sábado, 5 de marzo de 2011

“Los rostros del biopoder”


Por Luis Scipioni, Mayra Salazar, Juan Pablo Rivero Leguizamón
Pertenencia institucional: Estudiantes de la Licenciatura en Comunicación Social.
Universidad Nacional del Centro de la Provincia de Buenos Aires
Facultad de Ciencias Sociales.

El presente ensayo tiene como objetivo, partiendo desde una mirada comunicacional, arribar al análisis
comparativo de dos procesos históricos distintos, dentro del funcionamiento de los Estados modernos,
desde una perspectiva que contemple las convergencias y divergencias de ambos momentos a través del
concepto de “biopolítica” desarrollado por Michel Foucault. Por un lado, el período que derivó en la
implantación de los Estados fascistas, haciendo hincapié en el Nacionalsocialismo alemán (1933) y, por
otro lado, el Proceso de Reorganización Nacional establecido por la Junta Militar argentina (1976).
Las circunstancias históricas y políticas de cada uno de los contextos a analizar permiten referenciar las
características constituyentes y subyacentes de cada clima epocal. Ambos funcionamientos biopolíticos
expresan un disciplinamiento y una regulación de las conductas sociales que se manifiestan en un
permanente “hacer vivir” y en un indiscriminado “hacer morir”, que a su vez, exige una eternizante
implementación de estrategias de consenso para el encubrimiento de mecanismos coercitivos inmanentes
a la biopolítica.
En suma, la convergencia de un biopoder generalizado y una dictadura absoluta, retransmitido en todo
el cuerpo social, genera un Estado “absolutamente racista, absolutamente homicida y absolutamente
suicida” (Foucault, M: 1976).
Los rostros del biopoder
“Aún es fecundo el vientre del que puede salir la bestia
inmunda”
Bertolt Brecht
“La palabra tiene la capacidad de registrar todas las delicadas fases
transitorias del cambio social”
Valentin Voloshinov
I. Segunda guerra mundial: la amenaza de los fascismos y la política de los Aliados.
Siguiendo las interpretaciones del historiador inglés Eric Hobsbawm, en su obra Historia Social del
Siglo XX, el primer peligro real que vislumbró el liberalismo como fuerza ideológica hegemónica provino de
Rusia y su revolución socialista en los primeros años del siglo XX. Pero los años de la posguerra del
primer conflicto bélico mundial hirieron gravemente al nuevo orden de la Unión de Repúblicas SocialistasSoviéticas y los primeros impulsos revolucionarios se acallaron. La URRS estaba aislada y no tenía
posibilidades de extender el comunismo a otras zonas, los países capitalistas de Europa occidental se
distanciaron del Estado comunista a través de un cordón sanitario que dividía la esfera política mundial. La
amenaza concreta para las instituciones liberales durante el período 1930-1945 provenía de unos
movimientos autoritarios radicalizados de la misma derecha que fueron tomando forma en la etapa de
entreguerras al calor de un profundo odio y de una enérgica reacción tanto contra las fuerzas de la clase
obrera organizada en torno al socialismo como contra la tradición liberal heredera de la Ilustración del siglo
XVIII.
Una serie de rasgos distintivos, combinados entre sí, dieron a estos movimientos denominados
fascismos una identidad política que marcó su emergencia en el escenario mundial como una ideología
original sin precedentes en la historia de las ideas políticas. El nacionalismo fue el trasfondo específico
utilizado para marcar divergencias y convergencias; su motivación partía del resentimiento contra algunos
Estados extranjeros, de las derrotas bélicas o de no haber podido formar un imperio omnipotente, pero
también de la eficacia simbólica que significaba agitar la bandera nacional para legitimar los regímenes
autoritarios. Asimismo, la moderna democracia de masas fue la técnica que permitió, mediante la
movilización desde abajo, la imposición y extensión de los valores nacionalistas y conservadores; su
contrapartida se expresaba en una violencia irracional sobre aquellos sectores señalados como el “mal
social”. Esta combinación de consenso y coerción fue una de las características que otorgó al accionar
fascista su singularidad como movimiento político del siglo XX.
El primer movimiento fascista se desarrolló en Italia de la mano de Benito Mussolini sin captar
demasiado interés internacional. Quien realmente capitalizó toda la fuerza del fascismo y logró ampliarlo a
otros sectores del escenario mundial fue el líder del Nacionalsocialismo alemán Adolf Hitler. La prueba
más notoria del poder construido por el líder nazi y de su hegemonía al interior del fascismo, fue la fusión
efímera (marcada temporalmente por el ascenso y la caída de Hitler) de fuerzas antagónicas como el
capitalismo y el comunismo para hacerle frente a lo que entendían como el paroxismo de la irracionalidad
encarnada en los valores conservadores propios de una sociedad tradicional
[1]
contrarios al ideal de
progreso liberal.
El resentimiento por el Tratado de Versalles (1919), sus ambiciones de convertirse en una potencia
imperialista, y su enérgica aversión a los valores de las instituciones liberales decimonónicas determinaron
la opción alemana de comenzar la Segunda Guerra Mundial. Esta guerra podría definirse como una “gran
guerra civil ideológica” donde las fuerzas enfrentadas no representaron tanto una oposición de dos
sistemas de producción antagónicos sino la antítesis de dos sistemas de valores claramente definidos que
remitían a dos modelos opuestos de sociedad. Por un lado, el ideario del liberalismo decimonónico, con
su firme creencia en el Progreso y en la secularización de las instituciones y las relaciones sociales y, por
otro lado, como reacción a este imaginario heredero de la tradición Iluminista, las fuerzas fascistas con su
apología del autoritarismo y los valores conservadores propios de las sociedades tradicionales.
El accionar del régimen nazi no se sostenía simplemente en la reivindicación de los valores
tradicionales, como intento por regresar al pasado, sino además como una “forma utópica de
antimodernismo” (Soubelet, C: 2006). Sin embargo, el desarrollo de la tecnología y la industria alemana
durante la época adquirieron características propias del moderno capitalismo industrial y, por consiguiente,
se socavaron determinados lazos tradicionales, religiosos y regionales de la cultura alemana. La
imposibilidad de cumplir con aquel propósito, forzó al Estado Nacionalsocialista a volverse contra su
propia sociedad y a ejercer un tipo de violencia continua, tanto interna como externa, que requería de
cuantiosas exacciones físicas y materiales que no podían sostenerse en su implementación.
En las postrimerías de la segunda guerra mundial el mapa político internacional resultaba claramente
desfavorable para los gobiernos fascistas; por un lado, debían enfrentar su inevitable derrota bélica y, porotro lado, su ocaso político era inexorable. Este irremediable final, permitió que los aliados comenzaran a
pergeñar estratégicamente un plan conjunto para dar a conocer al resto del mundo las atrocidades
perpetradas por los líderes nazis y señalarlos, de este modo, como la encarnación del “eje del mal”.
II. Condiciones de posibilidad del Terrorismo de Estado en Argentina.
El periodo transcurrido entre las décadas de los ’60 y los ’70 en el contexto argentino no es
aprehensible en todas sus aristas si no se analiza el escenario político latinoamericano y mundial de la
época. En este orden, el mapa europeo, como tradicional vanguardia política, mostraba dos sectores
claramente distanciados; por un lado, su parte occidental se erigía debajo del parangón capitalista y, por
otro lado, la esfera oriental se posicionaba visiblemente detrás del comunismo.
La conformación política de Latinoamérica presentaba características particulares en un contexto
altamente enrevesado. Para el Estado norteamericano, la zona sudamericana constituía el apéndice
natural de su territorio, y debía, por consiguiente, estar alineada indefectiblemente a la luz de las ideas
capitalistas. La influencia comunista en estos sectores estaba prohibida por la política internacional
norteamericana. No obstante, el ideario marxista se fue abriendo espacio en los distintos ámbitos de la
realidad social de estos países. Los primeros focos revulsivos tomaron cuerpo en los países
centroamericanos y decantaron en diversas formas de acción política de las cuales la más resonante e
influyente fue la Revolución Cubana. Este hecho horadaba tajantemente la omnipotencia del modelo
capitalista, constituía una apertura ideológica en el clima situacional y tenía como efecto la movilización de
amplios sectores sociales de los países latinoamericanos.
Pero Cuba no era el único ejemplo concreto de este nuevo clima ideológico, la derrota norteamericana
en la guerra de Vietnam (1969) y el Mayo Francés (1968) fueron acontecimientos que también
amenazaron la continuidad de la hegemonía capitalista. Los nuevos movimientos sociales, haciéndose
eco de este influjo, se organizaron en el seno de distintos espacios civiles y políticos creando originales
formas de participación y acción para impulsar una transformación social y económica. El despliegue de
estas organizaciones de base hacía estéril cualquier acción concreta de los Estados capitalistas por
apagar ese impulso revolucionario. Prueba de esta situación fue el ascenso al poder de Salvador Allende
en las elecciones democráticas en Chile de 1970.
La respuesta oficial a este clima popular fue gestada desde los EEUU. Su política internacional fue
redefinida y resignificada en función de un apoyo económico y un entrenamiento logístico a las elites
militares ya consolidadas como actores políticos. Los golpes militares fueron sucesivamente
quebrantando los proyectos transformadores de las masas organizadas y desarticulando el accionar
político de estos sectores. Esta circunstancia, por ejemplo, tuvo visibilidad en el seno de la Argentina con
la creación de la Triple A (Alianza Anticomunista Argentina) en 1974 para desmovilizar y dislocar las
prácticas políticas de distintos movimientos civiles.
En este contexto, la sociedad argentina daba claras muestras de una incipiente movilización que
aglutinaba estudiantes, obreros, movimientos barriales, grupos religiosos, activistas políticos, etc. La
presión de estos sectores había forzado a las estructuras del gobierno a una situación que José Luis
Romero denomina como “de empate” (50 % de la distribución del ingreso era apropiada por la clase
capitalista y el otro 50 % por los sectores asalariados). La pujanza de la movilización de estos grupos
tomó visibilidad en el escenario político nacional en sucesos como los movimientos estudiantiles y obreros
en la ciudad de Córdoba en el año 1969, y los focos guerrilleros en Tucumán (1967-1971).
Este estado de “empate” que domino el mapa político nacional durante casi 30 años, fue resuelto
definitivamente en favor del Capital y de las fuerzas militares con la instalación del gobierno de facto de
1976. La metodología que operacionalizó el acallamiento de toda voz disidente fue el terrorismo deEstado; la violencia, tanto física como simbólica, se extendió en todas las esferas de la vida social. La
única voz fue la del Estado, lo que le confirió una potencia incontrastable; lo que permitió asegurar estas
condiciones vino de la mano de la tortura, la censura, la persecución, los presos políticos, y el asesinato y
desaparición de 30 mil personas.
Silenciada toda oposición, implantado el modelo neoliberal, las estructuras militares se volvieron
ineficaces y gravosas para el desarrollo de las fuerzas capitalistas. Esta situación coyuntural, sumado a la
derrota de la guerra de Malvinas, el lento resurgir de algunas voces civiles y la reorganización de los hasta
entonces vedados partidos políticos, determinaron la salida de los militares del poder y una dificultosa
transición hacia una democracia exigida por la inmensa mayoría de la sociedad.
III. Funcionamiento de los Estados modernos (racistas, homicidas y suicidas).
El Estado nazi, como afirma Michel Foucault, “no es otra cosa que el desarrollo paroxístico de los
nuevos mecanismos de poder instaurados a partir del siglo XVIII”. En términos de este autor, el
surgimiento del Estado capitalista moderno inaugura determinadas relaciones de biopoder que se
materializan en un trasfondo biológico expresado en el “hacer vivir” y en el “dejar morir”. A partir del siglo
XVIII, en el Estado moderno van a converger dos tipos de tecnologías de poder; por un lado, una
tecnología de adiestramiento, con técnicas disciplinarias centradas en el cuerpo que lo individualiza y
manipula con el objetivo de docilizarlos, y, por otro lado, una tecnología de seguridad, aplicada sobre la
globalidad que busca controlar la población como una suerte de homeostasis del conjunto sobre sus
peligros internos.
Hasta el surgimiento de los Estados modernos, el funcionamiento del poder en relación con la vida y la
muerte tenía una consideración enteramente diferente. En la teoría clásica, el derecho de vida y muerte
estribaba en el ejercicio de la soberanía; significaba que ambas dimensiones se extrañaban de los
fenómenos naturales, el sujeto no es más que neutralidad, sólo tiene derecho de vivir o morir de acuerdo a
la voluntad soberana. En esta coyuntura, el poder de la soberanía se ejerce asimétricamente del lado de la
muerte, es decir, se expresa en el “hacer morir” y en el “dejar vivir”.
La particularidad del Estado moderno radica en la consideración de los fenómenos económicos y
políticos en términos de masividad, ya no se toma en cuenta un sujeto individual, sino un sujeto colectivo
para obtener estados globales de equilibrio y regularidad. Con el establecimiento del nuevo Estado, la
muerte dejará de ser un espectáculo público para reducirse en el reservorio de lo privado; con el paso del
derecho de hacer morir hacia el derecho de intervenir para hacer vivir, “el poder no dominará la muerte,
sino a la mortalidad” (Foucault; M: 1976). El Estado moderno funcionará a través de un elemento nuevo
que fluctúa entre lo disciplinario y lo regulador, que se aplicará tanto al cuerpo como a la población; este
nuevo elemento se organiza alrededor de la norma, establecerá qué es lo normal y qué no lo es, qué cosa
es incorrecta y qué otra cosa es correcta, qué se debe hacer o no hacer (Foucault, M: 1980).
“La muerte del otro- en la medida en que representa mi seguridad personal- no coincide simplemente
con mi vida. La muerte del otro, la muerte de la mala raza, de la raza inferior (o del degenerado o del
inferior) es lo que hará la vida más sana y más pura” (Foucault, M:). En suma, esta es la relación propia de
todos los Estados racistas modernos. En el caso del Estado nazi, esta particularidad se lleva al extremo y
se complejiza; ningún otro Estado fue más disciplinario y regulador que el nazismo. El poder disciplinario,
de control, de regulación, atraviesa todo el cuerpo social; no sólo es el Estado el que controla los
procesos sociales y biológicos para masificar la raza aria (de procreación, de hereditariedad, de la
enfermedad y de los incidentes), sino que el poder también es ejercido desde cualquier ámbito del cuerpo
social (poder de denuncia, de identificación, de separación). Poder ejercido tanto desde arriba como
desde abajo, doble funcionamiento coercitivo fundado en un consenso generalizado que se materializabaen la más pura libertad de hacer del “distinto” un objeto exterminable.
Pero la característica fundamental del Estado nazi es la complejización de estas relaciones a partir de
no sólo buscar el exterminio de las otras razas, sino la exposición a la destrucción total de su propia raza
en el peligro de la muerte. Esta particularidad se expresa en la conjunción del mecanismo clásico del poder
soberano de “hacer morir” y el nuevo mecanismo del biopoder de “hacer vivir”; por tanto, “se puede decir
que el Estado nazi hizo absolutamente coextensivos el campo de una vida que él organiza, protege,
garantiza, cultiva biológicamente, y el derecho soberano de matar a cualquiera. Cualquiera quiere decir: no
sólo los otros, sino también los propios ciudadanos” (Foucault, M: 1976). En suma, la convergencia de un
biopoder generalizado y una dictadura absoluta, retransmitido en todo el cuerpo social, genera un Estado
“absolutamente racista, absolutamente homicida y absolutamente suicida” (Foucault, M: 1976).
Estas características propias del nazismo, en el marco del funcionamiento de los Estados modernos,
son resignificadas en la segunda mitad del siglo XX en el contexto del Terrorismo de Estado de 1976 en
Argentina. Si bien existen diferencias en el acceso al poder (en el régimen nazi fue a través de la elección
democrática y en el caso argentino fue un golpe de Estado), el eje vertebrador del ejercicio del poder tiene
un funcionamiento asimilable.
El funcionamiento del gobierno militar argentino se sustenta en los mismos mecanismos y relaciones
que el Estado nazi, se realiza la misma concomitancia de dos tipos distintos de poder, por un lado, un
poder soberano absoluto que se expresa en el “hacer morir”, y, por otro lado, un biopoder que se funda en
el “hacer vivir”. En términos generales, tanto el nazismo como el Terrorismo de Estado argentino, en tanto
características propias de los Estados modernos, poseen un trasfondo biológico e ideológico.
Ambos regímenes expresan estas particularidades subyacentes de modos distintos. En el caso del
nazismo, la visibilidad de la manipulación biológica obtura toda posibilidad de situar en su justo término la
cuestión ideológica que atraviesa toda la estructura del Nacionalsocialismo. Los métodos eugenésicos, el
exterminio de la “mala raza”, la espectacularidad de la muerte, la relación productividad-biología (los
campos de concentración nazis a su vez funcionaban como espacios de producción industrial bélica sobre
la base de mantener con vida solamente a aquellos sujetos productivamente necesarios, tanto niños como
ancianos resultaban improductivos), acentúan de tal modo la cuestión biológica que cercena toda
comprensión cabal de los aspectos ideológicos. La ejecución de los dispositivos biológicos de poder se
instituyó como la puesta en escena de la dimensión ideológica que sostenía política y culturalmente los
valores propios del nazismo, que gravitaron en la exaltación de principios nacionalistas, tradicionalistas y
conservadores. La interpelación a la sociedad civil a través de estos valores constituyó la consolidación
del consenso necesario para la aplicación ilimitada de las técnicas biopolíticas.
Estas particularidades de funcionamiento del régimen Nacionalsocialista toman una configuración
inversa en el contexto del “Proceso de Reorganización Nacional”. En el marco de la polarización maniquea
“capitalismo-comunismo”, representada por la “guerra fría”, la metodología implementada como política de
Estado fue el ocultamiento de todo el aparato biopolítico con el objetivo de sobreacentuar el nivel
ideológico para crear una nueva mentalidad colectiva. La construcción del concepto de “Ser Nacional”
(como rescate y exaltación de valores tradicionales como la familia, la patria y la Iglesia), la censura, el
señalamiento de lo peligroso encarnado en los “subversivos apátridas”, eclipsaban la instrumentación de
las técnicas del biopoder. El secuestro, la desaparición, la tortura clandestina, el asesinato y el
ocultamiento del cadáver, fueron los medios utilizados para silenciar toda voz disidente con el propósito
de generar un marco para la construcción de consenso en la sociedad civil.
En términos de biopolítica, el significado del “hacer vivir” y del “hacer morir” se mantiene con la misma
lógica en ambos escenarios políticos. Las diferencias manifiestas no se expresan en el campo semántico
sino en el orden de los significantes. La esencia del nazismo tenía como fin la “reproducción biológica” de
la raza aria y el aniquilamiento del judío como estereotipo de lo que “no debía ser”, en cambio, lanaturaleza del Terrorismo de Estado se materializaba en la “reproducción ideológica” del Ser Nacional y el
exterminio del comunista como generalización de lo que “no se debía hacer”. En la continuidad del campo
semántico, tanto el Nacionalsocialismo como la Junta Militar, requerían de la identificación de “un
enemigo” del cual delimitarse para construir su identidad política.
IV. El trasfondo comunicacional en las estrategias de consenso.
Como un experto del campo de la comunicación, Adolf Hitler afirmaba: “La propaganda aventajará con
su impetuoso avance, de muy de lejos a la organización, a fin de conquistar el material humano
indispensable para esta última. Siempre he sido enemigo de la organización precipitada y pedante, que
produce inerte y mecánicos resultados. Por esta razón, lo mejor es dejar que una idea se difunda desde un
centro y por medio de la propaganda durante un espacio de tiempo dado, y luego explorar
cuidadosamente en busca de dirigentes entre los seres humanos que acudieron a la cita”.
El bombardeo propagandístico de la Primera Guerra Mundial había provocado unos efectos de
persuasión y movilización hasta entonces insospechados en la población beligerante y civil. Hitler advirtió
por esos años que en la movilización, radicalización y difusión masiva de valores estaba la clave para
asegurar el éxito y la legitimidad de la implantación de un nuevo modelo de sociedad. En este sentido, uno
de los bastiones más importantes que encontró el líder del Nacionalsocialismo para conseguir la
aceptación de la sociedad civil estuvo relacionado con la utilización de distintos dispositivos de
comunicación de masas.
La utilización de la propaganda política por parte del nazismo situó el énfasis en los valores
tradicionales propios de la sociedad alemana y, a su vez, en la divulgación de consignas movilizadoras
para la creación de un consenso que permitiera edificar una nueva sociedad. Era común encontrar en las
calles alemanas slogans de tipo: “Niños, ¿qué saben ustedes del líder?”, o “Todas las fuerzas atentas,
guerra total, guerra inminente”, constituyendo una interpelación ideológica mediante la identificación del
enemigo en términos de monstruosidad y la exaltación de los héroes patrióticos arios como
representación del ideal germánico.
De acuerdo a lo investigado por Cecilia Soubelet, la intención del Nacionalsocialismo no residía en la
construcción de nuevos valores y creencias, sino en la resignificación de aquellos valores socavados
durante el primer conflicto bélico mundial. La autora puntualiza que para el análisis de esta metodología
política hay que remitirse al término Völk (pueblo); este concepto surgió en Alemania entre finales del siglo
XVIII y principios del siglo XIX. “No remite simplemente a una mera significación superficial, sino que en su
plano más abstracto connota un sistema de valores y un ideal inmutable de lo que significa ser pueblo. El
término Völk remitía a la existencia de “un alma” del pueblo. Los alemanes estaban unidos por su
ascendencia, su cultura y su lengua. La tarea era recobrar y liberar esa alma del Völk, perdido con los
valores antiguos” (Soubelet, C: 2006).
La esencia del Völk, como sistema cultural, se distinguía de los valores democráticos occidentales
surgidos tras el capitalismo. El atributo fundamental de la cultura alemana tradicional descansaba en una
“misión a beneficio de la humanidad” (Soubelet, C: 2006); la “naturaleza” alemana perseguía principios
visceralmente apartados de los conceptos de individualidad y raciocinio de la cultura capitalista occidental,
donde el individuo se hallaba subsumido a la Nación. Asimismo, este concepto estaba íntimamente
relacionado con una ideología de superioridad racial del pueblo alemán; la justificación teórica de esta
concepción se anclaba en los postulados del darwinismo social, es decir, en la valoración positiva y la
exaltación de ciertos rasgos biológicos que funcionaban como la ratificación de una autoproclamada
supremacía cultural y política. Se afirmaba y divulgaba la existencia de una raza aria omnipotente, superior
al resto, desde una lógica darwiniana que veía en el contexto de desarrollo del hombre un medio hostil enque la lucha por la supervivencia se tornaba feroz y sólo triunfaba el más apto.
La apelación constante por parte del Nacionalsocialismo a la construcción de un liderazgo ecuménico
de la raza aria tenía por objetivo dar a las masas una conciencia de nación cuya cohesión básica residía
en la etnicidad. La lectura hitleriana del socialismo no atendía a la concepción marxista tradicional de la
revolución social encarnada en la clase obrera, sino que revindicaba la condición étnica como sujeto de
cambio. En Mi lucha, Hitler caracterizaba el trasfondo socialista del nazismo en el propósito de “la
nacionalización de las masas” o en la intención de “arrancar a los obreros alemanes del engaño
internacional”; “ser “social” era gozar de una conciencia de “sentimiento” y “destino” en la comunidad
nacional” (Soubelet, C: 2006).
Lo primero que se debió hacer para el alcance de estos objetivos fue un preciso trabajo sociosemiótico
a los efectos de quitarle al lexema “propaganda” la connotación peyorativa que había adquirido tras el
primer conflicto bélico mundial a raíz de las mentiras sistemáticas difundidas sobre los avances y
resultados de la guerra. Por lo tanto, hubo que inocular un sentido positivo del término a la población
alemana. Ilustrativas de esta situación son las demagógicas declaraciones de Erwin Schoeckel
responsable y exegeta de las campañas gráficas del Tercer Reich, quien llega a insinuar que Alemania
perdió la guerra a causa de la mediocridad de unos carteles que no lograron motivar a su pueblo al
esfuerzo supremo necesario para ganar el enfrentamiento.
Durante 1914 y 1918 las piezas comunicacionales elaboradas por el gobierno alemán carecían del
elemento emotivo saturador de la propaganda aliada. En este contexto, Hitler vislumbró en la propaganda
planificada cuidadosamente una feroz fuerza movilizadora en el sentido pavloviano estímulo-respuesta
inmanente a la psicología conductista; esta metodología de acción del régimen posee su correlato teórico
en las premisas de la primera etapa de la Mass Comunication Research y, en términos sociológicos, se
traduce en un modelo comunicativo lineal estructurado en torno a la preponderancia del emisor y la
consecuente pasividad del receptor. La implementación de la llamada Teoría de la Aguja Hipodérmica se
basaba en la convicción de que era posible manipular determinadas conductas sociales. La inoculación de
sentidos en el seno de la sociedad se concretaba en la exposición pasiva a los mensajes emitidos por los
medios masivos de comunicación. La función y pertinencia política de la propaganda, sus técnicas y
fundamentos, fueron compendiadas en el Mein Kampf, un verdadero tratado que sirvió de guía al
Ministerio de Propaganda, a cargo de Joseph Goebbels.
La importancia de los métodos propagandísticos para la construcción de un partido con liderazgo
fuerte, y para la sumisión y obediencia esperadas de las masas, quedó claramente expuesta en las
palabras que Hitler pronunció en el Congreso de Nüremberg de 1936: “la propaganda nos ha llevado hasta
el poder, nos ha permitido desde entonces conservar el poder, también la propaganda nos concederá la
posibilidad de conquistar el mundo”.
Todo el proceso propagandístico respondió a una superestructura omnipotente y omnipresente que
tenía por objeto un férreo adoctrinamiento psicológico de las masas basado en la acentuación y
radicalización de sentimientos preexistentes que se anclaban en la culpabilidad e inferioridad por la derrota
en la primera guerra mundial y en las condiciones políticas objetivas vinculadas fundamentalmente a una
tradición democrática débil (experiencia de Weimar). La concentración emotiva de los mensajes, a partir
de estos factores, generaba un efecto de sugestión y aceptación espontánea de las consignas del régimen
nazi. La industria cinematográfica, por ejemplo, fue un soporte explotado al máximo por Goebbels para
exaltar mediante los films patrióticos los valores nacionalistas representando una visión romántica de la
guerra, que ensalzaba el heroísmo y proclamaba la superioridad del pueblo alemán (Croci, P; Kogan, M:
2003). Este despliegue simbólico perseguía la construcción de un consenso en la sociedad civil alemana
que permitiese la implementación de mecanismos coercitivos con vistas a la reproducción y el liderazgo
mundial de los valores y creencias de la raza aria.A diferencia del régimen nazi, que legitimó su ascenso al poder a través de una profusa utilización de la
propaganda popular y emotiva, la generación de consenso en la sociedad Argentina de 1976 tomó formas
nuevamente inversas. La Junta Militar impuso un orden mediante la coerción directa y la férrea censura,
control y manipulación de los medios masivos de comunicación. Esta situación quedaba expuesta en el
comunicado Nº 19, emitido por la Junta de Comandantes en Cadena Nacional y todos los medios de
comunicación: “Se comunica a la población que la Junta de Comandantes Generales ha resuelto que sea
reprimido con la pena de reclusión por tiempo indeterminado el que por cualquier medio difundiera,
divulgare o propagara comunicados o imágenes provenientes o atribuidos a asociaciones ilícitas o
personas o grupos notoriamente dedicados a actividades subversivas o de terrorismo. Será reprimido con
reclusión de hasta 10 años el que por cualquier medio difundiera, divulgare o propagara noticias,
comunicados o imágenes con el propósito de perturbar, perjudicar o desprestigiar la actividad de las
Fuerzas Armadas de seguridad o policiales”.
El contexto sociopolítico, de movilización y organización social, en que la cúpula militar pergeña su
escalada al poder le impedía legitimarse por medio de valores conservadores, retrógrados y capitalistas.
Este clima epocal determinó la acción golpista de los militares y la utilización de métodos coercitivos.
Asimismo, el funcionamiento y consolidación del régimen dependía también de la posibilidad de lograr un
grado de adhesión por parte de la sociedad civil; de este modo, la Junta Militar buscó los intersticios para
generar ese consenso. En lugar de la construcción del consenso para el ejercicio de la coerción, como en
el estado nazi, el gobierno militar conjugó este binomio de un modo inverso. Los intentos legitimadores del
gobierno de facto tuvieron aceptación en el orden social sólo una vez que se acallaron las voces
disidentes a través de los mecanismos coercitivos.
Observando los mensajes emitidos por los medios masivos de comunicación, se identifica un primer
período que coincide con los años más duros de la represión (1976-1978), durante el cual el discurso
oficial se construyó en términos de negatividad: se interpelaba a la sociedad a partir de imperativos
categóricos que definían todo aquello que no se debía hacer, decir o ser. Durante estos dos primeros
años, el “ser nacional” era una entelequia recurrente en la publicidad oficial, representando como clara
antítesis la figura del guerrillero o subversivo. En 1977, un spot publicitario presentaba un mapa de la
Argentina con aspecto de “bife angosto” al cual se le iban sacando partes a modo de mordeduras,
aludiendo a que la guerrilla trató de devorarnos. Remataba con el slogan “unámonos, y no seremos
bocado de la subversión”, que también se utilizo en avisos gráficos (Morales, R: 2006). Otros de los
slogans publicitarios de mayor circulación en esta primer etapa fue “Achicar el Estado es agrandar la
Nación”. Asimismo fueron utilizados en prensa como una eficaz herramienta comunicacional los llamados
“publinotas” o “infoavisos”, mensajes publicitarios disfrazados de información periodística difundidos a
través de semanarios como la revista “Para ti”. En julio de 1977, uno de sus artículos enseñaba a los
padres con hijos en edad escolar como reconocer la infiltración marxista en las escuelas: “Lo primero que
se puede detectar es la utilización de un determinado vocabulario que aunque no parezca muy
trascendente tiene mucha importancia para realizar ese “trasbordo ideológico” que nos preocupa.
Aparecerán frecuentemente los vocablos: diálogo, burguesía, proletariado, América Latina, explotación,
cambio de estructuras, compromiso, etc. otro sistema sutil es que los alumnos comenten en clase recortes
políticos, sociales o religiosos que nada tienen que ver con la escuela (…). “El artículo terminaba con un
consejo a los padres: “Deben vigilar, participar y presentar las quejas que estimen convenientes” (Ferreira,
F: 2000).
A partir de 1978, se vislumbra un punto de inflexión con la organización del Mundial de Fútbol. Una vez
alcanzado un alto grado de disciplinamiento social, el discurso oficial tiende a estructurarse en términos
positivos; de este modo, los mensajes emitidos, así como también la presentación y representación de
acontecimientos puntuales como la llegada de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (1979) ola Guerra de Malvinas (1982), denotan la intención de legitimar al gobierno ya no identificando los
“defectos” del “mal social” sino afirmando y exaltando las “virtudes” de la sociedad argentina. Un ejemplo
de esto es el slogan montado en torno a la visita de la Comisión Interamericana que aseguraba que “Los
argentinos somos derechos y humanos”, respondiendo a la acusación que pesaba sobre el gobierno
nacional por la violación de los derechos de lesa humanidad.
Desde una mirada comunicacional, la generación de estas condiciones propicias para la aceptación de
los valores del “ser nacional” estuvieron marcadas por la inoculación del miedo para que el Terrorismo de
Estado penetrara en todos los ámbitos del orden social. De manera paralela al funcionamiento de los
instrumentos coercitivos, cohabitaba la planificación de una “política del miedo” que se ejercía como una
violencia simbólica que paralizaba a aquellos sectores sociales no cooptados. Sobre esta base, los
métodos propagandísticos tuvieron efectos similares a los de la Alemania nazi, es decir, la recepción
acrítica de los mensajes y la consecuente conducta social en los términos planificados por la Junta Militar.
En suma, el uso planificado de la propaganda política por parte de ambos Estados modernos estuvo
vinculado a la necesidad de un adoctrinamiento social. Los nazis perseguían el objetivo de exhortar y
reforzar, mediante la propaganda emotiva, aquellos valores tradicionales étnicos compartidos por todo el
orden social; en cambio, los militares argentinos buscaban recuperar y revalorar, a través de una “política
del miedo”, determinadas representaciones conservadoras que no estaban consolidadas socialmente y
que debían ser impuestas a los fines de generar los intersticios necesarios para la legitimación social. Sin
embargo, existe un punto evidente de continuidad semántica en ambos Estados en relación a la apología
de los valores occidentales clásicos; en un texto del almirante Isaac Rojas aparece una muletilla muy
acudida por entonces, “la defensa de la civilización occidental y cristiana”, casi una réplica del
paradigmático slogan “por la defensa de la civilización cristiana” creado por Joseph Goebbels durante el
nazismo.
V. Conclusiones (Continuidades semánticas y rupturas de los significantes)
En términos generales, tanto el régimen nazi como el Terrorismo de Estado en Argentina responden a
las características propias de un funcionamiento paroxístico de las técnicas de biopoder inauguradas en el
siglo XVIII. Ambos funcionamientos biopolíticos expresan un disciplinamiento y una regulación de las
conductas sociales que se manifiestan en un permanente “hacer vivir” y en un indiscriminado “hacer morir”,
que, a su vez, exige una eternizante implementación de estrategias de consenso para el encubrimiento de
mecanismos coercitivos inmanentes a la biopolítica.
El ejercicio de las técnicas tanto biopolíticas como de consenso tiene su correlato no en la modificación
semántica de los mecanismos de poder, sino en un permanente cambio de rostro de los significantes. Ya
no es la reproducción universalizante de la raza aria, sino la extirpación del cáncer comunista y la
constitución del “ser nacional”.
La característica principal de la ejecución de estas políticas es su trasfondo racista, homicida y suicida.
Racista, en tanto pretensión de pensar lo biológico como instrumento para alcanzar estados globales de
equilibrio. Homicida, en tanto concebir la muerte del otro como condición de posibilidad para la propia
vida. Y suicida, en tanto exposición a la muerte de la propia nación con el fin de alcanzar su obsesivo
deseo.
Bibliografía:
- Croci, Paula; Kogan, Mauricio. Lesa humanidad, el nazismo en el cine. La Crujíaediciones. Buenos Aires, 2003.
- Ferreira, Fernando. Una historia de la censura, violencia y proscripción en Argentina
del siglo XX. Grupo Editorial Norma. Buenos Aires, 2000.
- Foucault, Michel. Genealogía del racismo. Editorial Caronte Ensayos. Buenos Aires
1996.
- Foucault, Michel. La verdad y las formas jurídicas. Editorial Gedisa. Barcelona, 1991.
- Hitler, Adolf. Mi Lucha. Ediciones Transandinas 2001.
- Hugues Portelli. Gramsci y el bloque histórico. Siglo veintiuno editores. Undécima
edición en español, 1985.
- Hobsbawm, Eric. Historia del siglo XX 1914-1991. Editorial Crítica. Buenos Aires, 1996.
- Morales, Rubén. Somos derechos y humanos. Publicidad Política Argentina, 2006:
publicidadpolitica@yahoo.com.ar
- Soubelet, Cecilia. Los orígenes de la Alemania nazi. Revista Question. Universidad
Nacional de La Plata (Argentina), 2006.
- Duverger, Maurice. Métodos de las Ciencias Sociales. Editorial Ariel. Barcelona, 1962.
- De memoria. Testimonios, textos y otras fuentes sobre el terrorismo de Estado en
Argentina. Secretaría de Educación del gobierno de Buenos Aires, Memoria Abierta, Página/12.
2005.
[1]
Adoptamos la explicación de Eric Hobsbawm sobre la naturaleza de los valores tradicionales por los que
abogaba el régimen nazi. Se trata antes que nada de un rechazo absoluto a los principios liberales de la Ilustración
como el constitucionalismo político, la razón, el debate público y aquéllos derechos y libertades de los ciudadanos
como el de opinión, expresión y reunión. Lo que queremos destacar es la imposibilidad de efectuar asociaciones
lineales y simplistas (fascismo – tradicionalismo/conservadorismo) para aprehender el fenómenos nazi. Lo que los
hace justamente un movimiento original es la combinación de viejos elementos como los valores típicamente
conservadores que señalamos junto a otros propios de la Modernidad tan denostada en el discurso nazi, como por
ejemplo la alta valoración de la ciencia moderna; en la cual se apoyó firmemente este régimen fascista para
procurar, con los principios y descubrimientos de la genética aplicada (eugenesia) y la invocación y adaptación de la
teoría darwinista, la reproducción selectiva de la especie y la consecuente eliminación de los menos aptos

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