundamentales de sus ciudadanos. Ante paradojas de este calibre, no es sencillo para ningún político actuar de manera realista sin zafarse del impulso utópico. Esta ambivalencia no es fácilmente asumible; nos tienta a que apostemos ingenuamente por la vertiente idealista o a que nos convirtamos en unos «realistas» cínicos e impasibles.
En la política de derechos humanos de las Naciones Unidas se observan dos tendencias opuestas: por un lado, una dinámica de expansión de los derechos humanos y, por otro, el surgimiento de enormes efectos de rechazo cuando se intenta imponerlos globalmente. Con la aprobación de los pactos sobre derechos humanos, la Asamblea General de las Naciones Unidas ha impulsado, entre otras cosas, la codificación jurídico-internacional y la diferenciación del contenido de los derechos humanos. También ha avanzado la institucionalización de dichos derechos -gracias al procedimiento del recurso individual, a los informes periódicos sobre la situación de los derechos humanos en los distintos Estados y, sobre todo, a la implantación de tribunales internacionales como, por ejemplo, el Tribunal Europeo de Derechos Humanos, los diversos tribunales de crímenes de guerra y el Tribunal Penal Internacional-. El referente más espectacular es el de las intervenciones humanitarias que el Consejo de Seguridad decide en nombre de la Comunidad Internacional, incluso contra la voluntad de los gobiernos soberanos.
De hecho, estos casos son los que mejor expresan la problemática de un orden mundial que en la actualidad está sólo muy fragmentariamente institucionalizado. La política de derechos humanos se convierte en la pelota con la que compiten las grandes potencias. Conviene recordar la selectividad y tendenciosidad de las decisiones de un Consejo de Seguridad que puede ser bloqueado por el veto de un único miembro. Así mismo, me remito a la ejecución timorata e incompetente de las intervenciones aprobadas. Estas actuaciones policiales siguen desplegándose como guerras en las que los militares denominan «daños colaterales» a la muerte y la miseria de población inocente. En ninguna de sus intervenciones, las potencias involucradas han demostrado capacidad ni perseverancia para alcanzar el state building, es decir, la reconstrucción de las infraestructuras destruidas y dañadas en las regiones pacificadas.
Cuando la superpotencia desoye la prohibición de la violencia establecida en la Carta de las Naciones Unidas y se atribuye, además, el derecho de intervención; o cuando lleva a cabo una invasión violando el Derecho Internacional Humanitario y la justifica en nombre de los valores occidentales, todo Occidente pierde el capital de confianza que necesita para convencer a los demás de que el programa de los derechos humanos no sólo consiste en su abuso imperialista. Es cierto que los derechos humanos se han desarrollado en Occidente, pero reivindican un valor universal, y esto a su vez requiere una interpretación de estos derechos capaz de convencer a todas las culturas. En este discurso intercultural todavía pendiente de realizarse, Occidente no goza de una posición privilegiada. Tiene que estar dispuesto a que los demás le muestren sus propias y ciegas flaquezas.
El afianzamiento de los derechos humanos es problemático, pero no sólo en el ámbito internacional y en otras sociedades. Lo corrobora de inmediato el ejemplo del más que cuestionable trasiego sobre las garantías de seguridad y las libertades civiles que, a raíz del terrorismo internacional, nuestros gobiernos imponen a su ciudadanía. Otro ejemplo es la despiadada comercialización del conjunto de las condiciones de vida, que hace que la defensa de las libertades económicas prime sobre el resto de derechos fundamentales.
Como es sabido, las libertades liberales, que se concretan en la integridad y la libre circulación de las personas, en el libre comercio y en la libertad religiosa, sirven para proteger nuestra intimidad y vida privada frente a las injerencias estatales. Estas libertades negativas, junto con los derechos de participación democrática, es decir, el derecho al voto y a las libertades de expresión, comunicación y reunión, constituyen el conjunto de los llamados derechos fundamentales clásicos. En realidad, los ciudadanos sólo podrán acceder a estos derechos en igualdad de condiciones en la medida en que sean suficientemente independientes en su circunstancia privada y económica y en la medida en que puedan desarrollar su identidad personal en el entorno cultural deseado. Por ello, los derechos fundamentales clásicos sólo tendrán «el mismo valor» (Rawls) para todos los ciudadanos cuando éstos se complementen con los derechos sociales y culturales. Sin embargo, las demandas de una participación adecuada en el bienestar y en la cultura lindan estrechamente con el rechazo de los costes y los riesgos producidos por el sistema. Se dirigen contra la apertura de grandes diferencias sociales y contra la exclusión de grupos enteros del circuito global de la cultura y la sociedad. La política predominante de los últimos diez años, no sólo en los EE UU y Gran Bretaña sino en todo el continente europeo, e incluso a nivel mundial, es decir, la política que pretende garantizar al ciudadano una vida autodeterminada apoyándose, ante todo, en la garantía de libertades económicas, destruye el equilibrio entre las distintas categorías de derechos fundamentales. Los derechos fundamentales sólo conseguirán cumplir políticamente la promesa moral de respetar la dignidad humana de cada persona cuando interactúen equilibradamente en todas sus categorías. No en vano, los derechos fundamentales son indivisibles, al igual que la dignidad humana, que es en todas partes y para cada uno de nosotros la misma.
Traducción de Marta Rodríguez Fouz
(*) El pasado 8 de mayo se celebró en la Universidad Pública de Navarra la entrega del «Premio Internacional Jaime Brunet a la promoción de los derechos humanos 2008» al sociólogo alemán Jürgen Habermas. Dicho premio, convocado anualmente por la Fundación Brunet desde 1998, persigue promover y difundir la defensa de los derechos humanos y contribuir a la erradicación de las situaciones o tratos inhumanos o degradantes, vulneradores de los derechos inherentes a la dignidad de la persona. CUADERNOS DE ALZATE publica aquí la traducción del discurso de agradecimiento que pronunció Habermas en el acto de recogida del premio y la semblanza de su figura humana e intelectual realizada por Marta Rodríguez Fouz.
(**)Jürgen Habermas: Sociólogo y filósofo alemán.

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